domingo, 28 de julio de 2024

Cuentos populares de Asia / 2.- Anónimo (...)

 

¿Es que todos no somos seres humanos? 
(cuento de Laos)

 «Érase una vez un Rey que emprendió un largo viaje en su barca real, seguido por otra barca donde iban los consejeros reales. Era un día muy caluroso pues el sol calentaba con ardor y los remeros tenían que remar río arriba durante muchas horas, mientras el Rey y los consejeros descansaban cómodamente tumbados bajo los toldos de las barcas.
 Los cuerpos de los remeros estaban cubiertos de sudor y uno de ellos empezó a gemir:
 -Realmente esto no está bien -dijo al remero que estaba a su lado-. ¿Es que todos no somos seres humanos? ¿Por qué nosotros tenemos que realizar todo el trabajo mientras que estos perezosos consejeros descansan a la sombra? Después de todo, somos hombres y todos estamos sujetos al Rey, así es que ellos también deberían remar.
 Aunque el rey tenía los ojos cerrados, oyó todo lo que decían los remeros. Pero fingió que seguía dormitando.
 Al final del día amarraron junto a un pequeño templo para dormir en las barcas. Después de que hubieron comido, los remeros se quedaron dormidos al instante; incluso algunos de ellos hasta roncaron. Pero el Rey, que permanecía aún despierto, oyó un ruido que procedía del templo. Despertó al remero que se había quejado y le envió para que viese de dónde procedía el ruido.
 Cuando volvió el remero, el Rey le preguntó:
 -¿De dónde procede el ruido?
 -Son algunos perrillos que están haciendo ese ruido -repuso el remero.
 -¿Cuántos perrillos son? -preguntó el Rey.
 El remero, como no lo sabía, volvió para comprobarlo. Cuando regresó dijo:
 -Son cinco perrillos.
 -¿Son los perrillos machos o hembras? -preguntó el Rey.
 Volvió a ver, y regresó, diciéndole al Rey:
 -Hay tres machos y dos hembras.
 -¿De qué color son? -preguntó el Rey.
 El remero volvió a verlo. Cuando estuvo de vuelta, dijo:
 -Son blancos, negros y marrones.
 Entonces el Rey despertó a uno de sus consejeros reales y le pidió que fuese a ver quién hacía aquel ruido.
 Pocos minutos después, el consejero estuvo de regreso y dijo:
 -Son algunos perrillos, que están haciendo ruido.
 -¿Cuántos perrillos? -preguntó el Rey.
 -Cinco -repuso el consejero.
 -¿Son machos o hembras? -preguntó el Rey.
 -Son tres machos y dos hembras.
 -¿De qué color son?
 -Los perrillos son blancos, negros y marrones y la madre es negra. Pertenecen a un sacerdote del templo.
 Entonces el Rey, volviéndose al remero, le dijo:
 -Tú has tenido que ir cuatro veces para dar respuesta a mis preguntas, pero mi consejero solamente ha tenido que ir una vez. Ahora comprenderás por qué algunos hombres son remeros y otros consejeros reales, aunque todos sean seres humanos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Doncel, 1982, en versión de Thit Boon Phoydouangdi, traducción al inglés de Sang Seunsom y traducción al español de Carmen Bravo-Villasante, pp. 161-165. ISBN: 84-325-0383-5.]   

domingo, 21 de julio de 2024

Desarrollo de la capacidad creadora.- Viktor Lowenfeld (1903-1960) y W. Lambert Brittain (1922-1987)

11.- El período de la decisión. El arte de los adolescentes en la escuela secundaria: de 14 a 17 años.               Las bases para el arte en la escuela secundaria.

