domingo, 15 de septiembre de 2024

La paz perpetua.- Immanuel Kant (1724-1804)

Segundo artículo definitivo de la paz perpetua
El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados libres

  «Los pueblos, como Estados que son, pueden considerarse como individuos en estado de naturaleza -es decir, independientes de toda ley externa-, cuya convivencia en ese estado natural es ya un perjuicio para todos y cada uno. Todo Estado puede y debe afirmar su propia seguridad, requiriendo a los demás para que entren a formar con él una especie de constitución, semejante a la constitución política, que garantice el derecho de cada uno. Esto sería una Sociedad de naciones, la cual, sin embargo, no debería ser un Estado de naciones. En ello habría, empero, una contradicción; todo Estado implica la relación de un superior -el que legisla- con un inferior -el que obedece, el pueblo-; muchos pueblos reunidos en un Estado, vendrían a ser un solo pueblo, lo cual contradice la hipótesis; en efecto, hemos de considerar aquí el derecho de los pueblos, unos respecto de otros, precisamente en cuanto que forman diferentes Estados y no deben fundirse en uno solo.
 Ahora bien; cuando vemos el apego que tienen los salvajes a su libertad sin ley, prefiriendo la continua lucha mejor que someterse a una fuerza legal constituida por ellos mismos, prefiriendo una libertad insensata a la libertad racional, los miramos con desprecio profundo y consideramos su conducta como bárbara incultura, como un bestial embrutecimiento de la Humanidad; del mismo modo -debiera pensarse- están obligados los pueblos civilizados, cada uno de los cuales constituye un Estado, a salir cuanto antes de esa situación infame. Lejos de eso, cifran los Estados su majestad -pues hablar de la majestad del pueblo sería hacer uso de una expresión absurda- en no someterse a ninguna presión legal exterior; y el esplendor y brillo de los príncipes consiste en tener a sus órdenes, sin exponerse a ningún peligro, miles de combatientes dispuestos a sacrificarse* por una causa que en nada les interesa. La diferencia entre los salvajes de Europa y los de América está principalmente en que muchas tribus americanas han sido devoradas por sus enemigos, mientras que los Estados europeos, en lugar de comerse a los vencidos, hacen algo mejor: los incorporan al número de sus súbditos para tener más soldados con que hacer nuevas guerras.
 Si se considera la perversidad de la naturaleza humana, manifestada sin recato en las relaciones entre pueblos libres -contenida, en cambio, y velada en el estado civil y político por la coacción legal del Gobierno-, es muy de admirar que la palabra "derecho" no haya sido aún expulsada de la política guerrera por pedante y arbitraria. Todavía no se ha atrevido ningún Estado a sostener públicamente esta opinión. Acógense de continuo a Hugo Grocio, a Puffendorf, a Vattel y otros -¡triste consuelo!-, aun cuando esos códigos, compuestos en sentido filosófico o diplomático, no tienen ni pueden tener la menor fuerza legal, porque los Estados, como tales, no se hallan sumisos a ninguna común autoridad externa. Citan a esos juristas sinceramente para justificar una declaración de guerra y, sin embargo, no hay ejemplo de que un Estado se haya conmovido ante el testimonio de esos hombres ilustres y haya abandonado sus propósitos. Con todo, el homenaje que tributan así los Estados al concepto de derecho -por lo menos de palabra-, demuestra que en el hombre hay una importante tendencia al bien moral. Esta tendencia, acaso dormida por el momento, aspira a sobrepujar al principio malo -que innegablemente existe-, y permite esperar también en los demás una victoria semejante. Si así no fuera, no se les ocurriría nunca a los Estados hablar de derecho, cuando se disponen a lanzarse a la guerra, a no ser por broma, como aquel príncipe galo que decía: "La ventaja que la Naturaleza ha dado al más fuerte es que el más débil debe obedecerle".
 La manera que tienen los Estados de procurar su derecho no puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de ser la guerra. Pero la guerra victoriosa no decide el derecho, y el tratado de paz, si bien pone término a las actuales hostilidades, no acaba con el estado de guerra latente, pues caben siempre, para reanudar la lucha, pretextos y motivos que no pueden considerarse sin más ni más como injustos, puesto que en esa situación cada uno es juez único de su propia causa. Por otra parte, si para los individuos que viven en un estado anárquico tiene vigencia y aplicación la máxima del derecho natural, que les obliga a salir de ese estado, en cambio, para los Estados, según el derecho de gentes, no tiene aplicación esa máxima. Efectivamente; los Estados poseen ya una constitución jurídica interna y, por tanto,  no tienen por qué someterse a la presión de otros que quieran reducirlos a una constitución común y más amplia, conforme a sus conceptos del derecho. Sin embargo, la razón, desde las alturas del máximo poder moral legislador, se pronuncia contra la guerra en modo absoluto, se niega a reconocer la guerra como un proceso jurídico, e impone, en cambio, como deber estricto, la paz entre los hombres; pero la paz no puede asentarse y afirmarse como no sea mediante un pacto entre los pueblos. Tiene, pues, que establecerse una federación de tipo especial, que podría llamarse federación de paz -foedus pacificus-, la cual se distinguiría del tratado de paz en que éste acaba con una guerra y aquélla pone término a toda guerra. Esta federación no se propone recabar ningún poder del Estad, sino simplemente mantener y asegurar la libertad de un Estado en sí mismo, y también la de los demás Estados federados, sin que éstos hayan de someterse por ello -como los individuos en el estado de naturaleza- a leyes políticas y a una coacción legal. La posibilidad de llevar a cabo esta idea -su objetiva realidad- de una federación que se extienda poco a poco a todos los Estados y conduzca, en último término, a la paz perpetua, es susceptible de exposición y desarrollo.»

