domingo, 29 de septiembre de 2024

La raíz semítica de lo europeo.- Joaquín Lomba Fuentes (1932)

 

XIV.- La compleja inserción del racionalismo científico en Europa
El "Averroísmo latino"

 «Como se ha visto más arriba, las obras de Averroes fueron traducidas por Miguel Escoto, de la corte de Federico II Hohenstaufen, y por los judíos de la Corona de Aragón y fueron conocidas en París, nada más empezarse a traducir, poco después de 1230. Al principio se le da poca importancia e incluso se le interpreta mal, como les ocurrió a Roger Bacon y Alberto Magno. Pero quienes deciden adoptar antes que nadie las enseñanzas tanto de Aristóteles como las de su comentarista Averroes es la Facultad de Artes que está empeñada en hacer filosofía asimilando estas nuevas doctrinas frente a la de Teología, aferrada al agustinismo, neoplatonismo y a la escueta Escritura y libros de Sententiae clásicos, sobre todo los de Pedro Lombardo.
 Sin embargo, a pesar de que, como se ha visto, Alberto Magno y Tomás de Aquino asumieron el aristotelismo para su teología e incluso algunos de los comentarios de Averroes, sin embargo, algo había en los que ya se podía llamar "Averroísmo" que hería los oídos teológicos de ambos. Así en 1256 Alberto magno escribe contra Averroes su Sobre la unidad del Intelecto y en 1258 Tomás de Aquino su Summa contra gentes y su Sobre la unidad del Intelecto contra los averroístas, criticando a Averroes junto con otros filósofos paganos. Con ello, Averroes empieza a destacar sobre los demás comentaristas árabes y sus doctrinas llegan a ser foco de atención principal, aparte de las de Aristóteles. Tan son foco de atención que se crea un nuevo cuerpo doctrinal que, si bien está inspirado en Averroes, sin embargo hay tesis que jamás pronunció el pensador cordobés, como es la famosa de "la doble verdad" que tanto escandalizó y cuyo núcleo consistía en afirmar que una misma tesis puede ser verdad en filosofía y su contraria también en teología.
 Las críticas contra Averroes arrecian y en 1267 San Buenaventura escribe sus Exposiciones sobre los diez mandamientos, en 1268 sus Lecciones sobre los dones del Espíritu Santo y en 1273 sus Lecciones sobre el Hexamerón, todas ellas claramente antiaverroístas. Gil de Lessines da una lista de errores en su Errores de los filósofos, donde Averroes aparece en  lugar destacado. Este mismo autor dirige en 1277 una carta a Alberto Magno con "quince artículos que, en las escuelas de París, proponen los maestros que son considerados como los más importantes en su filosofía", los cuales artículos tienen un carácter claramente averroísta. Alberto Magno le responde manteniéndose en el plano de la filosofía pura. Estas tesis son las mismas que condenará Tempier y son: la eternidad del mundo y de la especie humana; la unidad de un solo Intelecto (el llamado Intelecto Agente) para todos los hombres; la carencia de libertad de la voluntad humana; el principio de que Dios no conoce nada fuera de sí mismo con la consecuencia de que no existe la providencia divina.
 Pero la gran condena fue la de 1277 en que, Tempier y Roma confabulados, condenan 219 proposiciones, excomulgando a todos los que las defiendan. En el prefacio de la misma se apunta a la doble verdad cuando afirma: "dicen que esto es verdad según la filosofía, pero no según la fe católica, como si hubiera dos verdades contrarias, y como si en lo que dicen los paganos condenados hubiera una verdad, opuesta a la Sagrada Escritura". Las tesis que se condenan constituyen un amasijo revuelto de doctrinas de la más diversa procedencia (no sólo de Averroes). Además, hay unas veinte tesis por lo menos de Tomás de Aquino, lo cual se explica, primero, porque sus adversarios se aprovecharon para introducirlas y así tener motivos para arremeter contra él; y, segundo, porque efectivamente algunas tesis son averroístas (por ejemplo, la eternidad del mundo que es compaginable con la creación según Tomás de Aquino), pues en su interpretación de Aristóteles se acerca mucho más a Averroes que a Avicena, hasta el punto de que algunos, como Asín Palacios, han hablado de un "Averroísmo teológico" en Santo Tomás de Aquino.
