miércoles, 10 de noviembre de 2021

Mi señor y mi amor.- Huda Barakat (1952)


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II


 «Me llegaba hasta el instituto a la hora de acabar las clases, pero manteniéndome a una distancia prudente del portalón de entrada. Llegaba, encendía un cigarrillo y me ponía a fumar mirando a otro lado para que no creyeran que les estaba esperando. Había otro motivo más para quedarme apartado. El bedel había advertido a los alumnos que no se me acercaran… Y a mí me tenía prohibido merodear alrededor del edificio y más aún cuando vio que fumaba. Eso porque no tenía en cuenta que encender un cigarrillo era precisamente lo que hacía la mayoría de chicos al traspasar el portalón.
 Al principio de verme por allí, los alumnos se arremolinaban a mi alrededor para celebrar que hubiera abandonado el instituto. Me felicitaban por mi valentía y se admiraban de la libertad de la que gozaba para decidir si abandonaba los estudios o no sin tener que batallar con la oposición de la familia. Que vinieran a celebrarlo era la confirmación de que había tomado la decisión acertada y de que mi opinión era la buena. “Estudiar en este país no sirve de nada”, me decían.
 También al principio seguían burlándose de los profesores que yo había conocido y al igual que cuando asistía todavía a clase con ellos, les llamaban por los motes que habían acabado sustituyendo por completo a sus verdaderos nombres. No se separaban de mí los primeros días que fui al instituto, ni dejaban de tocarme, de abrazarme, de tirárseme al cuello, de agarrarme de la camisa o de la mano para que les prestara atención armando un gran jaleo.
 Al principio, además, me preguntaban por Ayub.

 Seguí yendo todos los días, pero poco a poco iban siendo menos los que se me acercaban. Me quedaba de pie a un lado, apartado, fumando, mirándolos de reojo. Los pocos que me saludaban eran los que antes no habían sido mis amigos.
 Los de la última fila, que ahora que habían crecido formaban una pandilla. Los había que, como yo, habían abandonado los estudios en la secundaria. Otros continuaban, pero no por miedo a sus familias o porque les quedara algún resquicio de esperanza de llegar a aprender algo. Quienes seguían estudiando en el instituto realmente no asistían con regularidad a las clases. Iban porque aquél era campo abonado para dar rienda suelta a sus particulares diversiones sin importarles que todo acabara en expulsión o, al final del año escolar, se les prohibiera reinscribirse.
 Entraban en la escuela arrasándolo todo a su paso, como si cada mañana les fuera debida una victoria que afianzara su dominio. Eso lo hacían en especial los que gozaban de algún tipo de impunidad o inmunidad ante la dirección del centro. Sabían que contra ellos no se iba a adoptar ninguna medida. Esos chicos detentaban dentro de los muros del instituto un poder que les estaba todavía vetado fuera. Se tomaban el uso de la fuerza en el interior de la institución como un ejercicio. Una práctica más que provechosa para cuando llegara el momento de usarla en el exterior. El campo de prácticas estaba hecho a su medida para que a diario afirmaran su autoridad y estaban dispuestos a infringir todas las normas en todo momento. Era un reto que, concluyera como concluyera, se anotaban en la lista de victorias aun sabiendo que en verdad sus juegos sólo podían terminar en una derrota, en una expulsión que a fin de cuentas sería tomada como la coronación de su poder, de su rebeldía, de sus actos de insubordinación, de su recalcitrante negativa a instalarse. Ser expulsados representaba para ellos que sus exasperados enemigos les reconocían y se rendían a su victoria. Su salida del instituto a la vida real de la ciudad, del país, era el inicio de una nueva virilidad para ellos, era el destino para el que se habían estado preparando y ejercitando y que ellos en buena medida habían buscado.