 * Un príncipe búlgaro, a quien el emperador griego proponía un combate singular para decidir cierta disensión habida entre ambos, contesto: "...que un herrero que tiene tenazas no coge el hierro ardiendo con sus propias manos".

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Óptima, 1997, en traducción de F. Rivera Pastor, pp. 107-111. ISBN: 84-239-0612-4.]

domingo, 8 de septiembre de 2024

Sonetos completos.- Luis de Góngora (1561-1627)

116 (1610)

 «Señores Corteggiantes, ¿quién sus días
de cudicioso gasta o lisonjero
con todos estos príncipes de acero,
que me han desempedrado las encías?

Nunca yo tope con Sus Señorías,
sino con media libra de carnero,
tope manso, alimento verdadero
de Jesuitas sanctas Compañías.

Con nadie hablo, todos son mis amos;
quien no me da, no quiero que me cueste,
que un árbol grande tiene gruesos ramos.

No me pidan que fíe ni que preste,
sino que algunas veces nos veamos,
y sea el fin de mi soneto éste.

117 [CH 1611] 1610
En la partida del conde de Lemus y del duque de Feria a Nápoles y a Francia

 El Conde mi señor se fue a Nápoles;
el Duque mi señor se fue a Francia:
príncipes, buen viaje, que este día
pesadumbre daré a unos caracoles.

Como sobran tan doctos españoles,
a ninguno ofrecí la Musa mía,
a un pobre albergue sí, de Andalucía,
que ha resistido a grandes, digo Soles.

Con pocos libros libres (libres digo
de expurgaciones) paso y me paseo,
ya que el tiempo me pasa como higo.

No espero en mi verdad lo que no creo;
espero en mi consciencia lo que sigo:
mi salvación, que es lo que más deseo.
[...]


162. 19 de agosto de 1623
Infiere, de los achaques de la vejez, cercano el fin a que católico se alienta

 En este occidental, en este, oh Licio,
climatérico lustro de tu vida
todo mal afirmado pie es caída,
toda fácil caída es precipicio.