 Por algunas de las tesis contenidas en esta condena de 1277, podemos saber cuál era el pensamiento averroísta y cuáles eran los temas que empezaban a penetrar en Europa, de procedencia semita árabe aunque algunos de ellos tendenciosamente muy deformados con el fin de poder atacar más directamente las "innovaciones" de musulmanes y judíos (una vez más el rechazo de Europa a "lo otro"). Es obvio que algunas de estas tesis jamás las formularon ni imaginaron los filósofos musulmanes ni judíos ni Averroes. Daremos algunos ejemplos ilustrativos: tesis 40 y 154: ocuparse de la filosofía es el estado más perfecto y sólo son sabios los filósofos; tesis 153 y 175: el conocimiento de la teología no vale e incluso es perjudicial; tesis 56, 42,152, 174, 184, 185, 217: la teología está llena de fábulas y de errores, las cuales no están fundadas en la razón; y Dios no se puede conocer más que a sí mismo y, por tanto, no puede conocer lo contingente ni lo que va a ocurrir en el futuro; tesis 6, 91, 101: el mundo es eterno; hubo, por tanto, en el pasado una infinidad de revoluciones del cielo, revoluciones que, al retornar cada treinta y seis mil años, ocasionan los mismos efectos; tesis 87, 91: las especies contenidas en el mundo son también eternas y, por tanto, no hubo un primer hombre ni habrá un último; tesis 21: lo que pasa en el mundo ocurre necesariamente; tesis 32: el Intelecto es uno para todos los hombres y está separado de éstos; tesis 134, 163, 164: en todas sus acciones el hombre sigue el apetito dominante y este apetito, si no encuentra obstáculo, es movido necesariamente por lo deseable, a menos que se crea que la voluntad sigue de manera forzosa lo que cree y le dicta la razón, en todo caso, la voluntad está determinada por el exterior; tesis 144: todo el bien que puede alcanzar el hombre consiste en las virtudes intelectuales; tesis 176: la felicidad puede alcanzarse ya en esta vida; tesis 168: la continencia no es esencialmente una virtud; tesis 169: la abstinencia completa del acto carnal corrompe la virtud y la especie; tesis 171: la humildad no es una virtud. Y, como éstas, otras muchas más que componen el cuadro completo del Averroísmo (repito: no del mismo Averroes).
 Este Averroísmo fue sostenido durante el Medievo por autores como Siger de Brabante (h. 1235-h. 1284) y Boecio de Dacia (fl. h. 1270), contra quienes iba especialmente dirigida la condena de 1277, Juan de Jandún (muerto en 1328), Marsilio de Padua (h. 1275-h. 1343), éste, sobre todo, en el aspecto político y otros muchos más. Después de la Edad Media, el Averroísmo siguió desde finales del siglo XV hasta el XVII, centrándose, sobre todo, en la Universidad de Padua, con representantes tales como Nicoleto Vernia (h. 1420-1499), Agostino Nifo (1463-h. 1546), Alesandro Achillini (1463-1512), Marco Antonio Zimara (muerto en 1532) y otros más.
 Pero lo más importante no es que se fuera averroísta de pleno derecho o que se tuvieran solamente algunas tesis tomadas del Averroísmo, como fue el caso de Pedro Abano (1257-1315) o del comentador de Aristóteles Jacobo Zarabella (1533-1589). Como tampoco era fundamental ser aristotélico alejandrista, al modo como lo veremos a continuación. La clave estaba en que Averroísmo, Aristotelismo, Alejandrismo, no eran más que expresión concretada en ciertas corrientes de un ambiente general nuevo que había invadido la ciencia y filosofía europeas proveniente del mundo semita (aunque, como se ha dicho, deformándolo), a saber: el gusto especial por la razón, por el naturalismo, por la separación de filosofía/ciencia de la religión y por cuantas cosas se han apuntado en el capítulo número 4.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Akal, 1997, pp. 78-80. ISBN: 84-460-0787-8.]

domingo, 22 de septiembre de 2024

Más Bech.- John Updike (1932-2009)