 La iniciativa de acercarme a ellos en nuestros primeros encuentros había corrido de mi parte. Mi actitud les tenía algo desconcertados. Creían que habiendo sido yo uno de los listillos de la clase tenía que haber dejado la escuela por algún motivo de fuerza mayor o para ponerme a trabajar. Para ellos, los empollones como yo, los cobardes, los que iban de sobrados de la primera fila, no estábamos por la labor de dejar la escuela ni que nos sacaran de allí en volandas, porque nuestra miserable vida perdía todo su sentido más allá de los cuadernos y las sonrisas condescendientes de los maestros, para cuya consecución ningún sacrificio estaba de más.
 La verdad era que no me habían recibido con los brazos abiertos. Ni me habían tomado en serio ni me tenían respeto alguno y lo más seguro es que no creyeran que había dejado la escuela porque me había dado la real gana. Y había sido así. Me harté. Eso fue todo y lo que pudiera opinar mi padre no tenía para mí apenas valor.
 Más adelante me permitieron acompañarles en sus correrías lejos de la escuela y del barrio, pero sin insistir en ello, sin asomo de entusiasmo.
Resultado de imagen de huda barakat mi señor y mi amor Hubo una vez en que me pusieron delante de las narices las fotos porno que deslizaban dentro del coche de la maestra francesa, muy guapa ella, y empezaron a leerme las frasecillas que escribían encima de las imágenes. Me pidieron que yo añadiera alguna para calibrar hasta qué punto era yo distinto del que había sido cuando iba a clase.
 Superé sin dificultad ese primer examen y al cabo de poco los tenía ya asombrados por mi empuje y por mi sigilosa aproximación al jefe de la pandilla, al núcleo del poder. Y eso mientras yo seguía actuando como si la cosa no fuera conmigo. No resultaba fácil mantener la calma al tiempo que hacía tambalear la jerarquía del grupo… Y es que pronto se esfumó la satisfacción que había sentido al lograr unirme a ellos y que me aceptaran como uno más, ya que empezó a actuar el instinto de sobresalir, de destacar del resto, un deseo que tiraba de mí sin que yo pudiera controlarlo. A ellos no les temía. Lo que temía realmente era permanecer en la sombra igual y semejante a todos. Estaba todo el rato en tensión y nervioso, a punto de saltar y emplear toda mi energía para salir del círculo de los que agachan la cabeza, de los que no tienen valor, de los soldados de baja estofa y sin rango que se aturullan cuando el jefe los mira. Pero las cadenas que me ataban a la masa del pelotón eran muy sólidas y resultaba extenuante tirar siempre hacia adelante, hacia la posición de mando, teniendo al mismo tiempo que ahorrar fuerzas, mantener la calma y el equilibrio si de verdad quería cumplir mi deseo algún día.

 Solíamos reunirnos por la tarde o ya al anochecer. Pronto comprendí que no debía preguntar adónde nos dirigiríamos. Nadie en el grupo lo planteaba. Nos situábamos detrás de Rodeo o a su lado alternativamente. Nos llamábamos los unos a los otros por nuestros motes y Rodeo era el de nuestro jefe. Su mote nada tenía que ver con su nombre real, Kamil, y tampoco encerraba ninguna burla, como era el caso del de algunos de la pandilla, como el tontainas Corcho. En general los motes no significaban nada, como el de Habbak, que era el sonido que él hacía al imitar el aporreo de la batería. Bachir era el nombre real de Habbak y le gustaba el rock duro, sobre todo el grupo Metálica. Rodeo era un chico conocido porque había participado en muchas carreras con su moto trucada. Más de una vez estuvo a punto de morir. Sí, vio la muerte muy de cerca. Tras el último accidente salió del hospital con secuelas visibles en cara y cuerpo. Pero esa última carrera también la había ganado. De todos modos se retiró. Dijo que ya no le gustaba correr en moto porque no comportaba ningún riesgo real y que el circuito no era lo suficientemente largo para jugarse la vida como estaba mandado.

 Rodeo se agobiaba pronto. Ése era uno de sus puntos fuertes que tener en cuenta y a la vez una conminación a respetarlo siempre. Y como se agobiaba rápido, la distancia que mantenía en relación con cada uno de los integrantes de la pandilla se calculaba con precisión extrema y a diario. Bastaba con que alzara ligeramente el brazo señalando a quien él consideraba que se le estaba acercando demasiado para que el osado diera marcha atrás de inmediato. Y es que Rodeo no le dirigía la palabra a cualquiera ni porque sí.
 Al comienzo no había secretos entre nosotros, tal vez porque Rodeo no tenía nada importante que ocultarnos. Pero si ladeaba la cabeza hacia alguien o hacía un aparte para musitarle a uno algo en voz baja, tal gesto se interpretaba como una distinción que implicaba avanzar un puesto, aunque tal avance fuera a durar a lo sumo un par de días.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial La Otra Orilla, 2008, en traducción de Jaume Ferrer Carmona, pp. 79-86. ISBN: 978-84-92451-10-4.]

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