sábado, 6 de noviembre de 2021

La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza.- Massimo Recalcati (1959)


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3.-La Ley de la Escuela

El trauma positivo de la Escuela

 «En nuestro tiempo, el maestro está cada vez más solo. Esta soledad no refleja sólo su condición de precariedad social, sino también, como hemos visto, la ruptura de un pacto generacional con los padres. El estudio del psicoanalista recoge con frecuencia sus cascajos: padres cada vez más cómplices y aliados de hijos cada vez menos agradecidos y cada vez menos exigentes, que en lugar de apoyar la labor educativa de la Escuela, ante el primer obstáculo, prefieren allanar el camino a sus hijos, evitar el tropiezo, por ejemplo, cambiando de colegio o de profesores; en definitiva, protestando continuamente contra el Otro tal como lo hacen sus propios hijos. En otros tiempos, la alianza generacional entre padres y profesores no se veía cuestionada jamás. El riesgo era más bien justificar las tendencias autoritarias del proceso educativo. Hoy, en cambio, esta alianza tiende a disolverse. El obstáculo de la diferencia generacional y del fracaso escolar sólo se vive como una frustración innecesaria que simplemente ha de ser evitada. En este entorno difícil la pregunta que persigue al docente se radicaliza cada vez más: ¿cómo puede seguir amando su profesión? ¿Cómo puede resistir al marchitamiento, a la acomodación en la rutina del saber suministrado según los estándares establecidos, a la tentación de la desinversión o “renunciatismo”? ¿Cómo puede mantener viva la erótica que entraña su práctica?
 La Escuela en su condición de Escuela obligatoria –fruto de una Ley sólo severa- mata fatalmente la instancia del deseo. El propio psicoanálisis demuestra en su clínica cómo la insistencia imperativa de la exigencia que proviene del Otro (“¡Estudia!”, “¡estudia!”) sólo genera resistencia, rechazo, oposición, anorexia mental. Para que pueda existir el deseo se hace necesario un espacio que separe al sujeto de la exigencia del Otro. Cuando este espacio falta, el sujeto puede reaccionar defendiendo su propio deseo amenazado por la invasión del Otro, como ocurre, por ejemplo, en el caso de la anorexia. Si el Otro insiste en ofrecerme su “papilla asfixiante” (“¡Come!”, “¡come!”), me negaré a comérmela, para que reconozca que no soy solamente un tracto digestivo sino un sujeto del deseo.
 El mismo razonamiento se aplica también a muchos problemas del aprendizaje. ¿Cómo es posible, en efecto, obligar al deseo? ¿No es una contradicción en sus términos? ¿Acaso no rechaza el deseo cualquier sentido de obligación, no es quizá su más acérrimo antagonista? Ésta es la paradoja de la Escuela –el rasgo decisivo de su función- que se sitúa precisamente en este delicadísimo pivote: ¿Cómo puede hacerse brotar el deseo –el deseo de saber- cuando el aprendizaje del saber se vuelve obligatorio? ¿Cómo no convertir la obligatoriedad en un parásito mortal del saber? ¿Cómo, en última instancia, entrelazar el deseo con la Ley?
 Considerar la obligatoriedad de la escolarización una suerte de batallón disciplinario es un error ideológico que pretende ahorrar a la vida el impacto inevitable con el trauma de la Ley. La enseñanza obligatoria, que no debe confundirse con la acción disciplinaria y represiva de la Escuela, impone en cambio un trauma beneficioso y necesario. Que la Escuela sea obligatoria no autoriza a concebir la educación como un enderezamiento autoritario de vides torcidas. Todos sabemos que son precisamente las distorsiones, las anomalías, las desviaciones del surco ya trazado de la normalidad las que manifiestan por lo general los talentos más fructíferos de nuestra juventud.
 El trauma de la Escuela impone un corte, una fractura, una separación del sujeto respecto a la cultura y la lengua de su familia. De hecho, de ninguna manera puede la familia agotar el horizonte del mundo. La Escuela obligatoria marca el necesario alejamiento del sujeto de su familia y su posible encuentro con otros mundos: es la obligación del exilio, de la transición de la lengua madre a la lengua del alfabeto o a otras lenguas, porque sin la traducción , como diría Benjamín, no hay supervivencia.
 Hasta los estudios más actualizados sobre el estado de la Escuela en Italia nos dicen que son más de ochenta los idiomas que se hablan en ella. La Fundación Agnelli ha confirmado recientemente algo que los enseñantes demócratas saben desde hace tiempo, y es que las clases que mejor funcionan son las más heterogéneas socialmente. La Escuela lleva consigo –en su propio ADN- un alma profundamente multicultural, puesto que ratifica la obligación del contacto con el mundo para el ser humano, de romper con el clan de pertenencia, o mejor, de vivir y de jugar culturalmente su propia pertenencia en la contaminación y en el encuentro con el Otro.
 En nuestro tiempo, la Escuela ha dejado de ser una institución disciplinaria, para convertirse en una institución de resistencia a la indisciplina del hiperhedonismo acéfalo que rige nuestra sociedad. La pulsión parece rechazar la obligación del alejamiento introducido por la Ley de la castración para permanecer adherida a la Cosa materna y a sus sucedáneos incestuosos. La resistencia de la Escuela consiste hoy en sustentar el valor traumático de la Ley de la palabra en una época en la que la única obligación que parece existir es la del goce en sí mismo, del goce como única forma posible de la Ley.
Resultado de imagen de massimo recalcati la hora de clase La soledad de la Escuela y de los profesores está vinculada a su actuación a contracorriente respecto al rumbo incestuoso del mandamiento social hoy dominante que pretende asegurar la conexión continua del sujeto a una serie infinita de objetos inhumanos: alcohol, drogas, psicofármacos, la imagen del propio cuerpo, objetos estética y tecnológicamente de lo más variados. Para que exista deseo de saber, pero también formación, educación, “humanización de la vida”, es necesario el vaciamiento traumático y preliminar de esta presencia adhesiva del objeto. Para que exista deseo de saber, para que haya arrebato, transferencia, movimiento, erotización de la vida, apertura hacia el conocimiento, hacia la cultura, para que haya –como teoriza el psicoanálisis- sublimación de la pulsión, debe haber vaciamiento, desprendimiento, desconexión, negativa al goce inmediato del objeto. De hecho, la sublimación tiene como condición de fondo el vaciado del objeto, su pérdida: la posibilidad de la palabra se produce solamente cuando la boca no está llena de comida, cuando se da el suficiente silencio para que sea escuchada.
 En este sentido, la Escuela obligatoria es un lugar, cada vez más decisivo hoy en día, de auténtica prevención primaria. La Ley que impone la senda de la palabra como senda de la “humanización de la vida”, es la Ley que sabe prometer una satisfacción distinta a la más inmediata, pregonada y celebrada por el hiperhedonismo contemporáneo. La Escuela es una institución que encarna un punto de resistencia ética a la cultura perversa del “¿por qué no?”, que priva de todo sentido a la renuncia y al aplazamiento de la satisfacción pulsional. Efectivamente, “¿por qué no?”, ¿por qué la experiencia del límite debe seguir teniendo aún sentido? ¿Por qué debe haber obligaciones, una Escuela obligatoria? No desde luego –como pensábamos en el 77- para que el poder pueda ejercer un control meticuloso sobre la vida. Ésta es una representación superada de la Escuela y convertida, hoy en día, en absolutamente ideológica. La obligación de la escolaridad es beneficiosa, porque se sustenta sobre una promesa que está en la base de todo proceso formativo. Es una promesa capaz de hacer existir un goce más fuerte, más potente, más grande que el que se consigue perversamente con el consumo inmediato y la adicción compulsiva a la presencia del objeto. Este otro goce, este goce adicional, sólo puede alcanzarse a través de la senda de expresión y del deseo: es el goce de la lectura, de la escritura, de la cultura, de la acción colectiva, del trabajo, del amor, del erotismo, del encuentro, del juego.
 La promesa que la Escuela sostiene hoy, fatalmente a contracorriente, es que el deseo humano, para desplegarse, para volverse capaz de realización, necesita algo que sepa encarnar la Ley de la palabra. Porque sin esa Ley no hay deseo, sino sólo deshumanización nihilista de la vida.

