II
«Todo había comenzado unos años antes, aquel
día que, mientras cumplía con sus obligaciones en casa de lady Dant, la señora
Harris había abierto un armario para ordenarlo y se había encontrado dos vestidos colgados en el interior. Uno de ellos era toda una monada de tonos
crema y marfil, de raso y encaje; el otro, una explosión de satén y tafetán
carmesí, adornado con grandes lazos rojos y una enorme flor también roja. Dejó
de moverse, como si se hubiera quedado sin habla, porque en toda su vida nunca
había visto algo tan emocionante ni tan bonito.
Por muy anodina y gris que pareciera su
existencia, la señora Harris siempre había deseado verse rodeada de belleza y
color, algo que hasta el momento se había manifestado en una gran afición a las
flores. Tenía muy buena mano para la jardinería, así como unos conocimientos
nada desdeñables sobre la materia, y lograba que las plantas le florecieran
allí donde le resultaba prácticamente imposible a otra persona.
Delante de las ventanas de su semisótano se
veían dos jardineras de geranios, su flor preferida, y, en el interior, donde
quedaba sitio, había macetitas en las que se observaba algún geranio que
intentaba por todos los medios conquistar ese entorno, o un único jacinto o un
tulipán, comprados en un puesto ambulante a cambio de un chelín ganado con
grandes sudores.
Y, además, las personas para las que trabajaba
le regalaban a veces las flores cortadas que descartaban, que, en un estado
marchito, ella se llevaba a casa para tratar de que recuperaran la lozanía, y,
de vez en cuando, sobre todo en primavera, se compraba una pequeña maceta de
pensamientos, prímulas o anémonas. Mientras tuviera flores, la vida que llevaba
no le inspiraba grandes quejas a la señora Harris. Constituían la vía de escape
del desierto lúgubre y pedregoso en el que vivía. Esos intensos estallidos de
color le daban alegría. Eran algo a lo que volver por la tarde, junto a lo que
despertarse por las mañanas.
Pero ahora, mientras estaba delante de las deslumbrantes creaciones que
colgaban en el armario, se vio frente a un tipo nuevo de belleza: una belleza
artificial, creada por la mano de un hombre y un artista, pero artera y
directamente dirigida al corazón de la mujer. En ese mismo instante quedó bajo
el influjo del artista; en ese mismo instante nació en su interior el deseo de
tener un vestido semejante.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza, ella nunca iba a ponerse un traje
así, que no encajaba en su vida. Su reacción fue puramente femenina. Lo vio y
lo quiso con todas sus ganas. Algo dentro de ella lo deseaba, y trataba de
alcanzarlo de forma tan instintiva como un niño en una cuna quiere alcanzar un
objeto brillante. En ese momento, ni ella misma se dio cuenta de lo profundo
que era ese deseo, de lo potente que resultaba. Sólo pudo quedarse embelesada,
extasiada y hechizada, contemplando los vestidos, apoyada en la bayeta, con sus
zapatos de vodevil, sucia de arriba abajo, mientras el cabello ralo le
enmarcaba la cara: la clásica imagen de una señora de la limpieza.
Así fue como la encontró lady Dant cuando pasó casualmente por allí,
viniendo de su saloncito.
—¡Oh —exclamó—, mis vestidos! —Y después, al fijarse en la actitud y en
el gesto de la señora Harris, añadió—: ¿Le gustan? Todavía no he decidido cuál
me voy a poner esta noche.
La asistenta apenas fue consciente de que lady
Dant estaba hablando: aún reclamaban toda su atención esas creaciones vivas de
seda y tafetán y gasa, de colores que alegraban el corazón, de audaces cortes,
rígidas gracias a una ingeniosa construcción interna por la que parecía que se
sostenían en pie prácticamente solas, como si fueran criaturas dotadas de vida
propia.
—Madre mía —logró decir al fin—. Pero qué
bonitos son. Seguro que cuestan un ojo de la cara.
Lady Dant fue incapaz de resistirse a la tentación de impresionar a la
señora Harris. Cuesta apabullar a una señora de la limpieza londinense: de
hecho son las personas menos impresionables del mundo. La empleada siempre le
había dado un poco de miedo y ahora se le presentaba la ocasión de anotarse un
tanto. Soltó una de sus forzadas carcajadas y dijo:
—La verdad es que sí, hasta cierto punto. Este de aquí, “Ivoire”, costó
trescientas cincuenta libras, y ese largo, el rojo, que se llama “Deslumbrante”,
salió por unas cuatrocientas cincuenta. Siempre voy a Dior, cómo no. Claro que
así una siempre sabe que acierta.
—Cuatrocientas cincuenta libras —repitió la señora Harris—. ¿De dónde
saca la gente tanto dinero?
Los estilos de París no le eran desconocidos, porque leía con asiduidad
números atrasados de revistas de moda que a veces le daban sus clientas, y
había oído hablar de Fath, Chanel y Balenciaga, Carpentier, Lanvin y Dior; este
último nombre despertó ciertas ideas en su espíritu necesitado de belleza.
Porque una cosa era encontrarse con fotografías de vestidos mientras iba
pasando las páginas satinadas de Vogue
o Elle en las que, y a en color o en
blanco y negro, los trajes eran algo impersonal y tan ajeno a su mundo y fuera
de su alcance como la luna o las estrellas; y otra muy distinta tener justo
delante el vestido real y poder deleitarse la vista con cada una de las
ingeniosas puntadas, tocarlo, olerlo, quererlo, y de pronto verse consumida por
el fuego del deseo.
