III.-La Revolución Francesa y la Iglesia
18.-Derechos del hombre / 1
«Mirando la televisión francesa (se ve bien en
Milán), voy a parar al mismo debate de siempre sobre los “derechos humanos”.
Participa también un sacerdote, un teólogo. En
realidad, escuchándolo, parece uno de esos intelectuales transalpinos más
preocupados por su imagen de personas inteligentes y al día, que solidarios (o
por lo menos coherentes) con su Iglesia. Uno de esos que corren el riesgo de
hacer de la “ciencia de Dios” –la que Tomás de Aquino practicaba metiendo, para
inspirarse, su gran cabeza en un tabernáculo- una ideología a plasmar según los
gustos de la época, como si tuviesen ante todo un fin: obtener la aprobación
(“¡Bravo!”, “¡Bien!”) de aquel Constantino de hoy que es el tirano mediático,
sin la cual le niegan a uno el sitio en las mesas redondas.
El guión es el de siempre: el clérigo
exhibiéndose en excusas contritas por una Iglesia tan grosera y miope que no
celebró desde el primer momento y sin reservas los “inmortales principios”
proclamados por la Revolución Francesa en 1789 y luego confirmados en la
“Declaración universal” aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Igual que un
Pedrito arrepentido, el reverendo jura que esto no sucederá más: ahora los
católicos se han hecho “adultos” y han comprendido cuán equivocados estaban
ellos y cuánta razón tenían los demás. Los “demócratas” pueden estar
tranquilos: a su lado tendrán curas como éste, conscientes de que el Evangelio
no es más que “la primera, la más solemne declaración de derechos humanos”.
Dice exactamente eso.
He vivido un tiempo suficiente para no dejarme
impresionar demasiado. Tenía yo la edad de la razón, ya desde hacía mucho
tiempo, cuando el marxismo parecía triunfador y se creía que el nacimiento del
hombre nuevo y de la historia nueva había que fijarlos deferentemente en 1917,
en San Petersburgo. En aquellos tiempos no se organizaban mesas redondas sobre
la “libertad” burguesa nacida de la Revolución francesa (o, si se prefiere, de
la americana), sino sobre la “justicia” proletaria. Recuerdo muy bien a
teólogos como el de esta noche –y los intelectuales junto a él- ironizando
sobre los “derechos puramente formales”, la “libertad ilusoria”, aquel “vender humos
en beneficio de la clase burguesa” que fue, en palabras de Marx, la declaración
de 1789. ¡Cuántos católicos “modernos” teorizaban, ante la complacencia de los
medios de comunicación, que la Iglesia traicionaría la humanidad y la cita
decisiva con la historia si no se transformaba en una especie de “Sección
católica de la Internacional Comunista”! ¡Cada parroquia, cada diócesis tenía
que convertirse en un soviet!
Pero el viento cambia, y los intelectuales con
él, incluso los eclesiásticos. He aquí entonces los mismos nombres, las mismas
caras, con los mismos tonos perentorios, reclamando una reorganización de la
Iglesia como “Sección católica de la Internacional liberalmasónica”. En efecto
(documentos en la mano), antes de ser proclamada por la Asamblea Nacional
francesa, la “Declaración de los derechos del hombre” fue elaborada en las
logias y en las “sociedades del pensar”, donde –entre delantales, paletas y
triángulos- se reunía la burguesía europea “ilustrada”.
Mientras que hasta hace muy poco se consideraba
la Biblia entera como el manifiesto de la justicia social y el “manual del
proletario” (hasta hubo estudiosos especializados en “nuevas lecturas del
Evangelio desde el enfoque del materialismo dialéctico”), ahora esa misma
Biblia no sería otra cosa que el manual del liberal,
el motivo de inspiración para los que creen en la sociedad democrática de tipo
norteuropeo.
El modelo al que la Iglesia debería adecuarse
ya no es el soviet, sino el Parlamento elegido por sufragio universal. Antes,
según la opinión de algunos eclesiásticos, toda la obra de Marx-Engels tenía
que ser la base de una nueva religión universal al servicio de la justicia.
Ahora –en opinión de sus seguidores- la nueva religión capaz de unir a los
hombres es únicamente la de los derechos humanos, del lema liberté, égalité, fraternité. Por lo tanto, profetas del Verbo ya
no son los bolcheviques, sino esos jacobinos y girondinos hacia quienes el
marxismo dirigió, durante más de un siglo, duras injurias, tratándolos como a
las moscas en el carro de la burguesía.
Ventajas de la edad: como ya he conocido las
intransigencias “proletarias”, no me dejo conmover por los actuales entusiasmos
“liberales”. Los oí cuando arremetían contra los iniciadores –franceses o
americanos- de la “democracia formal” del 1700. ¿Cómo podría impresionarme su
enamoramiento actual por los réprobos de ayer, su renegar de 1917 para “volver
a descubrir” el 1789?
No soy (desgraciadamente) cartujo, pero aquí,
en mi despacho, tengo el emblema de aquella orden gloriosa, que en mil años
nunca quiso revisar sus reglas (Cartusa
numquam reformata, quia numquam deformata, por decirlo a su manera,
humildemente orgullosa: la Cartuja nunca reformada, ya que nunca fue
deformada). Debajo del emblema, el famoso lema: Stat crux, dum volvitur orbis, la cruz permanece firme, mientras el
mundo da vueltas. No todos, ciertamente, están llamados a esta apacible
imperturbabilidad, vocación de un élite que ha recibido “la buena parte que no
le será quitada” (Lc. 10, 42). Pero incumbe sobre todos los cristianos el deber
de ser conscientes de que “el mundo da vueltas”; que la indulgente ironía de
quienes saben que los tiempos cambian mientras el Evangelio permanece igual
debe combinarse –en difícil síntesis- con la atención por la actualidad.