 Alucinación y sublimación

 El trabajo de los profesores se ha convertido en una labor de frontera: sustituir a familias inexistentes o angustiadas, romper la tendencia al aislamiento y a la adaptación alelada y conformista de muchos jóvenes, oponerse al mundo muerto de los objetos gadget y al poder de seducción de la televisión y de las nuevas tecnologías, rehabilitar la importancia de la cultura relegada por el hiperhedonismo contemporáneo a la categoría de mero figurante en el escenario del mundo, reactivar las dimensiones vitales de la escuela y de la palabra, revivir deseos, proyectos, impulsos, visiones de una generación crecida a través de modelos identificadores apáticamente pragmáticos, desencantados, cínicos y narcisistas, alimentada por un uso excesivo de la televisión y por el régimen de conexión perpetua a la Red.
 Los profesores más concienciados nos lo dicen de todas las maneras: “¡Ya no escuchan!”, “¡Ya no hablan!”, “¡Ya no estudian!”, “¡Ya no leen!”, “¡Ya no desean!”. Los estudiantes de hoy cultivan el sueño de una autonomía con respecto al Otro frente a una crisis estructural del sistema capitalista que, en vez de favorecer un proceso de independencia, tiende a prolongar una dependencia sintomática.
 La ilusión de una “senda corta” hacia el éxito personal es la gran fascinación de hoy y genera modelos peligrosos que descuidan la disciplina paciente de la formación y alimentan la obstinada negativa a todo aplazamiento del goce. Para Freud, este modelo de satisfacción, alcanzado por una “senda corta”, se corresponde con el mecanismo psicótico de la alucinación.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2016, en traducción de Carlos Gumpert, pp. 76-82. ISBN: 978-84-339-6407-6.]

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