«Al fundar esas colonias, los
jesuitas siguieron el principio de que la suya era una corporación distinta de
los poderes civiles o eclesiásticos de la comunidad. Desde luego, eran fieles
al Papa, su padre espiritual, y al rey, que gobernaba por derecho divino. Pero
en la práctica sus instituciones eran independientes de toda autoridad externa,
posición paradójica que sólo podía mantenerse en las regiones remotas donde
habían fundido sus colonias.
La disciplina de la Compañía de Jesús era
inquebrantable. La gobernaba un superior que vivía en Candelaria, punto central
desde donde podía visitar fácilmente los demás establecimientos. El superior
tenía dos lugartenientes, uno de ellos vivía en los barrancos del río Paraná;
el otro en Uruguay. Además de esos funcionarios, que dirigían los asuntos más
importantes de la comunidad, cada ciudad o colonia tenía su cura, asistido por
uno o más sacerdotes, según la importancia y el número de la población. Un cura
tenía a su cargo el bienestar espiritual de la comunidad, oficiaba en el altar
y enseñaba rudimentos de lectura y escritura. Otro cura se ocupaba de los
asuntos temporales, vigilando el desarrollo de la agricultura y la enseñanza de
los oficios.
Los nativos aprendían el arte de gobernarse a
sí mismos. Tenían su alcalde, jueces y regidores que presidían tribunales y
concilios. Pero desde luego un pueblo tan inocente de las tradiciones políticas
dependería en gran parte del consejo de los curas, en quienes depositaban su
autoridad. Los jesuitas insistían sobre todo en el principio de la igualdad
absoluta en cuanto a la posición social, las horas de trabajo y aun la
vestimenta. Los escogidos para desempeñar un cargo debían ofrecer un buen
ejemplo a quienes no tenían ese honor y, salvo la admiración de sus amigos, no
parecían recibir ninguna remuneración.
En el ámbito económico, las misiones seguían
el principio de la comunidad de bienes. El ganado y los caballos eran propiedad
común del pueblo; toda la producción agrícola se repartía equitativamente o se
almacenaba para el uso público. Las ganancias obtenidas mediante cualquier
venta ingresaban en el “fondo de la comunidad” y se utilizaban para la
construcción y decoración de las iglesias y para servicios públicos tales como
un hospital y una escuela.
No hay duda de que dentro de esa comunidad
igualitaria los sacerdotes detentaban un poder autocrático. Insistían en que
los indígenas asistieran regularmente a la misa y mantenían la disciplina moral
más estricta. Y hasta cuidaban de corregir la apatía conyugal. A determinadas
horas, durante la noche, hacían batir tambores en las aldeas. Porque los
indígenas, poco sensuales por naturaleza, después de una jornada de labor en
los campos preferían las delicias del sueño a cualquier otro placer y era
preciso despertar de esa manera su sentido de los deberes conyugales.
Es indudable que en el curso de dos siglos los
jesuitas acumularon en Sudamérica una considerable riqueza en tierras, ganado y
utensilios de plata y oro. La consecuencia de tal riqueza fue que adquirieron
un poder demasiado extenso y evidente para no suscitar el encono de las
autoridades civiles y eclesiásticas que, dirigidas desde Europa, consideraban
las colonias como legítimas fuentes de pillaje. La historia de la expulsión de
los jesuitas es archisabida. Las consecuencias para los nativos fueron
desastrosas. Una vez más se convirtieron en víctimas de la expoliación, el
robo, la administración pervertida; sus posesiones decayeron rápidamente y poco
a poco se hundieron en un estado de pobreza e indiferencia. Durante muchos años
padecieron a los sacerdotes y frailes enviados en reemplazo de los hermanos
jesuitas; además eran absolutamente incapaces de entender el sistema de
autoridad dual a que habían sido sometidos, ya habituados a la autoridad única
de la Compañía, que por intermedio de sus hermanos dirigía tanto los asuntos
espirituales como los temporales. Con el cambio de sistema se les exigió que
aceptaran por un lado la autoridad de un sacerdote y por el otro la de un
seglar; y puesto que esos individuos representaban un permanente conflicto de
intereses, los indígenas vivían en permanente confusión. Los sacerdotes, por
ejemplo, podían ordenarles que asistieran a la misa a una hora determinada que
el administrador civil encontraba inoportuna. Ninguna de las autoridades
cejaba, con el resultado de que los pobres nativos eran castigados hiciesen lo
que hiciesen.
Reducidos a la miseria o a la esclavitud por
la explotación económica, profundamente desmoralizados por gobiernos débiles,
desintegrándose por tendencia natural, las primitivas colonias o misiones
fundadas por los jesuitas desaparecieron gradualmente. El país todo habría
retrocedido acaso a cierta forma de barbarismo de no mediar el auge de los
criollos. Despreciados por sus allegados de sangre, los españoles, ese
antagonismo fue poco a poco haciéndoles conscientes de su condición racial y
hasta llegaron a aspirar al mando de la tierra en que habían nacido. Se
convirtieron así en los campeones de la libertad y la independencia, en
oposición al dominio español. En Roncador pude comprobar que sin su ayuda la
formación de repúblicas independientes nunca habría sido posible.
Durante mi estudio del manuscrito del pai Lorenzo adquirí varias convicciones
que no me abandonaron mientras permanecí en Roncador. Es posible que el cuadro
de las colonias jesuitas pintado por el desconocido historiador fuera demasiado
benévolo. Es posible, asimismo, que yo leyera en sus descarnadas descripciones
una concepción de la sociedad que estaba ya latente en mi mente. No muchos años
antes había leído La República de Platón con extraordinario entusiasmo; de
manera inconsciente, podía haber imaginado las misiones jesuitas como una
realización de los ideales que entonces había abrazado. Pero sólo la coincidencia
de la teoría con la historia y la posibilidad de acción en esas precisas
circunstancias pudieron impulsar el espíritu de resolución que desde ese
momento nació en mí.