 «El arte en la escuela secundaria ha tratado de reflejar la opinión que de los adolescentes tiene la sociedad. Hasta cierto punto, el arte en las escuelas se ha visto apartado del mundo real y está frecuentemente vinculado con sucesos que nada tienen que ver con los debates, los problemas sociales, el idealismo ni los deseos de cambios y aun ni con el joven mismo. No hay razón alguna para que no podamos planear un programa de arte que no solamente sea distinto en su naturaleza sino que además proporcione la base necesaria para ayudar a satisfacer las necesidades de esta edad y a propiciar posibilidades para un desarrollo continuo.
 Si se quiere desarrollar un programa de arte que tenga verdadero sentido, debe estar basado en las necesidades de los jóvenes que asisten a estos cursos. Debe brindar la oportunidad para que el adolescente exprese sus sentimientos, emociones y reacciones frente al medio que lo rodea. Debe ser, fundamentalmente, un programa con el que el individuo se sienta compenetrado, en el cual los métodos y materiales estén tan alejados como sea posible de las restricciones ambientales y psicológicas de la escuela y que logre arrastrar al estudiante a un proceso fundamental de creación de un producto con valor realmente utilitario, no sólo para él sino también para la sociedad en general. Este tipo de programas debe confeccionarse teniendo presentes a los jóvenes adultos que se mueven en el mundo de hoy y que se preocupan por él y no orientarse hacia la idea de lograr artistas.
 La vida tranquila, el cuadro pintado a la acuarela, el estampado de los tapizados, o la pequeña escultura de arcilla, pueden no ser suficiente atracción para el joven de hoy. Hay una sensación de necesidad, un sentimiento de compromiso social y un deseo de cambiar las cosas que no pueden verse satisfechos con los típicos proyectos de la escuela secundaria. En gran medida, los proyectos corrientes de la escuela secundaria están dirigidos al autoperfeccionamiento, mientras que la juventud de hoy está mucho más interesada en lograr un efecto sobre la sociedad. El concepto clásico de un artista que pinta para sí mismo en una buhardilla, aislado del mundo, tiene muy poca relación con el adolescente actual. La vida es un desafío y el arte debe proporcionar la oportunidad para aceptarlo.
 No existe arte correcto. Tradicionalmente, el arte ha sido un reflejo de la cultura dentro de la cual se desarrolló. No hay reglas para el éxito artístico, pues las reglas las hace la gente, y ésta cambia constantemente. Para que el arte sea importante debe reflejar al individuo que lo realiza. Esto es tan valedero para el nivel escolar como para el del artista profesional. Hemos hablado de cómo los individuos encaran el arte en distintas formas. Aquellos estudiantes que consideran el arte como una actividad electiva y de reposo, una materia para usar más tarde como "hobby", algo que alivia la tensión de la vida diaria y como un medio de entrar en contacto consigo mismo, tienen evidentemente una variedad de formas de utilizar el arte y una variedad de formas de relacionarse con el mundo a través de los materiales artísticos. Pero lo mismo ocurre con los estudiantes que son considerados "serios". Holtzman y col. (1971) aplicaron un gran número de test perceptivos, de personalidad y cognoscitivos a ochenta y cinco estudiantes universitarios adelantados, considerados por sus profesores como exitosos y poseedores de potencial artístico. Esos estudiantes tenían como principales objetivos el arte abstracto, la arquitectura y el dibujo de ingeniería. Se hallaron diferencias altamente significativas entre los tres grupos, diferencias que llevaron a la conclusión de que dichos grupos tenían formas contrastantes de experiencia visual. Hay, al parecer, tantas formas de expresión artística como estudiantes y no sería sensato valorar una forma de expresión más que otra.
 Constantemente hay a nuestro alrededor problemas relacionados con el arte. Artistas y maestros se lamentan por igual de que vivimos en un mundo que ignora las cualidades básicas de la estética. El diseño parece relegado a un papel secundario en la sociedad si lo comparamos con el dinero, y las artes invariablemente quedan en segunda fila cuando se reclaman cambios. El programa de arte en la escuela secundaria debe ser activo. Los temas deben fundamentarse en algo más que en los archivos del profesor y más allá del ambiente de la escuela; debe ser una parte vital de la propia comunidad.
Trabajar directamente con un material proporciona una gran satisfacción y es una liberación de las presiones de intelectualización que pueden ser sólo una parte de la experiencia para desarrollarse hasta el estado de adulto maduro. La mayor parte del pensamiento que progresa en el ambiente de la escuela está limitado a los tópicos prescritos. Pocas son las oportunidades para tratar temas que pueden ir contra la semitranquilidad de las clases. Raras son las ocasiones que tiene el joven de discrepar o de exponer sus objeciones contra la rutina de la clase. En estas condiciones, la oportunidad para expresar emociones, sentimientos e ideas de rebelión en forma de alguna expresión artística es de enorme importancia. Sin embargo, los cursos de arte no tienen por qué estar reservados a la expresión de resentimientos, puesto que otros sentimientos, como el amor, la admiración por la belleza, la sensibilidad hacia los acontecimientos sociales, son legítimas preocupaciones del arte.
 La base de un programa artístico en los cursos superiores de la escuela secundaria debe ser la misma que se aplica para el individuo en la sociedad. Su propósito debe ser que el estudiante se compenetre totalmente con la cultura en la cual se encuentra, que disponga de un medio de realizar cambios concretos y que se enfrente consigo mismo y con sus necesidades.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Kapelusz, 1980, en traducción de Iris Ucha de Davie y María Celia Eguibar, pp. 315-317. ISBN: 950-13-6098-9.]

