IV.-Elogio de la cotidianidad: lo sencilla que es la vida
«Ésta es la clave: “Enséñale lo sencillo”.
Algunas veces tendríamos que desdoblarnos para ser el ángel que escucha y mira,
como por primera vez, la sencillez de nuestra vida cotidiana indicada con el
dedo y narrada por nosotros mismos. Evitemos buscar siempre lo extraordinario,
admirémonos de lo simple y llano y aprendamos a apreciarlo porque, desde cierto
punto de vista, es lo más sublime de todo. He ahí la lección. La tenemos al
alcance de la mano y, quizá por eso, sea paradójicamente una de las más
difíciles. Para quienes no puedan prescindir de los libros, Chéjov y
Kierkegaard (que habla de lo sublime en lo mundano) son muy buenos maestros
para impartir esta lección. Apropiarnos (y no en el sentido de la posesión) de
la cotidianidad y de la sencillez de la vida, de alguna manera, “nos salva”. Y
aunque con esto ya estaría dicho todo, vale la pena avanzar paso a paso.
Si nos atenemos al significado de la propia
expresión, la vida cotidiana es la vida que se vive la mayoría de los días y,
así, la característica de la cotidianidad es más bien la repetición y la
rutina; pero no exactamente la repetición de lo idéntico (al final siniestro e
insoportable), sino la repetición de lo similar, en una especie de síntesis
entre lo ya conocido y lo ligeramente nuevo. Una pareja puede tener un hijo. El
día del nacimiento será, a buen seguro, un día muy especial y extraordinario,
pues no todos los días se tiene un hijo. Pero, a partir de este momento, el
hijo estará presente todos los días en la vida de la pareja; formará parte de
su cotidianidad. Por ello se habla a veces de la “carga” de los hijos, no sólo
en el sentido de la inmensa atención que requieren, sino también porque, aunque
quisiéramos –que no es nunca el caso- no es posible librarse ya de ellos. El
hijo estará ahí todos los días, pero, efectivamente, no todos los días de la
misma manera. La cotidianidad es una especie de síntesis en la que cierta
variación va apareciendo e integrándose. Tal es la razón por la que, para
caracterizarla, no resulta acertado hablar de “mera rutina” o de “mera
repetición”. En el “cada día” y en el “un día tras otro”, hay contraste, la citada
síntesis de lo conocido y lo nuevo, y también una discreta esperanza. Los
contrastes son evidentes: días laborables y días festivos; esfuerzo, cansancio
y respiro, descanso; tener los pies en el suelo y ensueño. Sólo el día festivo
convierte la vida diaria en diaria. Y el día festivo entra a su vez en la
normalidad y lo cíclico. Un día festivo enlaza con el siguiente y ambos
determinan la vida diaria en el intervalo, no es tiempo muerto, sino el momento
de alivio que confirma el trabajo cotidiano; es como la escuela para la vida
diaria y el paréntesis vacacional apto para pensar, recogerse, distraerse,
respirar y gozar. El día laborable, en cambio, expresa el tiempo como tiempo de
dificultad: el hombre despierta y tiene ante sí las labores del día.
El mismo contraste se da entre día y noche. La
noche y el descanso son una invitación para distenderse y abandonarse al sueño.
El sueño es descanso y liberación de la pesadumbre y del desgaste diurnos.
Aunque en alguna ocasión pueda haberse relacionado el suicidio con el deseo de
dormir y de soñar, la diferencia es muy grande: la liberación en el sueño es,
ante todo, recuperación para el mañana. Más allá de la relación con el binomio
esfuerzo-descanso, el contraste tiene aquí que ver con el protagonismo. Si bien
eres tú quien afronta el día –aunque respondiendo a lo que el día reclama-, de
noche tú no eres ya quien conduce la nave: te conducen. Sigues respirando, pero
es como si la vida fuese la que te
respira o respira por ti. La noche te circunda y te absorbe. Luego vendrá de
nuevo el alba y te despertará. Entonces comienza el día y comienza el yo:
porque el yo tiene quehaceres. Por la noche no hay tiempo. El tiempo empieza
con el día, al “mismo tiempo” que el esfuerzo y que el pautado movimiento del
yo.
Los contenidos del día tienen que ver,
efectivamente, con el esfuerzo y el trabajo, pero también con la satisfacción
de las necesidades y con el mantenimiento de las relaciones humanas. Y en todo
esto se da el contraste entre dificultad y satisfacción. Hay placer en
satisfacer las necesidades básicas: en comer, en descansar, en mantener
relaciones sexuales; lo hay también en las conversaciones, en la convivencia,
en las distracciones… Y, del mismo modo, la dificultad no pertenece sólo al
trabajo sino que también está asociada a los conflictos relativos al
reconocimiento y a la competencia con los demás, a la decepción por las
expectativas abiertas y no alcanzadas, etcétera. Hay una dificultad ligada al
instante: como si cada momento requiriese un pequeño esfuerzo que, por
acumulación, diese la nada despreciable fatiga del día. El movimiento de la
existencia no se despliega sin esfuerzo; es como si el tiempo fuera denso, como
si el plano estuviera siempre ligeramente inclinado y hubiese que subir. Cuesta
moverse, llenar la jarra de agua y soportar las mentiras del contexto, e
incluso cuesta respirar. Cuesta sobre todo el día a día de la enfermedad, de la
opresión y de la miseria. La huida o la evasión se explican, en parte, por toda
esta serie de dificultades.