Blanco sobre blanco  

 «Un conocido, un colega escritor, el pensador liberal Maurie Leonard, se le acercó. Aunque hombre alto y ancho de pecho y hombros, Maurie tenía una postura tan terrible de oficinista encorvado sobre su mesa que todo efecto de fuerza quedaba limitado a su voz, que sonaba como un chirrido acuciante. Metal sobre metal. Mente sobre materia.
 -Vaya chabola, ¿eh? -dijo-. Sabes cómo Hyde ha hecho dinero, ¿verdad?
 Un radical, más que un liberal, cuyas columnas bisemanales deploraban los funcionarios electos y cuyos ensayos encuadernados se retiraban de los anaqueles de las bibliotecas de instituto, Maurie todavía experimentaba un inocente y orgulloso regocijo en las obras atroces del capitalismo.
 -No. ¿Cómo?
 -¡Programas de juegos! ¡Hyde-Juega al escondite! (1) -Maurie emitió estas palabras con un júbilo que le apretó fuertemente las mejillas contra los ojos, de órbitas tan arrugadas como nueces-. ¿No has oído hablar de ellos? ¡Cristo, si acabas de escribir un libro entero sobre la industria de la televisión!
 -Eso era ficción -dijo Bech.
 Maurie también ejerció presión sobre la piel situada encima del codo de Bech, murmurando confidencialmente:
 -Nadie lo diría al mirar a ese cabrón tan tieso, pero Hyde es un genio. Es como Hitler; va por delante de ti en la peor cosa que se te ocurra pensar de él. ¿Sabes cuál ha sido su última ocurrencia?
 -No -respondió Bech, empezando a desear que aquel pasaje prescindiera del diálogo en favor de una simple forma expositoria.
 -¡Combates de barro! -chirrió Maurie, y una docena de arrugas subieron en abanico desde cada recoveco externo de sus ojos tartáricos, curtidos por la vida callejera-. En bikini, ahí mismo, en la teletonta. Y nada de furcias típicas, sino la vecinita de al lado; van al programa con sus maridos, madres y malditos profesores de gimnasia y cuentan que quieren ganar por su ciudad y Jesucristo y la American Legion, y lo siguiente que ves es que ahí la tienes, zurrando a otra tía con el puño embarrado y dándole un mordisco en el culo. ¡Cristo!, es maravilloso. Una, o las dos, caen y es como si estuvieran follando en cueros vivos. Los miércoles a las cinco y media, justo antes de las noticias, y lo vuelven a dar el sábado a medianoche, para parejas en la cama. Bech, te apuesto a que no puedes verlo sin empalmarte.
 Este hombre ama a Norteamérica, pensó Bech, y escribe como si la odiara.
 -Dinero fácil -dijo en voz alta.
 -No te imaginas cuánto. Si este sitio te parece lujoso, deberías ver la casa de campo de Hyde en Amagansett. Y su granja de caballos en Connecticut.
 -Así que lo que he escrito es cierto -dijo Bech como para sí.
 -En todo caso, te quedaste corto -le aseguró Leonard, ahora implicando hasta a sus mismas orejas en los pliegues crecientes de felicidad, de modo que en sus amplios lóbulos peludos se formaron huecos.
 -¡Qué triste! -dijo Bech-. ¿De qué sirve la ficción?
 -Acelera la revolución -proclamó Leonard, y a modo de despedida, con las palmas levantadas-: ¡El año que viene en Jerusalén!
 Bech necesitó otra copa. El piano y el arpa estaban interpretando "Escarcha, el muñeco de nieve" y luego el arpa sola atacó "El humo entra en tus ojos". La blancura estaba llenando la habitación, como un baño de vapor. En el borde de la multitud en torno al bar, una chica de 1'80, con un camisón de Dior lleno de volantes, entregó a Bech su copa vacía y le pidió que le trajera un spritzer Chablis. Él hizo lo que le había pedido y cuando volvió a su lado vio que ella tenía un leotardo color chocolate debajo del camisón. El rojo de su pelo era irreal y abundante y le caía hasta los hombros en un bucle ceroso a lo Ginger Rogers; tenía el flequillo igualado con sus rectas cejas negras. Era pesada toda ella, notó Bech, pero atractiva, con una mirada marmórea sin humor.
 -¿Eres la mujer de quién? -le preguntó Bech.
 -Eso es una actitud machista.
 -Sólo trataba de ser cortés.
 -De nadie. ¿De quién eres el marido?
 -De nadie. En un sentido.
 -¿Sí? Dime en qué sentido.
 -Sigo estando casado, pero nos hemos separado.
 -¿Qué os ha separado?
 -No lo sé. Creo que yo era malo para su ego. Supongo que ahora las mujeres necesitan hacer algo por su cuenta. Como has insinuado antes.
 -Sí.
 La pronunciación de la chica era absolutamente neutra, a medio camino entre el asentimiento y un gruñido.
 -¿Qué haces tú, entonces?
 -Aah. He hecho un combate en el programa de Hendy.»

