II
«Me llegaba hasta el instituto a la hora de
acabar las clases, pero manteniéndome a una distancia prudente del portalón de
entrada. Llegaba, encendía un cigarrillo y me ponía a fumar mirando a otro lado
para que no creyeran que les estaba esperando. Había otro motivo más para
quedarme apartado. El bedel había advertido a los alumnos que no se me
acercaran… Y a mí me tenía prohibido merodear alrededor del edificio y más aún
cuando vio que fumaba. Eso porque no tenía en cuenta que encender un cigarrillo
era precisamente lo que hacía la mayoría de chicos al traspasar el portalón.
Al principio de verme por allí, los alumnos se
arremolinaban a mi alrededor para celebrar que hubiera abandonado el instituto.
Me felicitaban por mi valentía y se admiraban de la libertad de la que gozaba
para decidir si abandonaba los estudios o no sin tener que batallar con la
oposición de la familia. Que vinieran a celebrarlo era la confirmación de que
había tomado la decisión acertada y de que mi opinión era la buena. “Estudiar
en este país no sirve de nada”, me decían.
También al principio seguían burlándose de los
profesores que yo había conocido y al igual que cuando asistía todavía a clase
con ellos, les llamaban por los motes que habían acabado sustituyendo por
completo a sus verdaderos nombres. No se separaban de mí los primeros días que
fui al instituto, ni dejaban de tocarme, de abrazarme, de tirárseme al cuello,
de agarrarme de la camisa o de la mano para que les prestara atención armando
un gran jaleo.
Al principio, además, me preguntaban por Ayub.
Seguí yendo todos los días, pero poco a poco
iban siendo menos los que se me acercaban. Me quedaba de pie a un lado,
apartado, fumando, mirándolos de reojo. Los pocos que me saludaban eran los que
antes no habían sido mis amigos.
Los de la última fila, que ahora que habían
crecido formaban una pandilla. Los había que, como yo, habían abandonado los
estudios en la secundaria. Otros continuaban, pero no por miedo a sus familias
o porque les quedara algún resquicio de esperanza de llegar a aprender algo.
Quienes seguían estudiando en el instituto realmente no asistían con
regularidad a las clases. Iban porque aquél era campo abonado para dar rienda
suelta a sus particulares diversiones sin importarles que todo acabara en
expulsión o, al final del año escolar, se les prohibiera reinscribirse.
Entraban en la escuela arrasándolo todo a su
paso, como si cada mañana les fuera debida una victoria que afianzara su
dominio. Eso lo hacían en especial los que gozaban de algún tipo de impunidad o
inmunidad ante la dirección del centro. Sabían que contra ellos no se iba a
adoptar ninguna medida. Esos chicos detentaban dentro de los muros del
instituto un poder que les estaba todavía vetado fuera. Se tomaban el uso de la
fuerza en el interior de la institución como un ejercicio. Una práctica más que
provechosa para cuando llegara el momento de usarla en el exterior. El campo de
prácticas estaba hecho a su medida para que a diario afirmaran su autoridad y estaban
dispuestos a infringir todas las normas en todo momento. Era un reto que,
concluyera como concluyera, se anotaban en la lista de victorias aun sabiendo
que en verdad sus juegos sólo podían terminar en una derrota, en una expulsión
que a fin de cuentas sería tomada como la coronación de su poder, de su
rebeldía, de sus actos de insubordinación, de su recalcitrante negativa a
instalarse. Ser expulsados representaba para ellos que sus exasperados enemigos
les reconocían y se rendían a su victoria. Su salida del instituto a la vida
real de la ciudad, del país, era el inicio de una nueva virilidad para ellos,
era el destino para el que se habían estado preparando y ejercitando y que
ellos en buena medida habían buscado.
La iniciativa de acercarme a ellos en nuestros
primeros encuentros había corrido de mi parte. Mi actitud les tenía algo
desconcertados. Creían que habiendo sido yo uno de los listillos de la clase
tenía que haber dejado la escuela por algún motivo de fuerza mayor o para
ponerme a trabajar. Para ellos, los empollones como yo, los cobardes, los que
iban de sobrados de la primera fila, no estábamos por la labor de dejar la
escuela ni que nos sacaran de allí en volandas, porque nuestra miserable vida
perdía todo su sentido más allá de los cuadernos y las sonrisas
condescendientes de los maestros, para cuya consecución ningún sacrificio
estaba de más.