¿Caduca el paso? Ilústrese el juïcio.
Desatándose va la tierra unida;
¿qué prudencia, del polvo prevenida,
la ruina aguardó del edificio?

La piel no sólo, sierpe venenosa,
mas con la piel los años se desnuda,
y el hombre, no. ¡Ciego discurso humano!

¡Oh aquel dichoso, que la ponderosa
porción depuesta en una piedra muda,
la leve da al zafiro soberano!



163. 29 de agosto de 1623
De la brevedad engañosa de la vida

  Menos solicitó veloz saeta
destinada señal, que mordió aguda;
agonal carro por la arena muda
no coronó con más silencio meta,

que presurosa corre, que secreta,
a su fin nuestra edad. A quien lo duda
(fiera que sea de razón desnuda)
cada sol repetido es un cometa.

Confiésalo Cártago, ¿y tú lo ignoras?
Peligro corres, Licio, si porfías
en seguir sombras y abrazar engaños.

Mal te perdonarán a ti las horas,
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.


164. 1623
Dilatándose una pensión que pretendía

 Camina mi pensión con pie de plomo,
el mío, como dicen, en la huesa;
a ojos yo cerrados, tenue o gruesa,
por dar más luz al mediodía la tomo.

Merced de la tijera a punta o lomo
nos conhorta aun de murtas una mesa;
ollai la mejor voz es portuguesa,
y la mejor ciudad de Francia, Como.

No más, no, borceguí; mi chimenea,
basten los años que ni aun breve raja
de encina la perfuma o de aceituno.

¡Oh cuánto tarda lo que se desea!
Llegue; que no es pequeña la ventaja
del comer tarde al acostarse ayuno.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 1981, en edición de Biruté Ciplijauskaité, pp.184-185 y 246-249. ISBN: 84-7039-086-4.]
 

domingo, 1 de septiembre de 2024

La señora Dalloway.- Virginia Woolf (1882-1941)

 