 (1) Juego de palabras entre el apellido Hyde y la expresión Hide-and-seek, que significa el juego del escondite.

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1983, en traducción de Jaime Zulaika, pp. 201-204. ISBN: 84-7178-603-6.]

domingo, 15 de septiembre de 2024

La paz perpetua.- Immanuel Kant (1724-1804)

Segundo artículo definitivo de la paz perpetua
El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados libres

  «Los pueblos, como Estados que son, pueden considerarse como individuos en estado de naturaleza -es decir, independientes de toda ley externa-, cuya convivencia en ese estado natural es ya un perjuicio para todos y cada uno. Todo Estado puede y debe afirmar su propia seguridad, requiriendo a los demás para que entren a formar con él una especie de constitución, semejante a la constitución política, que garantice el derecho de cada uno. Esto sería una Sociedad de naciones, la cual, sin embargo, no debería ser un Estado de naciones. En ello habría, empero, una contradicción; todo Estado implica la relación de un superior -el que legisla- con un inferior -el que obedece, el pueblo-; muchos pueblos reunidos en un Estado, vendrían a ser un solo pueblo, lo cual contradice la hipótesis; en efecto, hemos de considerar aquí el derecho de los pueblos, unos respecto de otros, precisamente en cuanto que forman diferentes Estados y no deben fundirse en uno solo.
 Ahora bien; cuando vemos el apego que tienen los salvajes a su libertad sin ley, prefiriendo la continua lucha mejor que someterse a una fuerza legal constituida por ellos mismos, prefiriendo una libertad insensata a la libertad racional, los miramos con desprecio profundo y consideramos su conducta como bárbara incultura, como un bestial embrutecimiento de la Humanidad; del mismo modo -debiera pensarse- están obligados los pueblos civilizados, cada uno de los cuales constituye un Estado, a salir cuanto antes de esa situación infame. Lejos de eso, cifran los Estados su majestad -pues hablar de la majestad del pueblo sería hacer uso de una expresión absurda- en no someterse a ninguna presión legal exterior; y el esplendor y brillo de los príncipes consiste en tener a sus órdenes, sin exponerse a ningún peligro, miles de combatientes dispuestos a sacrificarse* por una causa que en nada les interesa. La diferencia entre los salvajes de Europa y los de América está principalmente en que muchas tribus americanas han sido devoradas por sus enemigos, mientras que los Estados europeos, en lugar de comerse a los vencidos, hacen algo mejor: los incorporan al número de sus súbditos para tener más soldados con que hacer nuevas guerras.
 Si se considera la perversidad de la naturaleza humana, manifestada sin recato en las relaciones entre pueblos libres -contenida, en cambio, y velada en el estado civil y político por la coacción legal del Gobierno-, es muy de admirar que la palabra "derecho" no haya sido aún expulsada de la política guerrera por pedante y arbitraria. Todavía no se ha atrevido ningún Estado a sostener públicamente esta opinión. Acógense de continuo a Hugo Grocio, a Puffendorf, a Vattel y otros -¡triste consuelo!-, aun cuando esos códigos, compuestos en sentido filosófico o diplomático, no tienen ni pueden tener la menor fuerza legal, porque los Estados, como tales, no se hallan sumisos a ninguna común autoridad externa. Citan a esos juristas sinceramente para justificar una declaración de guerra y, sin embargo, no hay ejemplo de que un Estado se haya conmovido ante el testimonio de esos hombres ilustres y haya abandonado sus propósitos. Con todo, el homenaje que tributan así los Estados al concepto de derecho -por lo menos de palabra-, demuestra que en el hombre hay una importante tendencia al bien moral. Esta tendencia, acaso dormida por el momento, aspira a sobrepujar al principio malo -que innegablemente existe-, y permite esperar también en los demás una victoria semejante. Si así no fuera, no se les ocurriría nunca a los Estados hablar de derecho, cuando se disponen a lanzarse a la guerra, a no ser por broma, como aquel príncipe galo que decía: "La ventaja que la Naturaleza ha dado al más fuerte es que el más débil debe obedecerle".
 La manera que tienen los Estados de procurar su derecho no puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de ser la guerra. Pero la guerra victoriosa no decide el derecho, y el tratado de paz, si bien pone término a las actuales hostilidades, no acaba con el estado de guerra latente, pues caben siempre, para reanudar la lucha, pretextos y motivos que no pueden considerarse sin más ni más como injustos, puesto que en esa situación cada uno es juez único de su propia causa. Por otra parte, si para los individuos que viven en un estado anárquico tiene vigencia y aplicación la máxima del derecho natural, que les obliga a salir de ese estado, en cambio, para los Estados, según el derecho de gentes, no tiene aplicación esa máxima. Efectivamente; los Estados poseen ya una constitución jurídica interna y, por tanto,  no tienen por qué someterse a la presión de otros que quieran reducirlos a una constitución común y más amplia, conforme a sus conceptos del derecho. Sin embargo, la razón, desde las alturas del máximo poder moral legislador, se pronuncia contra la guerra en modo absoluto, se niega a reconocer la guerra como un proceso jurídico, e impone, en cambio, como deber estricto, la paz entre los hombres; pero la paz no puede asentarse y afirmarse como no sea mediante un pacto entre los pueblos. Tiene, pues, que establecerse una federación de tipo especial, que podría llamarse federación de paz -foedus pacificus-, la cual se distinguiría del tratado de paz en que éste acaba con una guerra y aquélla pone término a toda guerra. Esta federación no se propone recabar ningún poder del Estad, sino simplemente mantener y asegurar la libertad de un Estado en sí mismo, y también la de los demás Estados federados, sin que éstos hayan de someterse por ello -como los individuos en el estado de naturaleza- a leyes políticas y a una coacción legal. La posibilidad de llevar a cabo esta idea -su objetiva realidad- de una federación que se extienda poco a poco a todos los Estados y conduzca, en último término, a la paz perpetua, es susceptible de exposición y desarrollo.»