A la repetición, el contraste, el gozo y la
dificultad que caracterizan la cotidianidad hay que añadir el punto más
decisivo de todos: la proximidad. Pero preguntémonos antes a qué se debe que
tan a menudo se haya considerado la vida cotidiana como una vida de segundo
orden. Uno de los factores es, sin duda, el impulso romántico, con su
exaltación de la vida excepcional, en forma o en intensidad. El héroe romántico
–se dirá- puede morir joven, pero por lo menos ha sabido sobresalir y escapar
de la medianía anónima del común de los mortales. Hoy, afortunadamente o no,
ese modelo romántico ha ido a menos, aunque, a pesar de ello, no ha sido
sustituido por la justa atención a la vida cotidiana. En la sociedad de la
apariencia, la gente suspira por el éxito mediático, o por la vanagloria del
pequeño, o no tan pequeño, poder jerárquico, mientras la vida corriente sigue
siendo menospreciada. Los modelos sociales tradicionales eran elitistas, así
como los románticos, y ahora también los mediáticos (se requiere todavía a una
multitud más numerosa apara aplaudir a los famosos).
Salvo algunas excepciones, tampoco el discurso
filosófico contemporáneo ha ayudado mucho a subrayar la valía de la
cotidianidad, más bien al contrario. Heidegger ha contribuido decisivamente al
descrédito de ésta. Merece la pena que nos detengamos un poco en este punto
porque, como siempre, el diálogo con el maestro alemán puede enriquecer nuestro
propio planteamiento. Ser y tiempo
lleva a la identificación entre cotidianidad, indiferencia y caída en la
inautenticidad y la impropiedad. Tal vez una lectura algo más exigente y
meticulosa deba matizar un poco más, ya que Heidegger afirma también que la
indiferencia de la cotidianidad del Dasein
es un carácter fenoménico positivo de este ente,
puesto que es el punto de partida y de retorno de toda forma más auténtica. La
cotidianidad, según Heidegger, no sería un fenómeno accidental que pudiera
dejarse atrás, sino un fenómeno constitutivo y básico a partir del cual es
posible no obstante un movimiento más apropiado, más propio: el movimiento de
la existencia. Queda claro que en este esquema la cotidianidad representa la
parte más deficitaria; por ello le atribuye Heidegger la indiferencia, la
medianía y el anonimato. En la cotidianidad nadie es propiamente un sí mismo,
es decir, alguien que hable y actúe desde sí y para sí mismo, sino que lo que
cada uno hace y dice tiene mucho que ver con lo que se suele decir y lo que se
suele hacer. Así, Heidegger afirma que, en la cotidianidad, el sí mismo del Dasein es uno mismo, y no el sí mismo
propio, es decir, el sí mismo asumido expresamente. Hay, pues, algo de mí
mismo que he de asumir para ser propiamente. La cotidianidad es un permanecer en la cotidianidad,
precisamente por no haberse enfrentado a ello. La imperiosa conveniencia de
salir de la cotidianidad se pone de manifiesto en este fragmento en el que,
además, se habla de una doble personalidad de sucumbir: “El Dasein puede ‘padecer’ sordamente la
cotidianidad, puede hundirse en su oscura pesantez, o bien evitarla buscando
nuevas distracciones para su dispersión en los quehaceres”. Si bien la
apropiación es una salida de la cotidianidad, hay otra puerta de acceso mucho
más fácil: la evasión.
Una doble vía para no “superar” la
cotidianidad: hundirse en ella o evadirse de ella. La segunda es como una
especie de incremento de la dispersión, de dispersión sobre la dispersión Pero
¿de qué debemos evadirnos? Hay algo que ya se da en la vida cotidiana que es
nuestro modo fundamental de ser y que podemos o bien afrontar para
apropiárnoslo, o bien soslayar. Como ya se ha dicho, Heidegger cree que se
trata de nuestro ser-para-la-muerte y asumirlo significa profundizar en la
conciencia de nuestra mortalidad. No somos ninguna cosa, ni nada que podamos
pensar bajo la categoría de substancia. En realidad, el mundo de las cosas no
conoce la muerte, sólo la transformación. La conciencia de la muerte es la
conciencia del final y de la nada de la existencia. La conciencia nos llama a
ser-para-la-muerte, que es lo mismo que decir que nos llama a la existencia, o
lo mismo que decir que nos llama a ser propiamente. Esta conciencia contrasta
con la “caída” que consiste en considerarse una cosa entre cosas. Caído significa estar en medio de las
cosas, abrigado y protegido por ellas (por las cosas, por las costumbres, por
todo lo que llena y pauta la vida cotidiana). Pero la angustia rescata al
hombre de su caída y lo conduce precisamente a lo inhóspito, fuera de casa (Umheimlichkeit). […] La caída, que es
como habitar entre las cosas, es una huida del estar arrojado; de manera que no
huimos de lo inhóspito del mundo, sino de lo inhóspito de nosotros mismos. Hay
diversas formas de huida. Una de ellas es la curiosidad, consistente en querer
ver, pero no querer ver para comprender más o menos, sino querer ver algo para
perderlo de vista enseguida ay continuar buscando novedades. En este caso la
curiosidad y la novedad equivalen a la incapacidad para serenarse, a la
continua huida hacia adelante.»
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