Primera parte: El reino de la Nueva España
4.- Una literatura trasplantada
«En el sentido amplio de la palabra cultura, Nueva España fue una sociedad culta: no sólo vivió con plenitud la cultura hispánica -la religión y el arte, la moral y los usos, los mitos y los ritos- sino que la adaptó con gran originalidad a las condiciones del suelo americano y la modificó substancialmente. Pero en el sentido más limitado de la palabra -colindante con instrucción: producción y comunicación de novedades intelectuales, artísticas y filosóficas- sólo una minoría de la población podía llamarse culta; quiero decir: sólo una minoría tenía acceso a las dos grandes instituciones educativas de la época, la Iglesia y la Universidad. De esta circunstancia proviene otra característica: encerrada en las academias, universidades y seminarios religiosos, la cultura de Nueva España era una cultura docta y para doctos. Ya he subrayado la acentuada coloración religiosa de esa sociedad; la teología era la reina de las ciencias y en torno a ella se ordenaba el saber. Otra nota distintiva era la fusión de la tradición cristiana y el humanismo clásico: la Biblia y Ovidio, San Agustín y Cicerón, Santa Catarina y la sibila Eritrea.
Rival de la Iglesia y de la Universidad, la corte era también un gran centro de irradiación estética y cultural. La aristocracia tenía aficiones literarias y artísticas; el gusto de los mecenas y los grandes señores de los siglos XVII y XVIII era mejor y más refinado que el de nuestros políticos y banqueros. Como hoy los ociosos resuelven crucigramas y nuestros intelectuales redactan manifiestos políticos, los cortesanos y clérigos del siglo XVII resolvían acertijos poéticos y escribían décimas y sonetos. El lenguaje cortesano es siempre el de un grupo escogido y tiende a convertirse en un habla encubierta y cifrada que sólo comprenden los iniciados. La literatura cortesana fatalmente tiende al hermetismo pero sus misterios no son religiosos ni filosóficos sino estéticos. El hermetismo cortesano no esconde ninguna verdad trascendental, preserva al grupo de las intrusiones del vulgo. El gongorismo, a diferencia del simbolismo, fue una estética aristocrática mientras que el segundo fue, o quiso ser, una poética de iniciación, un saber secreto colindante con la revelación religiosa.
Minoritaria, docta, académica, profundamente religiosa pero no en un sentido creador sino dogmático y, finalmente, hermética y aristocrática, la literatura novohispana fue escrita por hombres y leída por ellos. Hubo, naturalmente, excepciones y se conservan, por ejemplo, discretos poemas de María Estrada de Medinilla (1640). De ahí que sea realmente extraordinario que el escritor más importante de Nueva España haya sido una mujer: sor Juana Inés de la Cruz. (El otro gran escritor, Alarcón, pertenece realmente al teatro español de su época). Pero el carácter acentuadamente masculino de la cultura novohispana es un hecho al que la mayoría de los biógrafos de sor Juana no han dado su verdadera significación. Ni la Universidad ni los colegios de enseñanza superior estaban abiertos a las mujeres. La única posibilidad que ellas tenían de penetrar en el mundo cerrado de la cultura masculina era deslizarse por la puerta entreabierta de la corte y de la Iglesia. Aunque parezca sorprendente, los lugares en los que los dos sexos podían unirse con propósitos de comunicación intelectual y estética eran el locutorio del convento y los estrados del palacio. Sor Juana combinó ambos modos, el religioso y el palaciego.
Otro rasgo distintivo del período: la cultura novohispana fue ante todo una cultura verbal: el púlpito, la cátedra y la tertulia. Se publicaban poquísimos libros. Las obras de sor Juana, por ejemplo, se editaron en España. La animación intelectual, la pasión y el ingenio con que se discutía sutilmente sobre puntos de erudición y filosofía, no debe ocultarnos el carácter esencialmente dogmático de la cultura. La crítica teológica y literaria, por más viva y docta que fuese, no era realmente crítica, en el sentido moderno de la palabra: examen de los principios y los fundamentos. La Universidad y la Iglesia eran las depositarias del saber codificado de la época, el saber lícito y no contaminado por la herejía. Guardiana de la ortodoxia, la Universidad no tenía por función examinar y discutir los principios que fundaban la sociedad sino defenderlos. En ciertos aspectos la ortodoxia era más cerrada en Nueva España que en la metrópoli, como se ve en el caso de la prohibición de imprimir novelas y libros de ficción. También el teatro, en ocasiones, fue víctima del celo de arzobispos y prelados intolerantes. Sin embargo de todo esto, Nueva España no fue enteramente reacia a las tendencias nuevas. Irving A. Leonard ha demostrado que se leían muchos libros prohibidos por la Inquisición (1). Sigüenza y Góngora revela en sus escritos ciertos conocimientos de Gassendi, Kepler, Copérnico, Descartes. Hacia esa época, además, fue muy profunda la influencia del célebre jesuita alemán Atanasio Kicher.
Las literaturas, como los árboles y las plantas, nacen en una tierra y en ella medran y mueren. Pero las literaturas, también a semejanza de las plantas, a veces viajan y arraigan en suelos distintos. La literatura castellana viajó en el siglo XVI; trasplantada a tierras americanas, su arraigo fue lento y difícil. El proceso de adaptación de la literatura castellana en México y en Perú fue diferente al del resto de América. No me refiero únicamente a la celeridad con que los virreinatos de Nueva España y Perú se convirtieron en sociedades ricas y complejas con centros urbanos de primera magnitud como México y Lima, sino a la existencia previa, en ambos países, de altas civilizaciones.»
(1) Baroque Times in Old Mexico, The University of Michigan Press, 1959.
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1982, pp. 68-70. ISBN: 84-322-0402-1.].
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