domingo, 14 de noviembre de 2021

La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad.- Josep María Esquirol (1963)


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IV.-Elogio de la cotidianidad: lo sencilla que es la vida


 «Ésta es la clave: “Enséñale lo sencillo”. Algunas veces tendríamos que desdoblarnos para ser el ángel que escucha y mira, como por primera vez, la sencillez de nuestra vida cotidiana indicada con el dedo y narrada por nosotros mismos. Evitemos buscar siempre lo extraordinario, admirémonos de lo simple y llano y aprendamos a apreciarlo porque, desde cierto punto de vista, es lo más sublime de todo. He ahí la lección. La tenemos al alcance de la mano y, quizá por eso, sea paradójicamente una de las más difíciles. Para quienes no puedan prescindir de los libros, Chéjov y Kierkegaard (que habla de lo sublime en lo mundano) son muy buenos maestros para impartir esta lección. Apropiarnos (y no en el sentido de la posesión) de la cotidianidad y de la sencillez de la vida, de alguna manera, “nos salva”. Y aunque con esto ya estaría dicho todo, vale la pena avanzar paso a paso.
 Si nos atenemos al significado de la propia expresión, la vida cotidiana es la vida que se vive la mayoría de los días y, así, la característica de la cotidianidad es más bien la repetición y la rutina; pero no exactamente la repetición de lo idéntico (al final siniestro e insoportable), sino la repetición de lo similar, en una especie de síntesis entre lo ya conocido y lo ligeramente nuevo. Una pareja puede tener un hijo. El día del nacimiento será, a buen seguro, un día muy especial y extraordinario, pues no todos los días se tiene un hijo. Pero, a partir de este momento, el hijo estará presente todos los días en la vida de la pareja; formará parte de su cotidianidad. Por ello se habla a veces de la “carga” de los hijos, no sólo en el sentido de la inmensa atención que requieren, sino también porque, aunque quisiéramos –que no es nunca el caso- no es posible librarse ya de ellos. El hijo estará ahí todos los días, pero, efectivamente, no todos los días de la misma manera. La cotidianidad es una especie de síntesis en la que cierta variación va apareciendo e integrándose. Tal es la razón por la que, para caracterizarla, no resulta acertado hablar de “mera rutina” o de “mera repetición”. En el “cada día” y en el “un día tras otro”, hay contraste, la citada síntesis de lo conocido y lo nuevo, y también una discreta esperanza. Los contrastes son evidentes: días laborables y días festivos; esfuerzo, cansancio y respiro, descanso; tener los pies en el suelo y ensueño. Sólo el día festivo convierte la vida diaria en diaria. Y el día festivo entra a su vez en la normalidad y lo cíclico. Un día festivo enlaza con el siguiente y ambos determinan la vida diaria en el intervalo, no es tiempo muerto, sino el momento de alivio que confirma el trabajo cotidiano; es como la escuela para la vida diaria y el paréntesis vacacional apto para pensar, recogerse, distraerse, respirar y gozar. El día laborable, en cambio, expresa el tiempo como tiempo de dificultad: el hombre despierta y tiene ante sí las labores del día.
 El mismo contraste se da entre día y noche. La noche y el descanso son una invitación para distenderse y abandonarse al sueño. El sueño es descanso y liberación de la pesadumbre y del desgaste diurnos. Aunque en alguna ocasión pueda haberse relacionado el suicidio con el deseo de dormir y de soñar, la diferencia es muy grande: la liberación en el sueño es, ante todo, recuperación para el mañana. Más allá de la relación con el binomio esfuerzo-descanso, el contraste tiene aquí que ver con el protagonismo. Si bien eres tú quien afronta el día –aunque respondiendo a lo que el día reclama-, de noche tú no eres ya quien conduce la nave: te conducen. Sigues respirando, pero es como si la vida fuese la que te respira o respira por ti. La noche te circunda y te absorbe. Luego vendrá de nuevo el alba y te despertará. Entonces comienza el día y comienza el yo: porque el yo tiene quehaceres. Por la noche no hay tiempo. El tiempo empieza con el día, al “mismo tiempo” que el esfuerzo y que el pautado movimiento del yo.
 Los contenidos del día tienen que ver, efectivamente, con el esfuerzo y el trabajo, pero también con la satisfacción de las necesidades y con el mantenimiento de las relaciones humanas. Y en todo esto se da el contraste entre dificultad y satisfacción. Hay placer en satisfacer las necesidades básicas: en comer, en descansar, en mantener relaciones sexuales; lo hay también en las conversaciones, en la convivencia, en las distracciones… Y, del mismo modo, la dificultad no pertenece sólo al trabajo sino que también está asociada a los conflictos relativos al reconocimiento y a la competencia con los demás, a la decepción por las expectativas abiertas y no alcanzadas, etcétera. Hay una dificultad ligada al instante: como si cada momento requiriese un pequeño esfuerzo que, por acumulación, diese la nada despreciable fatiga del día. El movimiento de la existencia no se despliega sin esfuerzo; es como si el tiempo fuera denso, como si el plano estuviera siempre ligeramente inclinado y hubiese que subir. Cuesta moverse, llenar la jarra de agua y soportar las mentiras del contexto, e incluso cuesta respirar. Cuesta sobre todo el día a día de la enfermedad, de la opresión y de la miseria. La huida o la evasión se explican, en parte, por toda esta serie de dificultades.
