domingo, 1 de septiembre de 2024

La señora Dalloway.- Virginia Woolf (1882-1941)

 

 «Muy bien. Pero, ¿acaso había en el mundo un hombre capaz de comprenderla a ella? ¿De comprender sus intenciones? ¿Su vida? Clarissa no podía imaginar a Peter o a Richard tomándose la molestia de dar una fiesta sin razón alguna.
 Pero profundizando más, por debajo de lo que la gente decía (y estos juicios ¡cuán superficiales, cuán fragmentarios eran!), yendo ahora a su propia mente, ¿qué significaba para ella esa cosa que llamaba vida? Oh, era muy raro. Allí estaba Fulano de Tal en South Kensington; Zutano, en Bayswater; y otro, digamos, en Mayfair. Y Clarissa sentía muy continuamente la noción de su existencia, y sentía el deseo de reunirlos, y lo hacía. Era una ofrenda; era combinar, crear; pero ¿una ofrenda a quién?
 Quizá fuera una ofrenda por amor a la ofrenda. De todos modos, éste era su don. No tenía nada más que fuera importante; no sabía pensar, escribir, ni siquiera sabía tocar el piano. Confundía a los armenios con los turcos; amaba el éxito; odiaba la incomodidad; necesitaba gustar; decía océanos de tonterías; y si alguien le preguntaba qué era el Ecuador no sabía contestar.
 De todos modos, los días se sucedían uno tras otro; miércoles, jueves, viernes, sábado; una tenía que levantarse por la mañana, ver el cielo, pasear por el parque, encontrarse con Hugh Whitbread; y de repente llegó Peter: luego, aquellas rosas; con esto bastaba. Después de esto, ¡qué increíble resultaba la muerte! El que todo hubiera de terminar; y nada en el mundo entero llegaría a saber lo mucho que le gustaba todo; llegaría a saber cómo en cada instante...
 Se abrió la puerta. Elizabeth sabía que su madre estaba descansando. Entró muy silenciosamente. Se quedó absolutamente quieta. ¿No sería que algún mongol había naufragado ante la costa de Norfolk (como decía la señora Hilbery), y se había mezclado con las señoras Dalloway, quizá cien años atrás? Sí, porque las Dalloway, por lo general, eran rubias, con ojos azules; y Elizabeth, por el contrario, era morena; tenía ojos chinos en la cara pálida, misterio oriental; era dulce, considerada, quieta. De niña, tenía un estupendo sentido del humor; pero ahora, a los diecisiete años, sin que Clarissa pudiera comprenderlo ni siquiera remotamente, se había transformado en una muchacha muy seria; como un jacinto de brillante verde, con capullos de leve color, un jacinto sin sol.
 Se estaba muy quieta y miraba a su madre; pero la puerta había quedado entornada y Clarissa sabía que, más allá de la puerta, estaba la señorita Kilman; la señorita Kilman con impermeable, escuchando lo que ellas hablaban.
 Sí, la señorita Kilman estaba en pie, fuera, e iba con impermeable, pero tenía sus razones. En primer lugar, era barato; en segundo lugar, la señorita Kilman tenía más de cuarenta años; y, al fin y al cabo, no se vestía para gustar. Además, era pobre, humillantemente pobre. De lo contrario, no hubiera aceptado empleos de gente como los Dalloway; empleos de gentes ricas a quienes gustaba ser amables. Y, dicho sea en justicia, el señor Dalloway había sido amable. Pero la señora Dalloway, no. Había sido, simplemente, condescendiente. Procedía de una familia perteneciente a la clase más indigna, la clase de los ricos con un barniz de cultura. Tenían cosas caras en todas partes: cuadros, alfombras, gran número de criados. La señorita Kilman pensaba que tenía pleno derecho a cuanto los Dalloway hacían en su beneficio. 
 Pero la señorita Kilman había sido estafada. Sí, la palabra no constituía una exageración, porque ¿acaso una chica no tiene derecho a una cierta clase de felicidad? Y la señorita Kilman nunca había sido feliz, por ser tan poco agraciada y tan pobre. Y luego, cuando se le presentó una buena oportunidad en la escuela de la señorita Dolby, vino la guerra; y la señorita Kilman siempre había sido incapaz de mentir. La señorita Dolby consideró que la señorita Kilman sería más feliz viviendo con personas que compartieran sus opiniones acerca de los alemanes. Tuvo que irse. En realidad, su familia era de origen alemán; su apellido se escribía Kiehlman, en el siglo XVIII, pero su hermano murió en la guerra. A ella la echaron porque no podía aceptar la ficción de que todos los alemanes eran malvados. ¡Tenía amigos alemanes, y los únicos días felices de su vida los había pasado en Alemania! A fin de cuentas, sabía enseñar historia. Tuvo que aceptar lo que le ofrecieran. El señor Dalloway la descubrió mientras ella trabajaba en casa de los Friend. Y le permitió (lo cual fue verdaderamente generoso por su parte) enseñar historia a su hija. También le daba clases de cultura general y demás. Entonces, en su vida apareció Nuestro Señor (aquí la señorita Kilman inclinaba siempre la cabeza). Había visto la luz hacía dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a las mujeres como Clarissa Dalloway; se apiadaba de ellas.
 Se apiadaba de estas mujeres y las despreciaba desde lo más hondo de su corazón, mientras permanecía en pie sobre la muelle alfombra, contemplando un viejo grabado de una niña con manguito. Con tanto lujo, ¿qué esperanza cabía albergar de que las cosas, en general, mejorasen? En vez de yacer en el sofá -Elizabeth había dicho: "Mi madre está descansando"-, Clarissa Dalloway hubiera debido estar en una fábrica, detrás de un mostrador, ¡la señora Dalloway y todas las demás lindas señoras!»

  [El texto pertenece a la edición en español Editorial Lumen, 1984, en traducción de Andrés Bosch, pp. 139-141. ISBN: 84-264-1115-0.]

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