domingo, 14 de julio de 2024

Los perros duros no bailan.- Arturo Pérez Reverte (1951)

 

 10.- Sangre y arena

 «Cuando peleas con otro perro, lo importante son los reflejos. Los impulsos naturales y el adiestramiento. A la velocidad en que ocurren las cosas en el mundo cánido, no hay tiempo para pensar. Todo discurre demasiado rápido. Por suerte, los años que había pasado luchando no se borraban aún de mi memoria. Sabía por instinto que debía proteger el hocico, las orejas, las patas delanteras y el cuello. Que ésas serían las principales presas a las que apuntaría mi adversario. Así que cuando me vi en el círculo de arena, rodeado de humanos vociferantes, oliendo su sudor y el humo de sus cigarros, ensordecido por sus gritos, procuré borrar todo eso de mi cabeza y me concentré en dos consignas sencillas: protegerme y atacar.
 Desde que nos pusieron frente a frente, mi enemigo -un moloso negro con patas marrones, más o menos de mi estatura- y yo empezamos a ladrarnos con ferocidad. Guau, guau, guau, reguau. Lo normal. En realidad no nos decíamos nada fuera del cliché: te voy a matar, hijoputa, tontolhaba y todo eso. Te voy a arrancar a mordiscos las pelotas. Etcétera. Lo natural en estos casos. Diálogos automáticos, ritual de pelea. Rutina previa. Supongo que ni pensábamos siquiera en lo que ladrábamos.
 Tras unos momentos de calentamiento, para dar tiempo a que los humanos hicieran sus apuestas, los que nos retenían estaban a punto de soltarnos las correas. Alrededor de nosotros, toda aquella gentuza, toda aquella chusma canalla y despiadada, alzaba la voz en un griterío ensordecedor, animándonos a despedazarnos. Exigiendo sangre y muerte.
 -Vamos a ello -le ladré resignado al moloso.
 -Ya estás tardando, follagatos.
 Era valiente, pensé. Joven y valiente. Aquello iba a ser duro.
 Allí no había tácticas que sirvieran de nada, sino rapidez y violencia. Jugársela a cara o cruz. Así que en cuento sentí el cuello libre, me lancé contra él. Tenía mi enemigo anchos hombros y una boca tan impresionante como la mía. La diferencia era que él debía tener tres o cuatro años; y yo, con mis ocho a cuestas, ya iba camino del desguace. Pero la experiencia es un grado y más sabe un perro por viejo que por perro. De modo que la cosa estuvo equilibrada desde el primer choque, patas enlazadas con patas, colmillos lanzando dentelladas feroces, ojos desorbitados a escasa distancia, respiración furiosa, cálida y húmeda del otro en tu hocico, salpicaduras de baba y sangre. Como dicen los humanos, a cara de perro. En esos momentos supremos no sientes dolor; sólo una furia atávica y terrible, y a través del velo rojo que va cubriendo tu mirada, ves en el otro un cuerpo que hay que despedazar, destruir, aniquilar. Mis antiguos genes, los de los mastines que cazaban bárbaros con las legiones romanas o esclavos negros en la selva amazónica, acudieron en mi socorro. Benditos sean los abuelos. Gracias a ellos, a su dureza y su sangre en mis venas, defendí ferozmente mi vida, como un perro valiente y despiadado.
 Y vencí.
