miércoles, 24 de noviembre de 2021

La niña verde.- Herbert Read (1893-1968)


Resultado de imagen de herbert read «Al fundar esas colonias, los jesuitas siguieron el principio de que la suya era una corporación distinta de los poderes civiles o eclesiásticos de la comunidad. Desde luego, eran fieles al Papa, su padre espiritual, y al rey, que gobernaba por derecho divino. Pero en la práctica sus instituciones eran independientes de toda autoridad externa, posición paradójica que sólo podía mantenerse en las regiones remotas donde habían fundido sus colonias.
 La disciplina de la Compañía de Jesús era inquebrantable. La gobernaba un superior que vivía en Candelaria, punto central desde donde podía visitar fácilmente los demás establecimientos. El superior tenía dos lugartenientes, uno de ellos vivía en los barrancos del río Paraná; el otro en Uruguay. Además de esos funcionarios, que dirigían los asuntos más importantes de la comunidad, cada ciudad o colonia tenía su cura, asistido por uno o más sacerdotes, según la importancia y el número de la población. Un cura tenía a su cargo el bienestar espiritual de la comunidad, oficiaba en el altar y enseñaba rudimentos de lectura y escritura. Otro cura se ocupaba de los asuntos temporales, vigilando el desarrollo de la agricultura y la enseñanza de los oficios.
 Los nativos aprendían el arte de gobernarse a sí mismos. Tenían su alcalde, jueces y regidores que presidían tribunales y concilios. Pero desde luego un pueblo tan inocente de las tradiciones políticas dependería en gran parte del consejo de los curas, en quienes depositaban su autoridad. Los jesuitas insistían sobre todo en el principio de la igualdad absoluta en cuanto a la posición social, las horas de trabajo y aun la vestimenta. Los escogidos para desempeñar un cargo debían ofrecer un buen ejemplo a quienes no tenían ese honor y, salvo la admiración de sus amigos, no parecían recibir ninguna remuneración.
 En el ámbito económico, las misiones seguían el principio de la comunidad de bienes. El ganado y los caballos eran propiedad común del pueblo; toda la producción agrícola se repartía equitativamente o se almacenaba para el uso público. Las ganancias obtenidas mediante cualquier venta ingresaban en el “fondo de la comunidad” y se utilizaban para la construcción y decoración de las iglesias y para servicios públicos tales como un hospital y una escuela.
 No hay duda de que dentro de esa comunidad igualitaria los sacerdotes detentaban un poder autocrático. Insistían en que los indígenas asistieran regularmente a la misa y mantenían la disciplina moral más estricta. Y hasta cuidaban de corregir la apatía conyugal. A determinadas horas, durante la noche, hacían batir tambores en las aldeas. Porque los indígenas, poco sensuales por naturaleza, después de una jornada de labor en los campos preferían las delicias del sueño a cualquier otro placer y era preciso despertar de esa manera su sentido de los deberes conyugales.
 Es indudable que en el curso de dos siglos los jesuitas acumularon en Sudamérica una considerable riqueza en tierras, ganado y utensilios de plata y oro. La consecuencia de tal riqueza fue que adquirieron un poder demasiado extenso y evidente para no suscitar el encono de las autoridades civiles y eclesiásticas que, dirigidas desde Europa, consideraban las colonias como legítimas fuentes de pillaje. La historia de la expulsión de los jesuitas es archisabida. Las consecuencias para los nativos fueron desastrosas. Una vez más se convirtieron en víctimas de la expoliación, el robo, la administración pervertida; sus posesiones decayeron rápidamente y poco a poco se hundieron en un estado de pobreza e indiferencia. Durante muchos años padecieron a los sacerdotes y frailes enviados en reemplazo de los hermanos jesuitas; además eran absolutamente incapaces de entender el sistema de autoridad dual a que habían sido sometidos, ya habituados a la autoridad única de la Compañía, que por intermedio de sus hermanos dirigía tanto los asuntos espirituales como los temporales. Con el cambio de sistema se les exigió que aceptaran por un lado la autoridad de un sacerdote y por el otro la de un seglar; y puesto que esos individuos representaban un permanente conflicto de intereses, los indígenas vivían en permanente confusión. Los sacerdotes, por ejemplo, podían ordenarles que asistieran a la misa a una hora determinada que el administrador civil encontraba inoportuna. Ninguna de las autoridades cejaba, con el resultado de que los pobres nativos eran castigados hiciesen lo que hiciesen.
 Reducidos a la miseria o a la esclavitud por la explotación económica, profundamente desmoralizados por gobiernos débiles, desintegrándose por tendencia natural, las primitivas colonias o misiones fundadas por los jesuitas desaparecieron gradualmente. El país todo habría retrocedido acaso a cierta forma de barbarismo de no mediar el auge de los criollos. Despreciados por sus allegados de sangre, los españoles, ese antagonismo fue poco a poco haciéndoles conscientes de su condición racial y hasta llegaron a aspirar al mando de la tierra en que habían nacido. Se convirtieron así en los campeones de la libertad y la independencia, en oposición al dominio español. En Roncador pude comprobar que sin su ayuda la formación de repúblicas independientes nunca habría sido posible.
 Durante mi estudio del manuscrito del pai Lorenzo adquirí varias convicciones que no me abandonaron mientras permanecí en Roncador. Es posible que el cuadro de las colonias jesuitas pintado por el desconocido historiador fuera demasiado benévolo. Es posible, asimismo, que yo leyera en sus descarnadas descripciones una concepción de la sociedad que estaba ya latente en mi mente. No muchos años antes había leído La República de Platón con extraordinario entusiasmo; de manera inconsciente, podía haber imaginado las misiones jesuitas como una realización de los ideales que entonces había abrazado. Pero sólo la coincidencia de la teoría con la historia y la posibilidad de acción en esas precisas circunstancias pudieron impulsar el espíritu de resolución que desde ese momento nació en mí.