 * Un príncipe búlgaro, a quien el emperador griego proponía un combate singular para decidir cierta disensión habida entre ambos, contesto: "...que un herrero que tiene tenazas no coge el hierro ardiendo con sus propias manos".

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Óptima, 1997, en traducción de F. Rivera Pastor, pp. 107-111. ISBN: 84-239-0612-4.]

domingo, 8 de septiembre de 2024

Sonetos completos.- Luis de Góngora (1561-1627)

116 (1610)

 «Señores Corteggiantes, ¿quién sus días
de cudicioso gasta o lisonjero
con todos estos príncipes de acero,
que me han desempedrado las encías?

Nunca yo tope con Sus Señorías,
sino con media libra de carnero,
tope manso, alimento verdadero
de Jesuitas sanctas Compañías.

Con nadie hablo, todos son mis amos;
quien no me da, no quiero que me cueste,
que un árbol grande tiene gruesos ramos.

No me pidan que fíe ni que preste,
sino que algunas veces nos veamos,
y sea el fin de mi soneto éste.

117 [CH 1611] 1610
En la partida del conde de Lemus y del duque de Feria a Nápoles y a Francia

 El Conde mi señor se fue a Nápoles;
el Duque mi señor se fue a Francia:
príncipes, buen viaje, que este día
pesadumbre daré a unos caracoles.

Como sobran tan doctos españoles,
a ninguno ofrecí la Musa mía,
a un pobre albergue sí, de Andalucía,
que ha resistido a grandes, digo Soles.