La señora Harris no notó en absoluto que, al responder a lady Dant, ya
había expresado la determinación de tener un vestido semejante. No había
querido decir: “¿De dónde saca la gente tanto dinero?”, sino: “¿De dónde voy a
sacar tanto dinero?” Evidentemente, esta pregunta no tenía respuesta, o, más
bien, sólo tenía una. Había que ganárselo. Pero las probabilidades de
conseguirlo eran tan remotas como los planetas.
Lady Dant quedó absolutamente encantada con la
impresión que le parecía haber causado, e incluso descolgó cada vestido y se lo
enseñó a la señora Harris para que ésta pudiera hacerse una idea del efecto que
creaba. Y, como las manos de la señora de la limpieza estaban impolutas gracias
al agua con jabón en la que se hallaban inmersas casi todo el rato, la dama le
permitió tocar los materiales, cosa que ella hizo como si éstos fueran el Santo
Grial.
—Pero qué preciosidad —musitó de nuevo.
Lady Dant no supo que en ese instante la
señora Harris ya había decidido que lo que más anhelaba en esta vida, y también
en la otra, era tener un vestido de Dior suyo y colgado en el armario.
Con una sonrisa taimada, y muy pagada de sí
misma, lady Dant cerró la puerta del ropero, pero no pudo quitarle de la cabeza
a su empleada lo que ésta había visto dentro: belleza, perfección, el
acicalamiento más insuperable que una mujer podía desear. Y la señora de la
limpieza no era menos mujer que lady Dant, o que cualquier otra. Quería,
quería, quería un vestido de la que indudablemente debía ser la tienda más cara
del mundo, la del señor Dior en París.
La señora Harris no era nada tonta. Ni se le
pasó por la cabeza la idea de llegar a ponerse en público un vestido semejante.
Si sabía algo, era cuál era su sitio. No lo compartía con nadie, y pobre de
quien intentara meterse en él. Su sitio era un mundo de incesantes fatigas,
pero su independencia lo iluminaba. En él no cabían los dispendios ni los
vestidos bonitos.
Pero lo que deseaba ahora era poseer uno, hacerlo de forma física y
femenina; tenerlo colgado en el armario, saber que ahí se quedaba cuando ella
se marchaba, abrir la puerta al volver y ver que la esperaba: algo que
resultaba exquisito al tocarlo, al contemplarlo, al tenerlo. Le parecía que
todo aquello de lo que se había visto desprovista en la vida por culpa de la
pobreza, de las circunstancias en que había nacido y de su clase social podía
compensarse si se convertía en dueña de aquel ejemplo glorioso de elegante moda
femenina. La misma cantidad de dinero enorme e impensable podía verse también
reflejada en una joya, en un único diamante que duraría para siempre. A la
señora Harris no le interesaban los diamantes. El hecho mismo de que un solo
vestido pudiera representar una cantidad tan grande de dinero aumentaba su
carácter deseable y el deseo que le inspiraba. No se le escapaba que el hecho
de que ella lo quisiera no tenía ni pies ni cabeza, pero eso no impedía en
absoluto que así fuera.
El resto de aquel día húmedo, triste y brumoso, le infundieron calor las
imágenes de las creaciones que había visto, y, cuanto más pensaba en ellas, más
crecía el deseo en su interior.
Esa noche, mientras la densa niebla londinense se deshacía en gotas de
lluvia, la señora Harris se acomodó en medio de la agradable calidez de la
cocina de la señora Butterfield para llevar a cabo la importante ceremonia de
rellenar los cupones de la quiniela de fútbol semanal.
Desde que recordaba, le daba la impresión de que ninguna de las dos
había dejado nunca de dedicarle tres peniques todas las semanas a esa
fascinante lotería nacional. El precio no era caro: la esperanza, la ilusión y
la intriga que podían adquirirse por apenas tres peniques por cabeza. Porque,
cuando el cupón ya se había rellenado y se había echado al buzón de correos,
representaba una opulencia incalculable hasta que llegaban los periódicos con
los resultados y la desilusión, pero nunca se producía una auténtica decepción,
porque la verdad era que no esperaban ganar. En una ocasión, la señora Harris
había logrado un premio de treinta chelines, y a la señora Butterfield le había
tocado el reintegro varias veces, o más bien la posibilidad de jugar gratis la
semana siguiente, pero, evidentemente, nada más. Los fabulosos premios
importantes nunca habían dejado de ser cuentos de hadas llenos de glamour que
alimentaban ambiciones y que de vez en cuando llegaban a salir en los
periódicos.
Como la señora Harris no era aficionada a los deportes ni tenía tiempo
para seguir las vicisitudes de los equipos de fútbol, y como además las
combinaciones y permutaciones posibles se contaban por millones, se había
acostumbrado a elegir recurriendo a la adivinación y a Dios. Había que predecir
los resultados de unos treinta partidos (victoria, derrota o empate), y el
método de la señora consistía en detenerse, con el lápiz preparado, en cada
línea, y esperar a que le llegase un mensaje interior o exterior que le dijese
qué anotar. Le daba la sensación de que la suerte era algo tangible que flotaba
en el aire y que a veces se posaba en grandes cantidades sobre la gente. La
suerte era algo que podía notarse, cogerse, morderse; la suerte podía rodear
completamente a una persona en determinado momento y desaparecer al siguiente.
Por eso, en el instante de atraer a la buena suerte en lo referente a las
quinielas de fútbol, la señora Harris trataba de sintonizar con lo desconocido.
Normalmente, mientras hacía esa pausa, si no notaba una violenta corazonada o
si no sentía nada, marcaba la casilla del empate.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Alba Editorial, 2015, en traducción de Ismael Attrache. ISBN:
9787-84-9065152-0.]
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