Resultado de imagen de josep maria esquirol la resistencia intima A la repetición, el contraste, el gozo y la dificultad que caracterizan la cotidianidad hay que añadir el punto más decisivo de todos: la proximidad. Pero preguntémonos antes a qué se debe que tan a menudo se haya considerado la vida cotidiana como una vida de segundo orden. Uno de los factores es, sin duda, el impulso romántico, con su exaltación de la vida excepcional, en forma o en intensidad. El héroe romántico –se dirá- puede morir joven, pero por lo menos ha sabido sobresalir y escapar de la medianía anónima del común de los mortales. Hoy, afortunadamente o no, ese modelo romántico ha ido a menos, aunque, a pesar de ello, no ha sido sustituido por la justa atención a la vida cotidiana. En la sociedad de la apariencia, la gente suspira por el éxito mediático, o por la vanagloria del pequeño, o no tan pequeño, poder jerárquico, mientras la vida corriente sigue siendo menospreciada. Los modelos sociales tradicionales eran elitistas, así como los románticos, y ahora también los mediáticos (se requiere todavía a una multitud más numerosa apara aplaudir a los famosos).
 Salvo algunas excepciones, tampoco el discurso filosófico contemporáneo ha ayudado mucho a subrayar la valía de la cotidianidad, más bien al contrario. Heidegger ha contribuido decisivamente al descrédito de ésta. Merece la pena que nos detengamos un poco en este punto porque, como siempre, el diálogo con el maestro alemán puede enriquecer nuestro propio planteamiento. Ser y tiempo lleva a la identificación entre cotidianidad, indiferencia y caída en la inautenticidad y la impropiedad. Tal vez una lectura algo más exigente y meticulosa deba matizar un poco más, ya que Heidegger afirma también que la indiferencia de la cotidianidad del Dasein es un carácter fenoménico positivo de este ente, puesto que es el punto de partida y de retorno de toda forma más auténtica. La cotidianidad, según Heidegger, no sería un fenómeno accidental que pudiera dejarse atrás, sino un fenómeno constitutivo y básico a partir del cual es posible no obstante un movimiento más apropiado, más propio: el movimiento de la existencia. Queda claro que en este esquema la cotidianidad representa la parte más deficitaria; por ello le atribuye Heidegger la indiferencia, la medianía y el anonimato. En la cotidianidad nadie es propiamente un sí mismo, es decir, alguien que hable y actúe desde sí y para sí mismo, sino que lo que cada uno hace y dice tiene mucho que ver con lo que se suele decir y lo que se suele hacer. Así, Heidegger afirma que, en la cotidianidad, el sí mismo del Dasein es uno mismo, y no el sí mismo propio, es decir, el sí mismo asumido expresamente. Hay, pues, algo de mí mismo que he de asumir para ser propiamente. La cotidianidad es un permanecer en la cotidianidad, precisamente por no haberse enfrentado a ello. La imperiosa conveniencia de salir de la cotidianidad se pone de manifiesto en este fragmento en el que, además, se habla de una doble personalidad de sucumbir: “El Dasein puede ‘padecer’ sordamente la cotidianidad, puede hundirse en su oscura pesantez, o bien evitarla buscando nuevas distracciones para su dispersión en los quehaceres”. Si bien la apropiación es una salida de la cotidianidad, hay otra puerta de acceso mucho más fácil: la evasión.
 Una doble vía para no “superar” la cotidianidad: hundirse en ella o evadirse de ella. La segunda es como una especie de incremento de la dispersión, de dispersión sobre la dispersión Pero ¿de qué debemos evadirnos? Hay algo que ya se da en la vida cotidiana que es nuestro modo fundamental de ser y que podemos o bien afrontar para apropiárnoslo, o bien soslayar. Como ya se ha dicho, Heidegger cree que se trata de nuestro ser-para-la-muerte y asumirlo significa profundizar en la conciencia de nuestra mortalidad. No somos ninguna cosa, ni nada que podamos pensar bajo la categoría de substancia. En realidad, el mundo de las cosas no conoce la muerte, sólo la transformación. La conciencia de la muerte es la conciencia del final y de la nada de la existencia. La conciencia nos llama a ser-para-la-muerte, que es lo mismo que decir que nos llama a la existencia, o lo mismo que decir que nos llama a ser propiamente. Esta conciencia contrasta con la “caída” que consiste en considerarse una cosa entre cosas. Caído significa estar en medio de las cosas, abrigado y protegido por ellas (por las cosas, por las costumbres, por todo lo que llena y pauta la vida cotidiana). Pero la angustia rescata al hombre de su caída y lo conduce precisamente a lo inhóspito, fuera de casa (Umheimlichkeit). […] La caída, que es como habitar entre las cosas, es una huida del estar arrojado; de manera que no huimos de lo inhóspito del mundo, sino de lo inhóspito de nosotros mismos. Hay diversas formas de huida. Una de ellas es la curiosidad, consistente en querer ver, pero no querer ver para comprender más o menos, sino querer ver algo para perderlo de vista enseguida ay continuar buscando novedades. En este caso la curiosidad y la novedad equivalen a la incapacidad para serenarse, a la continua huida hacia adelante.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2018, pp. 54-61. ISBN: 978-84-16011-44-5.]

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