Comprendí claramente que un gobierno estable
sólo era posible en determinadas condiciones que empecé a formularme a mí mismo
con frases precisas. La autoridad debe
ser una. Por una no entendía
residente en un solo individuo; es cierto que los jesuitas apelaban en última
instancia a la autoridad personal del superior de su Compañía, pero el gobierno
de cada colonia estaba confiado a dos curas, uno para los asuntos espirituales
y otro para los temporales. Pero el mismo propósito moral animaba a ambos curas
y ésa era la unidad verdadera y suficiente.
El Estado debe bastarse a sí mismo. Este principio se deduce del anterior,
ya que la autoridad de un Estado disminuye en la medida en que depende de otro
exterior. En tal caso su poderío se diluirá en exportaciones y letras de cambio
y otra autoridad competidora se instalará a su lado, tanto más peligrosa por
invisible e impalpable. El Estado debe
armarse contra la invasión. Otro principio deducido de los anteriores, ya
que todo Estado inerme provocará la codicia de vecinos ambiciosos. El Estado debe ser incorruptible o, por
así decirlo, poderoso contra la sedición. Únicamente, la injusticia provoca la
sedición, pero la injusticia no sólo implica una mala administración de las
leyes establecidas para el bienestar común, sino además la existencia de
irrecusables injusticias, entre las cuales la principal es la desigualdad de la
riqueza.
Cuanto más estudié su historia, más firme fue
mi convicción de que los jesuitas habían fracasado por una única razón: habían
provocado la envidia de gobernantes y saqueadores, ante todo mediante la
acumulación de bienes y en segundo término por su incapacidad de defenderse
contra la invasión.
No encontré dificultad para hacer que la Junta
aprobara ciertas medidas cuyo objeto era poner en práctica esos principios de
gobierno. Fijé mi propio salario y la paga de todos los empleados y oficiales
en cifras bajas pero proporcionadas, suficientes para sostener un hogar
decente, aunque no para dejar un margen de ahorros. El ejército profesional
quedaba disuelto, salvo una plana de oficiales; pero cada familia debía aportar
un varón apto para el servicio que permanecería bajo bandera hasta que lo
reemplazase un relevo. Para asegurar la homogeneidad del Estado, quedaba
prohibida la unión entre españoles, con lo cual se aseguraba automáticamente la
asimilación de elementos foráneos. Ningún
extranjero podía ingresar al país sin permiso; sólo podía establecerse en él
casándose con una mujer nativa. Todas las desigualdades sociales desaparecían,
ya que cada ser humano tiene los mismos derechos ante la ley. El Estado asumía
el dominio de toda la tierra: los hacendados o estancieros debían explotar sus
propiedades en beneficio común, so pena de expropiación. La única diferencia
que subsistía era la división del trabajo: un hombre puede dirigir una
estancia, así como la autoridad del Estado. Pero así como son diversas las
aptitudes de los hombres, diversas han de ser sus funciones, aunque no sus
ventajas.
Las leyes que aseguraban esos principios
fueron promulgadas durante el primer año de nuestro gobierno, pero tomar todas
las medidas necesarias fue, desde luego, labor de varios años. Hubo que
deportar a algunos elementos rebeldes, todos españoles. Algunos comerciantes se
declararon en quiebra: se les ofrecieron tierras o la alternativa de abandonar
el país. Algunos estancieros se mostraron reacios ante la requisición de parte
de sus ingresos, pero también para ellos la única alternativa fue emigrar. En
general, las dificultades no eran las que se habrían suscitado en una cultura
más avanzada. Aunque la esclavitud no era desconocida en Roncador, aunque los
campesinos de condición más baja eran ignorantes y míseros, no existían
diferencias sociales. Aparte los españoles, era la nuestra una sociedad sin
clases y el único problema radicaba en encontrar los medios para igualar los
bienes de todos los miembros de dicha sociedad.
En suma, nuestro método (aplicado
gradualmente) consistía en destinar parte de la producción para el trabajador
individual y parte para el Estado. Esa parte asignada al Estado la fijaba el
estanciero, que reunía su producción y tomaba de ella lo necesario para sí
mismo. En cada ciudad y distrito había almacenes donde se recogía el excedente
para el Estado, y allí se intercambiaba con la producción de los oficios. Así,
un zapatero podía cambiar en la ciudad un par de zapatos por determinada
cantidad de té, tabaco, carne o trigo, según tarifas fijas. El excedente de
este tráfico local, reunido en la capital, se intercambiaba a través de
comerciantes con importaciones de manufactura extranjera. Tales importaciones
eran de diversa índole: para la distribución (sal y artículos de adorno) y para
el uso directo del Estado (equipos para el ejército). El exceso de
exportaciones sobre las importaciones podía acumularse como una reserva de
crédito por cuenta de los importadores extranjeros; en ninguna circunstancia
quedaba autorizado el exceso de importaciones.
Tal era nuestra sencilla economía y no peco de
cándido si imagino que civilizaciones más complejas deberían imitar sus líneas
generales. Lo que no puede dudarse es su adecuación al Estado de Roncador. Al
cabo de tres años de gobierno había en el país una atmósfera general de paz y
contento. Hombres y mujeres vivían en relación de mutua confianza, cultivando
la tierra y disfrutando con felicidad de la abundancia de sus frutos.
De todo ello resultó algo imprevisto.»
[El texto pertenece a la edición en español de Duomo Ediciones, 2010, en
traducción de Enrique Pezzoni, pp. 83-87. ISBN: 978-84-92723072.]
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