 Por suerte, no tuve que matarlo. O no fui yo quien lo hizo. El moloso se había batido con dureza, tenaz y valiente, hasta la locura. Buscándome las presas en aquellos lugares donde su instinto -los ojos ya no valían de nada en ese cuerpo a cuerpo- le indicaba que yo era vulnerable. Mi oreja herida sufrió también las consecuencias. Pero a su energía, a sus violentos ataques y acometidas, yo opuse siempre mi sólida firmeza de luchador veterano: resistir y, en cuanto el otro aminoraba el impulso por la fatiga o hacía una pausa para respirar, lanzarle dentelladas que en otro perro menos fuerte que él habrían resultado letales. Al fin pude acorralarlo contra el suelo, entre mis patas, aprisionándole el cuello con las fauces y dando furiosas cabezadas que amenazaban con desgarrárselo. De pronto, el moloso emitió un quejido prolongado y gutural, un resoplido agónico y se quedó casi inmóvil. A muy corta distancia, advertí sus ojos abiertos y suplicantes.
 Solté la presa y retrocedí, resollando fuerte mientras mis fauces mojadas de baba y sangre intentaban recobrar el aliento. A diferencia de los humanos, rara vez los cánidos rematamos a un enemigo que se proclama vencido. Aunque los perros somos lo que los amos hacen de nosotros, héroes o criminales, y no siempre un amo está a la altura de su perro, casi todos, excepto los que se vuelven locos, respetamos ciertas reglas caninas. Ciertos códigos como no atacar a cachorros y no liquidar al que se somete, por ejemplo. Así que me quedé inmóvil, erguido, firme sobre mis cuatro patas. Estaba sediento y ofuscado, pero el desenfrenado latido de mi corazón se acompasaba poco a poco. De nuevo mis sentidos recobraban la calma. Oí subir de punto las voces de los humanos y vi cómo entre ellos se pasaban gruesos fajos de dinero. A mi espalda, una mano me palmeó el lomo, satisfecha, pero se retiró en el acto cuando, volviendo a medias la cara, lancé en su dirección un gruñido y una dentellada de rencor.
 Frente a mí, el moloso yacía moviendo débilmente las patas, rebozado como yo en la arena que se le pegaba al pelaje con el sudor y la sangre. Tenía heridas por todas partes. Pobre diablo. Mis colmillos habían hecho un buen trabajo.
 Se lo llevaron. Dos humanos fueron hasta él y lo arrastraron fuera del coso. Yo ignoraba la suerte que iba a correr y lo cierto es que en ese momento no me importaba gran cosa, pues tenía asuntos más urgentes de que preocuparme. Quizá, si las heridas no eran muy graves, mi adversario fuese curado y puesto a punto para otras peleas. De lo contrario, si las lesiones lo habían dejado inútil para sus amos, el destino estaba claro: lo rematarían de un tiro en la cabeza o, en el más cruel de los casos, lo abandonarían moribundo o inválido, a su suerte.
 Sentí un sabor amargo en la boca viendo cómo se llevaban al moloso. No importaba cómo había vivido ni cómo había luchado, pensé. A pesar de su lealtad y coraje, ése era el premio que aguardaba a un gladiador vencido.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Alfaguara, 2018, pp. 125-129. ISBN: 978-84-204-3269-4.]

