Evangelios fotográficos
«Como otras empresas en progresiva expansión, la fotografía ha inspirado a sus practicantes más destacados cierta necesidad de explicar una y otra vez qué están haciendo y por qué es valioso. La época en que se atacaba ampliamente a la fotografía (como parricida respecto de la pintura, predatoria respecto de la gente), fue corta. La pintura desde luego no expiró en 1839, como se apresuró a predecir un pintor francés; los exquisitos pronto dejaron de desdeñar las fotografías como copias serviles y en 1854 un gran pintor, Delacroix, declaró grácilmente cuánto lamentaba que un invento tan admirable hubiese llegado tan tarde. Hoy nada es más aceptable que el reciclaje fotográfico de la realidad, aceptable como actividad cotidiana y como rama del arte. Sin embargo hay algo en la fotografía que aún incita a los profesionales de primer orden a la defensa y la exhortación: virtualmente todos los fotógrafos importantes hasta el presente han escrito manifiestos y credos exponiendo la misión moral y estética de la fotografía. Y los fotógrafos hacen las declaraciones más contradictorias sobre la especie de conocimiento que poseen y la especie de arte que practican.
La desconcertante facilidad con que pueden tomarse las fotografías, la inevitable aun cuando involuntaria autoridad de los productos de la cámara, sugiere una relación muy tenue con el conocimiento. Nadie discutiría que la fotografía dio un tremendo impulso a las pretensiones cognoscitivas de la vista, ya que -mediante el primer plano y las tomas distantes- ensanchó tanto el reino de lo visible. Pero respecto a cómo un modelo dentro del alcance de la visión normal se conoce mejor mediante una fotografía, o hasta qué punto la gente necesita saber algo acerca de lo que fotografía para obtener una buena imagen, no existe ningún acuerdo. Se ha interpretado la fotografía de dos maneras completamente diferentes: ya como un acto de conocimiento lúcido y preciso, de inteligencia consciente, o bien como una búsqueda preintelectual, intuitiva. Así Nadar, hablando de sus respetuosos y expresivos retratos de Baudelaire, Doré, Michelet, Hugo, Berlioz, Nerval, Gautier, Sand, Delacroix y otras amistades famosas dijo que "el retrato que hago mejor es el de la persona que conozco mejor", mientras que Avedon ha observado que la mayor parte de sus buenos retratos son de gente que conoció por primera vez al fotografiarlas.
En este siglo, la generación más vieja de fotógrafos describió la fotografía como un esfuerzo heroico de atención, una disciplina ascética, una receptividad mística ante el mundo que requiere que el fotógrafo atraviese una nube de desconocimiento. De acuerdo con Minor White, "mientras está creando el fotógrafo tiene la mente en blanco [...] cuando busca imágenes [...] el fotógrafo se proyecta en todo cuanto ve, identificándose con todo para conocerlo y sentirlo mejor". Cartier-Bresson se ha comparado con un arquero zen, quien debe transformarse en el blanco para poder alcanzarlo; "hay que pensar antes y después", dice, "jamás mientras se toma la fotografía". Se habla del pensamiento como si enturbiara la transparencia de la conciencia del fotógrafo, y como si infringiera la autonomía de lo que se está fotografiando. Resueltos a demostrar que las fotografías pueden -y cuando son buenas, siempre lo hacen- trascender la literalidad, muchos fotógrafos serios han hecho de la fotografía una paradoja poética. La fotografía es presentada como una forma de conocimiento sin conocimiento: una manera de vencer al mundo con el ingenio, en vez de atacarlo frontalmente.
Pero aun cuando los profesionales ambiciosos desdeñan el pensamiento -recelar del intelecto es una de las líneas recurrentes en los apólogos de la fotografía- generalmente se afanan en recalcar la necesidad de rigor de esta visualización permisiva. "Una fotografía no es un accidente, es un aconcepto", insiste Ansal Adams. "La fotografía estilo 'ametralladora' -o sea, la obtención de muchos negativos con la esperanza de que uno sea bueno- es fatal para los resultados serios". Para tomar una buena fotografía, es el argumento general, uno ya debe verla. Es decir, la imagen debe existir en la mente del fotógrafo durante o antes de la exposición del negativo. Casi todas las justificaciones de la fotografía se han negado a admitir que el método de fotografiar a discreción, especialmente tal como lo usa un experto, pueda arrojar resultados enteramente satisfactorios. Pese a estas reticencias, los fotógrafos han tenido una confianza casi supersticiosa en el accidente afortunado.
Últimamente el secreto se está volviendo confesable. Con la entrada de la defensa de la fotografía en su fase actual, retrospectiva, hay una creciente reserva respecto del estado de alerta y conciencia que presume la buena fotografía. Las declaraciones anti-intelectuales de los fotógrafos, lugares comunes del pensamiento artístico moderno, han preparado el camino para la gradual inclinación de la fotografía seria a una investigación escéptica de sus propios poderes, un lugar común de la práctica artística moderna. La fotografía como conocimiento es reemplazada por la fotografía como fotografía. En una reacción violenta contra cualquier ideal de representación autoritaria, los fotógrafos norteamericanos jóvenes más influyentes niegan toda ambición de visualizar la imagen previamente y de concebir su trabajo como una mostración del aspecto diferente que tienen las cosas cuando se las fotografía.
Cuando titubean las pretensiones del conocimiento, las pretensiones de la creatividad compensan la falta. Como para refutar que tantas imágenes soberbias sean obra de fotógrafos desprovistos de toda intención seria o interesada, uno de los argumentos principales de la defensa de la fotografía ha sido la insistencia en que la captación de imágenes procede principalmente de la focalización de un temperamento, y sólo secundariamente de una máquina. Es el argumento esgrimido con tanta elocuencia en el mejor ensayo que jamás se escribió en elogio de la fotografía, el capítulo sobre Stieglitz en Port of New York de Paul Rosenfeld.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Edhasa, 1981, en traducción de Carlos Gardini, pp. 125-128. ISBN: 84-350-0313-3.]
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