Con pocos libros libres (libres digo
de expurgaciones) paso y me paseo,
ya que el tiempo me pasa como higo.

No espero en mi verdad lo que no creo;
espero en mi consciencia lo que sigo:
mi salvación, que es lo que más deseo.
[...]


162. 19 de agosto de 1623
Infiere, de los achaques de la vejez, cercano el fin a que católico se alienta

 En este occidental, en este, oh Licio,
climatérico lustro de tu vida
todo mal afirmado pie es caída,
toda fácil caída es precipicio.

¿Caduca el paso? Ilústrese el juïcio.
Desatándose va la tierra unida;
¿qué prudencia, del polvo prevenida,
la ruina aguardó del edificio?

La piel no sólo, sierpe venenosa,
mas con la piel los años se desnuda,
y el hombre, no. ¡Ciego discurso humano!

¡Oh aquel dichoso, que la ponderosa
porción depuesta en una piedra muda,
la leve da al zafiro soberano!



163. 29 de agosto de 1623
De la brevedad engañosa de la vida

  Menos solicitó veloz saeta
destinada señal, que mordió aguda;
agonal carro por la arena muda
no coronó con más silencio meta,

que presurosa corre, que secreta,
a su fin nuestra edad. A quien lo duda
(fiera que sea de razón desnuda)
cada sol repetido es un cometa.

Confiésalo Cártago, ¿y tú lo ignoras?
Peligro corres, Licio, si porfías
en seguir sombras y abrazar engaños.

Mal te perdonarán a ti las horas,
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.


164. 1623
Dilatándose una pensión que pretendía

 Camina mi pensión con pie de plomo,
el mío, como dicen, en la huesa;
a ojos yo cerrados, tenue o gruesa,
por dar más luz al mediodía la tomo.

Merced de la tijera a punta o lomo
nos conhorta aun de murtas una mesa;
ollai la mejor voz es portuguesa,
y la mejor ciudad de Francia, Como.

No más, no, borceguí; mi chimenea,
basten los años que ni aun breve raja
de encina la perfuma o de aceituno.

¡Oh cuánto tarda lo que se desea!
Llegue; que no es pequeña la ventaja
del comer tarde al acostarse ayuno.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 1981, en edición de Biruté Ciplijauskaité, pp.184-185 y 246-249. ISBN: 84-7039-086-4.]
 

domingo, 1 de septiembre de 2024

La señora Dalloway.- Virginia Woolf (1882-1941)

 