domingo, 7 de julio de 2024

Sobre la fotografía.- Susan Sontag (1933-2004)

Evangelios fotográficos

 «Como otras empresas en progresiva expansión, la fotografía ha inspirado a sus practicantes más destacados cierta necesidad de explicar una y otra vez qué están haciendo y por qué es valioso. La época en que se atacaba ampliamente a la fotografía (como parricida respecto de la pintura, predatoria respecto de la gente), fue corta. La pintura desde luego no expiró en 1839, como se apresuró a predecir un pintor francés; los exquisitos pronto dejaron de desdeñar las fotografías como copias serviles y en 1854 un gran pintor, Delacroix, declaró grácilmente cuánto lamentaba que un invento tan admirable hubiese llegado tan tarde. Hoy nada es más aceptable que el reciclaje fotográfico de la realidad, aceptable como actividad cotidiana y como rama del arte. Sin embargo hay algo en la fotografía que aún incita a los profesionales de primer orden a la defensa y la exhortación: virtualmente todos los fotógrafos importantes hasta el presente han escrito manifiestos y credos exponiendo la misión moral y estética de la fotografía. Y los fotógrafos hacen las declaraciones más contradictorias sobre la especie de conocimiento que poseen y la especie de arte que practican.
 La desconcertante facilidad con que pueden tomarse las fotografías, la inevitable aun cuando involuntaria autoridad de los productos de la cámara, sugiere una relación muy tenue con el conocimiento. Nadie discutiría que la fotografía dio un tremendo impulso a las pretensiones cognoscitivas de la vista, ya que -mediante el primer plano y las tomas distantes- ensanchó tanto el reino de lo visible. Pero respecto a cómo un modelo dentro del alcance de la visión normal se conoce mejor mediante una fotografía, o hasta qué punto la gente necesita saber algo acerca de lo que fotografía para obtener una buena imagen, no existe ningún acuerdo. Se ha interpretado la fotografía de dos maneras completamente diferentes: ya como un acto de conocimiento lúcido y preciso, de inteligencia consciente, o bien como una búsqueda preintelectual, intuitiva. Así Nadar, hablando de sus respetuosos y expresivos retratos de Baudelaire, Doré, Michelet, Hugo, Berlioz, Nerval, Gautier, Sand, Delacroix y otras amistades famosas dijo que "el retrato que hago mejor es el de la persona que conozco mejor", mientras que Avedon ha observado que la mayor parte de sus buenos retratos son de gente que conoció por primera vez al fotografiarlas.
 En este siglo, la generación más vieja de fotógrafos describió la fotografía como un esfuerzo heroico de atención, una disciplina ascética, una receptividad mística ante el mundo que requiere que el fotógrafo atraviese una nube de desconocimiento. De acuerdo con Minor White, "mientras está creando el fotógrafo tiene la mente en blanco [...] cuando busca imágenes [...] el fotógrafo se proyecta en todo cuanto ve, identificándose con todo para conocerlo y sentirlo mejor". Cartier-Bresson se ha comparado con un arquero zen, quien debe transformarse en el blanco para poder alcanzarlo; "hay que pensar antes y después", dice, "jamás mientras se toma la fotografía". Se habla del pensamiento como si enturbiara la transparencia de la conciencia del fotógrafo, y como si infringiera la autonomía de lo que se está fotografiando. Resueltos a demostrar que las fotografías pueden -y cuando son buenas, siempre lo hacen- trascender la literalidad, muchos fotógrafos serios han hecho de la fotografía una paradoja poética. La fotografía es presentada como una forma de conocimiento sin conocimiento: una manera de vencer al mundo con el ingenio, en vez de atacarlo frontalmente.
 Pero aun cuando los profesionales ambiciosos desdeñan el pensamiento -recelar del intelecto es una de las líneas recurrentes en los apólogos de la fotografía- generalmente se afanan en recalcar la necesidad de rigor de esta visualización permisiva. "Una fotografía no es un accidente, es un aconcepto", insiste Ansal Adams. "La fotografía estilo 'ametralladora' -o sea, la obtención de muchos negativos con la esperanza de que uno sea bueno- es fatal para los resultados serios". Para tomar una buena fotografía, es el argumento general, uno ya debe verla. Es decir, la imagen debe existir en la mente del fotógrafo durante o antes de la exposición del negativo. Casi todas las justificaciones de la fotografía se han negado a admitir que el método de fotografiar a discreción, especialmente tal como lo usa un experto, pueda arrojar resultados enteramente satisfactorios. Pese a estas reticencias, los fotógrafos han tenido una confianza casi supersticiosa en el accidente afortunado.
  Últimamente el secreto se está volviendo confesable. Con la entrada de la defensa de la fotografía en su fase actual, retrospectiva, hay una creciente reserva respecto del estado de alerta y conciencia que presume la buena fotografía. Las declaraciones anti-intelectuales de los fotógrafos, lugares comunes del pensamiento artístico moderno, han preparado el camino para la gradual inclinación de la fotografía seria a una investigación escéptica de sus propios poderes, un lugar común de la práctica artística moderna. La fotografía como conocimiento es reemplazada por la fotografía como fotografía. En una reacción violenta contra cualquier ideal de representación autoritaria, los fotógrafos norteamericanos jóvenes más influyentes niegan toda ambición de visualizar la imagen previamente y de concebir su trabajo como una mostración del aspecto diferente que tienen las cosas cuando se las fotografía.
 Cuando titubean las pretensiones del conocimiento, las pretensiones de la creatividad compensan la falta. Como para refutar que tantas imágenes soberbias sean obra de fotógrafos desprovistos de toda intención seria o interesada, uno de los argumentos principales de la defensa de la fotografía ha sido la insistencia en que la captación de imágenes procede principalmente de la focalización de un temperamento, y sólo secundariamente de una máquina. Es el argumento esgrimido con tanta elocuencia en el mejor ensayo que jamás se escribió en elogio de la fotografía, el capítulo sobre Stieglitz en Port of New York de Paul Rosenfeld.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Edhasa, 1981, en traducción de Carlos Gardini, pp. 125-128.  ISBN: 84-350-0313-3.]