Segundo artículo definitivo de la paz perpetua
El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados libres
«Los pueblos, como Estados que son, pueden considerarse como individuos en estado de naturaleza -es decir, independientes de toda ley externa-, cuya convivencia en ese estado natural es ya un perjuicio para todos y cada uno. Todo Estado puede y debe afirmar su propia seguridad, requiriendo a los demás para que entren a formar con él una especie de constitución, semejante a la constitución política, que garantice el derecho de cada uno. Esto sería una Sociedad de naciones, la cual, sin embargo, no debería ser un Estado de naciones. En ello habría, empero, una contradicción; todo Estado implica la relación de un superior -el que legisla- con un inferior -el que obedece, el pueblo-; muchos pueblos reunidos en un Estado, vendrían a ser un solo pueblo, lo cual contradice la hipótesis; en efecto, hemos de considerar aquí el derecho de los pueblos, unos respecto de otros, precisamente en cuanto que forman diferentes Estados y no deben fundirse en uno solo.
Ahora bien; cuando vemos el apego que tienen los salvajes a su libertad sin ley, prefiriendo la continua lucha mejor que someterse a una fuerza legal constituida por ellos mismos, prefiriendo una libertad insensata a la libertad racional, los miramos con desprecio profundo y consideramos su conducta como bárbara incultura, como un bestial embrutecimiento de la Humanidad; del mismo modo -debiera pensarse- están obligados los pueblos civilizados, cada uno de los cuales constituye un Estado, a salir cuanto antes de esa situación infame. Lejos de eso, cifran los Estados su majestad -pues hablar de la majestad del pueblo sería hacer uso de una expresión absurda- en no someterse a ninguna presión legal exterior; y el esplendor y brillo de los príncipes consiste en tener a sus órdenes, sin exponerse a ningún peligro, miles de combatientes dispuestos a sacrificarse* por una causa que en nada les interesa. La diferencia entre los salvajes de Europa y los de América está principalmente en que muchas tribus americanas han sido devoradas por sus enemigos, mientras que los Estados europeos, en lugar de comerse a los vencidos, hacen algo mejor: los incorporan al número de sus súbditos para tener más soldados con que hacer nuevas guerras.
Si se considera la perversidad de la naturaleza humana, manifestada sin recato en las relaciones entre pueblos libres -contenida, en cambio, y velada en el estado civil y político por la coacción legal del Gobierno-, es muy de admirar que la palabra "derecho" no haya sido aún expulsada de la política guerrera por pedante y arbitraria. Todavía no se ha atrevido ningún Estado a sostener públicamente esta opinión. Acógense de continuo a Hugo Grocio, a Puffendorf, a Vattel y otros -¡triste consuelo!-, aun cuando esos códigos, compuestos en sentido filosófico o diplomático, no tienen ni pueden tener la menor fuerza legal, porque los Estados, como tales, no se hallan sumisos a ninguna común autoridad externa. Citan a esos juristas sinceramente para justificar una declaración de guerra y, sin embargo, no hay ejemplo de que un Estado se haya conmovido ante el testimonio de esos hombres ilustres y haya abandonado sus propósitos. Con todo, el homenaje que tributan así los Estados al concepto de derecho -por lo menos de palabra-, demuestra que en el hombre hay una importante tendencia al bien moral. Esta tendencia, acaso dormida por el momento, aspira a sobrepujar al principio malo -que innegablemente existe-, y permite esperar también en los demás una victoria semejante. Si así no fuera, no se les ocurriría nunca a los Estados hablar de derecho, cuando se disponen a lanzarse a la guerra, a no ser por broma, como aquel príncipe galo que decía: "La ventaja que la Naturaleza ha dado al más fuerte es que el más débil debe obedecerle".
La manera que tienen los Estados de procurar su derecho no puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de ser la guerra. Pero la guerra victoriosa no decide el derecho, y el tratado de paz, si bien pone término a las actuales hostilidades, no acaba con el estado de guerra latente, pues caben siempre, para reanudar la lucha, pretextos y motivos que no pueden considerarse sin más ni más como injustos, puesto que en esa situación cada uno es juez único de su propia causa. Por otra parte, si para los individuos que viven en un estado anárquico tiene vigencia y aplicación la máxima del derecho natural, que les obliga a salir de ese estado, en cambio, para los Estados, según el derecho de gentes, no tiene aplicación esa máxima. Efectivamente; los Estados poseen ya una constitución jurídica interna y, por tanto, no tienen por qué someterse a la presión de otros que quieran reducirlos a una constitución común y más amplia, conforme a sus conceptos del derecho. Sin embargo, la razón, desde las alturas del máximo poder moral legislador, se pronuncia contra la guerra en modo absoluto, se niega a reconocer la guerra como un proceso jurídico, e impone, en cambio, como deber estricto, la paz entre los hombres; pero la paz no puede asentarse y afirmarse como no sea mediante un pacto entre los pueblos. Tiene, pues, que establecerse una federación de tipo especial, que podría llamarse federación de paz -foedus pacificus-, la cual se distinguiría del tratado de paz en que éste acaba con una guerra y aquélla pone término a toda guerra. Esta federación no se propone recabar ningún poder del Estad, sino simplemente mantener y asegurar la libertad de un Estado en sí mismo, y también la de los demás Estados federados, sin que éstos hayan de someterse por ello -como los individuos en el estado de naturaleza- a leyes políticas y a una coacción legal. La posibilidad de llevar a cabo esta idea -su objetiva realidad- de una federación que se extienda poco a poco a todos los Estados y conduzca, en último término, a la paz perpetua, es susceptible de exposición y desarrollo.»
* Un príncipe búlgaro, a quien el emperador griego proponía un combate singular para decidir cierta disensión habida entre ambos, contesto: "...que un herrero que tiene tenazas no coge el hierro ardiendo con sus propias manos".
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Óptima, 1997, en traducción de F. Rivera Pastor, pp. 107-111. ISBN: 84-239-0612-4.]
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