Y como hoy forman parte de la actualidad
aquellos “derechos del hombre” que los masones del siglo XVIII y los
funcionarios de la ONU del siglo XX quisieron proclamar, habrá que interrogarse
sobre el tema. ¿Por qué la Iglesia desconfió de ellos durante tanto tiempo?
¿Por qué la primera encíclica que parece aceptarlos –la Pacem in terris de 1963- se preocupa de advertir: “En algún punto
estos derechos han provocado objeciones y han sido objeto de reservas
justificadas”?
Intentaremos esbozar una respuesta en los
párrafos que siguen.
19.-
Derechos del hombre / 2
Vamos a tratar entonces de esclarecer el tema,
tan inflado desde hace algún tiempo, de los “derechos del hombre”, tal como se
entienden en la Declaración de 1789 y en la de las Naciones Unidas de 1948.
En su significado actual, la palabra
“derecho”, que no existe en el latín clásico (el ius es otra cosa), es bastante reciente. Algunos afirman que su
origen no se remonta más allá de los siglos XVI-XVII.
La perspectiva anterior, basada en una visión
religiosa, prefería hablar de “deberes”. En efecto, toda la tradición
judeo-cristiana también se basa en una “Declaración”, pero que concierne a “los
deberes del hombre”: es el Decálogo,
la ley que Dios entregó a Moisés.
El mismo Jesús no habla de “derechos”: al
contrario, protagonista positivo de sus parábolas es el servidor, que obedece
fielmente a su amo sin discusiones. Y uno de sus mayores elogios lo recibe el
centurión de Cafarnaum, que expone una visión de la vida y del mundo basada
totalmente en la obediencia -por lo tanto, en los “deberes”- y no en las
reivindicaciones –los “derechos”-: “Porque también yo, que soy un subordinado,
tengo soldados a mis órdenes y digo a éste: ‘Ve’, y él va; a aquél: ‘Ven’ y
viene; y a mi criado: ‘Haz esto’, y lo hace”. “Jesús se admiró al oírlo…” (Mt.
8, 9-10).
Inútil recordar las palabras de Pablo a los
romanos: “Todos han de someterse a las potestades superiores; porque no hay
potestad que no esté bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios. Por
donde el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que
resisten se hacen reos de juicio” (Rom. 13, 1-2). Según Pablo, de manera
coherente con toda la estructura bíblica, la mujer tiene obligaciones con el
hombre, el esclavo con su amo, el creyente con los responsables de la Iglesia,
los jóvenes con los ancianos; y todos las tienen el uno con el otro y con Dios.
“Yo, por mi parte, no me he aprovechado de
nada de eso; ni escribo esto para que se haga así conmigo; porque mejor me
fuera morir antes que nadie me prive de esta mi gloria”. Esto dice el apóstol
en la Primera Carta a los Corintios (1 Cor. 9, 15): por lo tanto, si alguien
puede legítimamente reconocerse a sí mismo algún “derecho”, renunciar a éste
será una “gloria”. En 1910, volviendo a afirmar la doctrina católica, san Pío X
escribía en una carta a los obispos de Francia: “Predicadles ardidamente sus
obligaciones tanto a los potentes como a los débiles. La cuestión social estará
más cerca de su solución cuando los unos y los otros, menos exigentes en sus
derechos respectivos, cumplan sus deberes con mayor precisión”.
En esta misma perspectiva , como cristiano, se
encontraba Aleksandr Solzhenitsin cuando –en el discurso que pronunció en
Harvard en 1978, que convertiría en desconfianza la simpatía que hasta entonces
le había otorgado la intelligentsia
occidental- pedía a todo el mundo que “renunciara a lo que nos corresponde de
derecho” y aconsejaba “la autolimitación libremente aceptada”. Y seguía así:
“Ha llegado el momento, para Occidente, de afirmar los deberes de los pueblos
más que sus derechos”. Y aún más: “No veo ninguna salvación para la humanidad
fuera de la autorrestricción de los derechos de cada individuo y de cada
pueblo”. Fuerte de toda la tradición cristiana, Solzhenitsin pedía a “un mundo
que sólo piensa en sus derechos” que “volviera a descubrir el espíritu de
sacrificio y el honor de servir”.
En efecto, todos los autores espirituales nos
dicen que el non serviam!, ¡no
serviré! (y, por lo tanto, “no reconozco obligaciones, sólo reivindico mis
derechos”) es el grito de rebelión de Satanás contra Dios.
Tan profunda era la conciencia de ello entre
los creyentes, que el abbé Grégoire,
que sin embargo fue fiel a la Revolución desde el principio y votó la
“Declaración de derechos” en la Asamblea Nacional, pidió –pero en balde- que se
elaborara una “declaración de deberes” paralela. De espíritu religioso, incluso
en su lucha contra la Iglesia, el mismo Giuseppe Mazzini tituló su “catequismo”
Los deberes del hombre: para él
tampoco podía existir libertad, ni organización social firme y duradera, sin
pasar antes por el cumplimiento del deber, del que derivaban (pero en un
segundo momento) los derechos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2006, en
traducción de Stefania Maria Ciminelli, Celia Filipetto y Juana María Furió,
pp. 85-91. ISBN: 84-08-01778-0.]
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