La verdad era que no me habían recibido con
los brazos abiertos. Ni me habían tomado en serio ni me tenían respeto alguno y
lo más seguro es que no creyeran que había dejado la escuela porque me había
dado la real gana. Y había sido así. Me harté. Eso fue todo y lo que pudiera
opinar mi padre no tenía para mí apenas valor.
Más adelante me permitieron acompañarles en
sus correrías lejos de la escuela y del barrio, pero sin insistir en ello, sin
asomo de entusiasmo.
Hubo una vez en que me pusieron delante de las
narices las fotos porno que deslizaban dentro del coche de la maestra francesa,
muy guapa ella, y empezaron a leerme las frasecillas que escribían encima de
las imágenes. Me pidieron que yo añadiera alguna para calibrar hasta qué punto
era yo distinto del que había sido cuando iba a clase.
Superé sin dificultad ese primer examen y al
cabo de poco los tenía ya asombrados por mi empuje y por mi sigilosa
aproximación al jefe de la pandilla, al núcleo del poder. Y eso mientras yo
seguía actuando como si la cosa no fuera conmigo. No resultaba fácil mantener
la calma al tiempo que hacía tambalear la jerarquía del grupo… Y es que pronto
se esfumó la satisfacción que había sentido al lograr unirme a ellos y que me
aceptaran como uno más, ya que empezó a actuar el instinto de sobresalir, de
destacar del resto, un deseo que tiraba de mí sin que yo pudiera controlarlo. A
ellos no les temía. Lo que temía realmente era permanecer en la sombra igual y
semejante a todos. Estaba todo el rato en tensión y nervioso, a punto de saltar
y emplear toda mi energía para salir del círculo de los que agachan la cabeza,
de los que no tienen valor, de los soldados de baja estofa y sin rango que se
aturullan cuando el jefe los mira. Pero las cadenas que me ataban a la masa del
pelotón eran muy sólidas y resultaba extenuante tirar siempre hacia adelante,
hacia la posición de mando, teniendo al mismo tiempo que ahorrar fuerzas,
mantener la calma y el equilibrio si de verdad quería cumplir mi deseo algún
día.
Solíamos reunirnos por la tarde o ya al
anochecer. Pronto comprendí que no debía preguntar adónde nos dirigiríamos.
Nadie en el grupo lo planteaba. Nos situábamos detrás de Rodeo o a su lado
alternativamente. Nos llamábamos los unos a los otros por nuestros motes y
Rodeo era el de nuestro jefe. Su mote nada tenía que ver con su nombre real,
Kamil, y tampoco encerraba ninguna burla, como era el caso del de algunos de la
pandilla, como el tontainas Corcho. En general los motes no significaban nada,
como el de Habbak, que era el sonido que él hacía al imitar el aporreo de la
batería. Bachir era el nombre real de Habbak y le gustaba el rock duro, sobre
todo el grupo Metálica. Rodeo era un chico conocido porque había participado en
muchas carreras con su moto trucada. Más de una vez estuvo a punto de morir.
Sí, vio la muerte muy de cerca. Tras el último accidente salió del hospital con
secuelas visibles en cara y cuerpo. Pero esa última carrera también la había
ganado. De todos modos se retiró. Dijo que ya no le gustaba correr en moto
porque no comportaba ningún riesgo real y que el circuito no era lo
suficientemente largo para jugarse la vida como estaba mandado.
Rodeo se agobiaba pronto. Ése era uno de sus
puntos fuertes que tener en cuenta y a la vez una conminación a respetarlo
siempre. Y como se agobiaba rápido, la distancia que mantenía en relación con
cada uno de los integrantes de la pandilla se calculaba con precisión extrema y
a diario. Bastaba con que alzara ligeramente el brazo señalando a quien él
consideraba que se le estaba acercando demasiado para que el osado diera marcha
atrás de inmediato. Y es que Rodeo no le dirigía la palabra a cualquiera ni
porque sí.
Al comienzo no había secretos entre nosotros,
tal vez porque Rodeo no tenía nada importante que ocultarnos. Pero si ladeaba
la cabeza hacia alguien o hacía un aparte para musitarle a uno algo en voz
baja, tal gesto se interpretaba como una distinción que implicaba avanzar un
puesto, aunque tal avance fuera a durar a lo sumo un par de días.»
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