Resultado de imagen de herbert read la niña verde Comprendí claramente que un gobierno estable sólo era posible en determinadas condiciones que empecé a formularme a mí mismo con frases precisas. La autoridad debe ser una. Por una no entendía residente en un solo individuo; es cierto que los jesuitas apelaban en última instancia a la autoridad personal del superior de su Compañía, pero el gobierno de cada colonia estaba confiado a dos curas, uno para los asuntos espirituales y otro para los temporales. Pero el mismo propósito moral animaba a ambos curas y ésa era la unidad verdadera y suficiente. El Estado debe bastarse a sí mismo. Este principio se deduce del anterior, ya que la autoridad de un Estado disminuye en la medida en que depende de otro exterior. En tal caso su poderío se diluirá en exportaciones y letras de cambio y otra autoridad competidora se instalará a su lado, tanto más peligrosa por invisible e impalpable. El Estado debe armarse contra la invasión. Otro principio deducido de los anteriores, ya que todo Estado inerme provocará la codicia de vecinos ambiciosos. El Estado debe ser incorruptible o, por así decirlo, poderoso contra la sedición. Únicamente, la injusticia provoca la sedición, pero la injusticia no sólo implica una mala administración de las leyes establecidas para el bienestar común, sino además la existencia de irrecusables injusticias, entre las cuales la principal es la desigualdad de la riqueza.
 Cuanto más estudié su historia, más firme fue mi convicción de que los jesuitas habían fracasado por una única razón: habían provocado la envidia de gobernantes y saqueadores, ante todo mediante la acumulación de bienes y en segundo término por su incapacidad de defenderse contra la invasión.
 No encontré dificultad para hacer que la Junta aprobara ciertas medidas cuyo objeto era poner en práctica esos principios de gobierno. Fijé mi propio salario y la paga de todos los empleados y oficiales en cifras bajas pero proporcionadas, suficientes para sostener un hogar decente, aunque no para dejar un margen de ahorros. El ejército profesional quedaba disuelto, salvo una plana de oficiales; pero cada familia debía aportar un varón apto para el servicio que permanecería bajo bandera hasta que lo reemplazase un relevo. Para asegurar la homogeneidad del Estado, quedaba prohibida la unión entre españoles, con lo cual se aseguraba automáticamente la asimilación  de elementos foráneos. Ningún extranjero podía ingresar al país sin permiso; sólo podía establecerse en él casándose con una mujer nativa. Todas las desigualdades sociales desaparecían, ya que cada ser humano tiene los mismos derechos ante la ley. El Estado asumía el dominio de toda la tierra: los hacendados o estancieros debían explotar sus propiedades en beneficio común, so pena de expropiación. La única diferencia que subsistía era la división del trabajo: un hombre puede dirigir una estancia, así como la autoridad del Estado. Pero así como son diversas las aptitudes de los hombres, diversas han de ser sus funciones, aunque no sus ventajas.
 Las leyes que aseguraban esos principios fueron promulgadas durante el primer año de nuestro gobierno, pero tomar todas las medidas necesarias fue, desde luego, labor de varios años. Hubo que deportar a algunos elementos rebeldes, todos españoles. Algunos comerciantes se declararon en quiebra: se les ofrecieron tierras o la alternativa de abandonar el país. Algunos estancieros se mostraron reacios ante la requisición de parte de sus ingresos, pero también para ellos la única alternativa fue emigrar. En general, las dificultades no eran las que se habrían suscitado en una cultura más avanzada. Aunque la esclavitud no era desconocida en Roncador, aunque los campesinos de condición más baja eran ignorantes y míseros, no existían diferencias sociales. Aparte los españoles, era la nuestra una sociedad sin clases y el único problema radicaba en encontrar los medios para igualar los bienes de todos los miembros de dicha sociedad.
 En suma, nuestro método (aplicado gradualmente) consistía en destinar parte de la producción para el trabajador individual y parte para el Estado. Esa parte asignada al Estado la fijaba el estanciero, que reunía su producción y tomaba de ella lo necesario para sí mismo. En cada ciudad y distrito había almacenes donde se recogía el excedente para el Estado, y allí se intercambiaba con la producción de los oficios. Así, un zapatero podía cambiar en la ciudad un par de zapatos por determinada cantidad de té, tabaco, carne o trigo, según tarifas fijas. El excedente de este tráfico local, reunido en la capital, se intercambiaba a través de comerciantes con importaciones de manufactura extranjera. Tales importaciones eran de diversa índole: para la distribución (sal y artículos de adorno) y para el uso directo del Estado (equipos para el ejército). El exceso de exportaciones sobre las importaciones podía acumularse como una reserva de crédito por cuenta de los importadores extranjeros; en ninguna circunstancia quedaba autorizado el exceso de importaciones.
 Tal era nuestra sencilla economía y no peco de cándido si imagino que civilizaciones más complejas deberían imitar sus líneas generales. Lo que no puede dudarse es su adecuación al Estado de Roncador. Al cabo de tres años de gobierno había en el país una atmósfera general de paz y contento. Hombres y mujeres vivían en relación de mutua confianza, cultivando la tierra y disfrutando con felicidad de la abundancia de sus frutos.
 De todo ello resultó algo imprevisto.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Duomo Ediciones, 2010, en traducción de Enrique Pezzoni, pp. 83-87. ISBN: 978-84-92723072.]

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