3.-La Ley de la Escuela
El trauma positivo de la Escuela
«En nuestro tiempo, el maestro está cada vez
más solo. Esta soledad no refleja sólo su condición de precariedad social, sino
también, como hemos visto, la ruptura de un pacto generacional con los padres.
El estudio del psicoanalista recoge con frecuencia sus cascajos: padres cada
vez más cómplices y aliados de hijos cada vez menos agradecidos y cada vez
menos exigentes, que en lugar de apoyar la labor educativa de la Escuela, ante
el primer obstáculo, prefieren allanar el camino a sus hijos, evitar el
tropiezo, por ejemplo, cambiando de colegio o de profesores; en definitiva,
protestando continuamente contra el Otro tal como lo hacen sus propios hijos.
En otros tiempos, la alianza generacional entre padres y profesores no se veía
cuestionada jamás. El riesgo era más bien justificar las tendencias
autoritarias del proceso educativo. Hoy, en cambio, esta alianza tiende a
disolverse. El obstáculo de la diferencia generacional y del fracaso escolar
sólo se vive como una frustración innecesaria que simplemente ha de ser
evitada. En este entorno difícil la pregunta que persigue al docente se
radicaliza cada vez más: ¿cómo puede seguir amando su profesión? ¿Cómo puede
resistir al marchitamiento, a la acomodación en la rutina del saber
suministrado según los estándares establecidos, a la tentación de la
desinversión o “renunciatismo”? ¿Cómo puede mantener viva la erótica que
entraña su práctica?
La Escuela en su condición de Escuela
obligatoria –fruto de una Ley sólo severa- mata fatalmente la instancia del
deseo. El propio psicoanálisis demuestra en su clínica cómo la insistencia
imperativa de la exigencia que proviene del Otro (“¡Estudia!”, “¡estudia!”)
sólo genera resistencia, rechazo, oposición, anorexia mental. Para que pueda
existir el deseo se hace necesario un espacio que separe al sujeto de la
exigencia del Otro. Cuando este espacio falta, el sujeto puede reaccionar
defendiendo su propio deseo amenazado por la invasión del Otro, como ocurre,
por ejemplo, en el caso de la anorexia. Si el Otro insiste en ofrecerme su
“papilla asfixiante” (“¡Come!”, “¡come!”), me negaré a comérmela, para que
reconozca que no soy solamente un tracto digestivo sino un sujeto del deseo.
El mismo razonamiento se aplica también a
muchos problemas del aprendizaje. ¿Cómo es posible, en efecto, obligar al
deseo? ¿No es una contradicción en sus términos? ¿Acaso no rechaza el deseo
cualquier sentido de obligación, no es quizá su más acérrimo antagonista? Ésta
es la paradoja de la Escuela –el rasgo decisivo de su función- que se sitúa
precisamente en este delicadísimo pivote: ¿Cómo
puede hacerse brotar el deseo –el deseo de saber- cuando el aprendizaje del
saber se vuelve obligatorio? ¿Cómo no convertir la obligatoriedad en un
parásito mortal del saber? ¿Cómo, en última instancia, entrelazar el deseo con
la Ley?
Considerar la obligatoriedad de la
escolarización una suerte de batallón disciplinario es un error ideológico que
pretende ahorrar a la vida el impacto inevitable con el trauma de la Ley. La
enseñanza obligatoria, que no debe confundirse con la acción disciplinaria y
represiva de la Escuela, impone en cambio un trauma beneficioso y necesario. Que
la Escuela sea obligatoria no autoriza a concebir la educación como un
enderezamiento autoritario de vides torcidas. Todos sabemos que son
precisamente las distorsiones, las anomalías, las desviaciones del surco ya
trazado de la normalidad las que manifiestan por lo general los talentos más
fructíferos de nuestra juventud.
El trauma de la Escuela impone un corte, una
fractura, una separación del sujeto respecto a la cultura y la lengua de su
familia. De hecho, de ninguna manera puede la familia agotar el horizonte del
mundo. La Escuela obligatoria marca el necesario alejamiento del sujeto de su
familia y su posible encuentro con otros mundos: es la obligación del exilio,
de la transición de la lengua madre a la lengua del alfabeto o a otras lenguas,
porque sin la traducción , como diría Benjamín, no hay supervivencia.
Hasta los estudios más actualizados sobre el
estado de la Escuela en Italia nos dicen que son más de ochenta los idiomas que
se hablan en ella. La Fundación Agnelli ha confirmado recientemente algo que los
enseñantes demócratas saben desde hace tiempo, y es que las clases que mejor
funcionan son las más heterogéneas socialmente. La Escuela lleva consigo –en su
propio ADN- un alma profundamente multicultural, puesto que ratifica la
obligación del contacto con el mundo para el ser humano, de romper con el clan
de pertenencia, o mejor, de vivir y de jugar culturalmente su propia
pertenencia en la contaminación y en el encuentro con el Otro.