 «Muy bien. Pero, ¿acaso había en el mundo un hombre capaz de comprenderla a ella? ¿De comprender sus intenciones? ¿Su vida? Clarissa no podía imaginar a Peter o a Richard tomándose la molestia de dar una fiesta sin razón alguna.
 Pero profundizando más, por debajo de lo que la gente decía (y estos juicios ¡cuán superficiales, cuán fragmentarios eran!), yendo ahora a su propia mente, ¿qué significaba para ella esa cosa que llamaba vida? Oh, era muy raro. Allí estaba Fulano de Tal en South Kensington; Zutano, en Bayswater; y otro, digamos, en Mayfair. Y Clarissa sentía muy continuamente la noción de su existencia, y sentía el deseo de reunirlos, y lo hacía. Era una ofrenda; era combinar, crear; pero ¿una ofrenda a quién?
 Quizá fuera una ofrenda por amor a la ofrenda. De todos modos, éste era su don. No tenía nada más que fuera importante; no sabía pensar, escribir, ni siquiera sabía tocar el piano. Confundía a los armenios con los turcos; amaba el éxito; odiaba la incomodidad; necesitaba gustar; decía océanos de tonterías; y si alguien le preguntaba qué era el Ecuador no sabía contestar.
 De todos modos, los días se sucedían uno tras otro; miércoles, jueves, viernes, sábado; una tenía que levantarse por la mañana, ver el cielo, pasear por el parque, encontrarse con Hugh Whitbread; y de repente llegó Peter: luego, aquellas rosas; con esto bastaba. Después de esto, ¡qué increíble resultaba la muerte! El que todo hubiera de terminar; y nada en el mundo entero llegaría a saber lo mucho que le gustaba todo; llegaría a saber cómo en cada instante...
 Se abrió la puerta. Elizabeth sabía que su madre estaba descansando. Entró muy silenciosamente. Se quedó absolutamente quieta. ¿No sería que algún mongol había naufragado ante la costa de Norfolk (como decía la señora Hilbery), y se había mezclado con las señoras Dalloway, quizá cien años atrás? Sí, porque las Dalloway, por lo general, eran rubias, con ojos azules; y Elizabeth, por el contrario, era morena; tenía ojos chinos en la cara pálida, misterio oriental; era dulce, considerada, quieta. De niña, tenía un estupendo sentido del humor; pero ahora, a los diecisiete años, sin que Clarissa pudiera comprenderlo ni siquiera remotamente, se había transformado en una muchacha muy seria; como un jacinto de brillante verde, con capullos de leve color, un jacinto sin sol.
 Se estaba muy quieta y miraba a su madre; pero la puerta había quedado entornada y Clarissa sabía que, más allá de la puerta, estaba la señorita Kilman; la señorita Kilman con impermeable, escuchando lo que ellas hablaban.
 Sí, la señorita Kilman estaba en pie, fuera, e iba con impermeable, pero tenía sus razones. En primer lugar, era barato; en segundo lugar, la señorita Kilman tenía más de cuarenta años; y, al fin y al cabo, no se vestía para gustar. Además, era pobre, humillantemente pobre. De lo contrario, no hubiera aceptado empleos de gente como los Dalloway; empleos de gentes ricas a quienes gustaba ser amables. Y, dicho sea en justicia, el señor Dalloway había sido amable. Pero la señora Dalloway, no. Había sido, simplemente, condescendiente. Procedía de una familia perteneciente a la clase más indigna, la clase de los ricos con un barniz de cultura. Tenían cosas caras en todas partes: cuadros, alfombras, gran número de criados. La señorita Kilman pensaba que tenía pleno derecho a cuanto los Dalloway hacían en su beneficio. 
 Pero la señorita Kilman había sido estafada. Sí, la palabra no constituía una exageración, porque ¿acaso una chica no tiene derecho a una cierta clase de felicidad? Y la señorita Kilman nunca había sido feliz, por ser tan poco agraciada y tan pobre. Y luego, cuando se le presentó una buena oportunidad en la escuela de la señorita Dolby, vino la guerra; y la señorita Kilman siempre había sido incapaz de mentir. La señorita Dolby consideró que la señorita Kilman sería más feliz viviendo con personas que compartieran sus opiniones acerca de los alemanes. Tuvo que irse. En realidad, su familia era de origen alemán; su apellido se escribía Kiehlman, en el siglo XVIII, pero su hermano murió en la guerra. A ella la echaron porque no podía aceptar la ficción de que todos los alemanes eran malvados. ¡Tenía amigos alemanes, y los únicos días felices de su vida los había pasado en Alemania! A fin de cuentas, sabía enseñar historia. Tuvo que aceptar lo que le ofrecieran. El señor Dalloway la descubrió mientras ella trabajaba en casa de los Friend. Y le permitió (lo cual fue verdaderamente generoso por su parte) enseñar historia a su hija. También le daba clases de cultura general y demás. Entonces, en su vida apareció Nuestro Señor (aquí la señorita Kilman inclinaba siempre la cabeza). Había visto la luz hacía dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a las mujeres como Clarissa Dalloway; se apiadaba de ellas.
 Se apiadaba de estas mujeres y las despreciaba desde lo más hondo de su corazón, mientras permanecía en pie sobre la muelle alfombra, contemplando un viejo grabado de una niña con manguito. Con tanto lujo, ¿qué esperanza cabía albergar de que las cosas, en general, mejorasen? En vez de yacer en el sofá -Elizabeth había dicho: "Mi madre está descansando"-, Clarissa Dalloway hubiera debido estar en una fábrica, detrás de un mostrador, ¡la señora Dalloway y todas las demás lindas señoras!»

  [El texto pertenece a la edición en español Editorial Lumen, 1984, en traducción de Andrés Bosch, pp. 139-141. ISBN: 84-264-1115-0.]