 «Muy bien. Pero, ¿acaso había en el mundo un hombre capaz de comprenderla a ella? ¿De comprender sus intenciones? ¿Su vida? Clarissa no podía imaginar a Peter o a Richard tomándose la molestia de dar una fiesta sin razón alguna.
 Pero profundizando más, por debajo de lo que la gente decía (y estos juicios ¡cuán superficiales, cuán fragmentarios eran!), yendo ahora a su propia mente, ¿qué significaba para ella esa cosa que llamaba vida? Oh, era muy raro. Allí estaba Fulano de Tal en South Kensington; Zutano, en Bayswater; y otro, digamos, en Mayfair. Y Clarissa sentía muy continuamente la noción de su existencia, y sentía el deseo de reunirlos, y lo hacía. Era una ofrenda; era combinar, crear; pero ¿una ofrenda a quién?
 Quizá fuera una ofrenda por amor a la ofrenda. De todos modos, éste era su don. No tenía nada más que fuera importante; no sabía pensar, escribir, ni siquiera sabía tocar el piano. Confundía a los armenios con los turcos; amaba el éxito; odiaba la incomodidad; necesitaba gustar; decía océanos de tonterías; y si alguien le preguntaba qué era el Ecuador no sabía contestar.
 De todos modos, los días se sucedían uno tras otro; miércoles, jueves, viernes, sábado; una tenía que levantarse por la mañana, ver el cielo, pasear por el parque, encontrarse con Hugh Whitbread; y de repente llegó Peter: luego, aquellas rosas; con esto bastaba. Después de esto, ¡qué increíble resultaba la muerte! El que todo hubiera de terminar; y nada en el mundo entero llegaría a saber lo mucho que le gustaba todo; llegaría a saber cómo en cada instante...
 Se abrió la puerta. Elizabeth sabía que su madre estaba descansando. Entró muy silenciosamente. Se quedó absolutamente quieta. ¿No sería que algún mongol había naufragado ante la costa de Norfolk (como decía la señora Hilbery), y se había mezclado con las señoras Dalloway, quizá cien años atrás? Sí, porque las Dalloway, por lo general, eran rubias, con ojos azules; y Elizabeth, por el contrario, era morena; tenía ojos chinos en la cara pálida, misterio oriental; era dulce, considerada, quieta. De niña, tenía un estupendo sentido del humor; pero ahora, a los diecisiete años, sin que Clarissa pudiera comprenderlo ni siquiera remotamente, se había transformado en una muchacha muy seria; como un jacinto de brillante verde, con capullos de leve color, un jacinto sin sol.
 Se estaba muy quieta y miraba a su madre; pero la puerta había quedado entornada y Clarissa sabía que, más allá de la puerta, estaba la señorita Kilman; la señorita Kilman con impermeable, escuchando lo que ellas hablaban.
 Sí, la señorita Kilman estaba en pie, fuera, e iba con impermeable, pero tenía sus razones. En primer lugar, era barato; en segundo lugar, la señorita Kilman tenía más de cuarenta años; y, al fin y al cabo, no se vestía para gustar. Además, era pobre, humillantemente pobre. De lo contrario, no hubiera aceptado empleos de gente como los Dalloway; empleos de gentes ricas a quienes gustaba ser amables. Y, dicho sea en justicia, el señor Dalloway había sido amable. Pero la señora Dalloway, no. Había sido, simplemente, condescendiente. Procedía de una familia perteneciente a la clase más indigna, la clase de los ricos con un barniz de cultura. Tenían cosas caras en todas partes: cuadros, alfombras, gran número de criados. La señorita Kilman pensaba que tenía pleno derecho a cuanto los Dalloway hacían en su beneficio. 
 Pero la señorita Kilman había sido estafada. Sí, la palabra no constituía una exageración, porque ¿acaso una chica no tiene derecho a una cierta clase de felicidad? Y la señorita Kilman nunca había sido feliz, por ser tan poco agraciada y tan pobre. Y luego, cuando se le presentó una buena oportunidad en la escuela de la señorita Dolby, vino la guerra; y la señorita Kilman siempre había sido incapaz de mentir. La señorita Dolby consideró que la señorita Kilman sería más feliz viviendo con personas que compartieran sus opiniones acerca de los alemanes. Tuvo que irse. En realidad, su familia era de origen alemán; su apellido se escribía Kiehlman, en el siglo XVIII, pero su hermano murió en la guerra. A ella la echaron porque no podía aceptar la ficción de que todos los alemanes eran malvados. ¡Tenía amigos alemanes, y los únicos días felices de su vida los había pasado en Alemania! A fin de cuentas, sabía enseñar historia. Tuvo que aceptar lo que le ofrecieran. El señor Dalloway la descubrió mientras ella trabajaba en casa de los Friend. Y le permitió (lo cual fue verdaderamente generoso por su parte) enseñar historia a su hija. También le daba clases de cultura general y demás. Entonces, en su vida apareció Nuestro Señor (aquí la señorita Kilman inclinaba siempre la cabeza). Había visto la luz hacía dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a las mujeres como Clarissa Dalloway; se apiadaba de ellas.
 Se apiadaba de estas mujeres y las despreciaba desde lo más hondo de su corazón, mientras permanecía en pie sobre la muelle alfombra, contemplando un viejo grabado de una niña con manguito. Con tanto lujo, ¿qué esperanza cabía albergar de que las cosas, en general, mejorasen? En vez de yacer en el sofá -Elizabeth había dicho: "Mi madre está descansando"-, Clarissa Dalloway hubiera debido estar en una fábrica, detrás de un mostrador, ¡la señora Dalloway y todas las demás lindas señoras!»

  [El texto pertenece a la edición en español Editorial Lumen, 1984, en traducción de Andrés Bosch, pp. 139-141. ISBN: 84-264-1115-0.]