En nuestro tiempo, la Escuela ha dejado de ser
una institución disciplinaria, para convertirse en una institución de
resistencia a la indisciplina del hiperhedonismo acéfalo que rige nuestra
sociedad. La pulsión parece rechazar la obligación del alejamiento introducido
por la Ley de la castración para permanecer adherida a la Cosa materna y a sus
sucedáneos incestuosos. La resistencia de la Escuela consiste hoy en sustentar
el valor traumático de la Ley de la palabra en una época en la que la única
obligación que parece existir es la del goce en sí mismo, del goce como única
forma posible de la Ley.
La soledad de la Escuela y de los profesores
está vinculada a su actuación a contracorriente respecto al rumbo incestuoso
del mandamiento social hoy dominante que pretende asegurar la conexión continua
del sujeto a una serie infinita de objetos inhumanos: alcohol, drogas,
psicofármacos, la imagen del propio cuerpo, objetos estética y tecnológicamente
de lo más variados. Para que exista deseo de saber, pero también formación,
educación, “humanización de la vida”, es necesario el vaciamiento traumático y preliminar de esta presencia adhesiva del
objeto. Para que exista deseo de saber, para que haya arrebato,
transferencia, movimiento, erotización de la vida, apertura hacia el
conocimiento, hacia la cultura, para que haya –como teoriza el psicoanálisis-
sublimación de la pulsión, debe haber vaciamiento, desprendimiento,
desconexión, negativa al goce inmediato del objeto. De hecho, la sublimación
tiene como condición de fondo el vaciado del objeto, su pérdida: la posibilidad
de la palabra se produce solamente cuando la boca no está llena de comida, cuando
se da el suficiente silencio para que sea escuchada.
En este sentido, la Escuela obligatoria es un
lugar, cada vez más decisivo hoy en día, de auténtica prevención primaria. La
Ley que impone la senda de la palabra como senda de la “humanización de la
vida”, es la Ley que sabe prometer una satisfacción distinta a la más
inmediata, pregonada y celebrada por el hiperhedonismo contemporáneo. La
Escuela es una institución que encarna un punto de resistencia ética a la
cultura perversa del “¿por qué no?”, que priva de todo sentido a la renuncia y
al aplazamiento de la satisfacción pulsional. Efectivamente, “¿por qué no?”,
¿por qué la experiencia del límite debe seguir teniendo aún sentido? ¿Por qué
debe haber obligaciones, una Escuela obligatoria? No desde luego –como
pensábamos en el 77- para que el poder pueda ejercer un control meticuloso
sobre la vida. Ésta es una representación superada de la Escuela y convertida,
hoy en día, en absolutamente ideológica. La obligación de la escolaridad es
beneficiosa, porque se sustenta sobre una promesa
que está en la base de todo proceso formativo. Es una promesa capaz de hacer
existir un goce más fuerte, más potente, más grande que el que se consigue perversamente
con el consumo inmediato y la adicción compulsiva a la presencia del objeto.
Este otro goce, este goce adicional, sólo puede alcanzarse a través de la senda
de expresión y del deseo: es el goce de la lectura, de la escritura, de la
cultura, de la acción colectiva, del trabajo, del amor, del erotismo, del
encuentro, del juego.
La promesa que la Escuela sostiene hoy,
fatalmente a contracorriente, es que el deseo humano, para desplegarse, para
volverse capaz de realización, necesita algo que sepa encarnar la Ley de la
palabra. Porque sin esa Ley no hay deseo, sino sólo deshumanización nihilista
de la vida.
Alucinación y sublimación
El trabajo de los profesores se ha convertido
en una labor de frontera: sustituir a familias inexistentes o angustiadas,
romper la tendencia al aislamiento y a la adaptación alelada y conformista de
muchos jóvenes, oponerse al mundo muerto de los objetos gadget y al poder de seducción de la televisión y de las nuevas
tecnologías, rehabilitar la importancia de la cultura relegada por el
hiperhedonismo contemporáneo a la categoría de mero figurante en el escenario
del mundo, reactivar las dimensiones vitales de la escuela y de la palabra,
revivir deseos, proyectos, impulsos, visiones de una generación crecida a
través de modelos identificadores apáticamente pragmáticos, desencantados,
cínicos y narcisistas, alimentada por un uso excesivo de la televisión y por el
régimen de conexión perpetua a la Red.
Los profesores más concienciados nos lo dicen
de todas las maneras: “¡Ya no escuchan!”, “¡Ya no hablan!”, “¡Ya no estudian!”,
“¡Ya no leen!”, “¡Ya no desean!”. Los estudiantes de hoy cultivan el sueño de
una autonomía con respecto al Otro frente a una crisis estructural del sistema
capitalista que, en vez de favorecer un proceso de independencia, tiende a
prolongar una dependencia sintomática.
La ilusión de una “senda corta” hacia el éxito
personal es la gran fascinación de hoy y genera modelos peligrosos que
descuidan la disciplina paciente de la formación y alimentan la obstinada
negativa a todo aplazamiento del goce. Para Freud, este modelo de satisfacción,
alcanzado por una “senda corta”, se corresponde con el mecanismo psicótico de
la alucinación.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2016,
en traducción de Carlos Gumpert, pp. 76-82. ISBN: 978-84-339-6407-6.]
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