miércoles, 18 de mayo de 2022

El arte de no decir la verdad.- Adam Soboczynski (1975)


Soboczynski, Adam - Editorial Anagrama
4

Mostrar interés

 «¡Cuánto anhelamos captar la atención! A menudo el que se convierte en centro de la conversación se gusta enormemente a sí mismo. Pocas cosas satisfacen más nuestra vanidad. Sobre todo en aquel que consigue cautivar a su público hasta el punto de que gusta a los que le escuchan por su narcisismo. Sólo entonces éstos muestran atención e interés hacia el que habla. Se olvidan de sí mismos y, como dice la bella expresión, beben de sus palabras. Y esto nuevamente complace mucho al narrador, que sabe perfectamente que gustarse a sí mismo sirve de bien poco si no se gusta también a los demás. Y lo mismo se puede decir en sentido inverso: el que quiere adular al narrador, lo escucha atentamente.
 Y hacerse escuchar atentamente es lo que hace una mujer durante un paseo a orillas del Rin. Es el primer día cálido del año: los patinadores se aventuran a salir con sus patines en línea y pasan de largo junto a la pareja de paseantes. La mujer observa algo absorta un barco de pasajeros que avanza parsimoniosamente río abajo.
 La mujer, que es cirujana, tiene el día libre. Los últimos días han sido agotadores: dos apendicitis, un aneurisma con complicaciones, y luego la historia con el enfermero. ¡Qué bien que hoy haya podido convencer a su viejo y buen amigo para salir a pasear un rato!
 Para simplificar, pongamos que el viejo y buen amigo se llama Andreas y la mujer María.
 Se conocen de la época de la universidad. Andreas sigue trabajando en su doctorado aún inacabado sobre los merovingios. En aquellas semanas llenas de privaciones que, como siempre, pasaba inclinado sobre un montón de fotocopias, asqueado por la desagradable maleza de las notas a pie de página de la bibliografía académica, víctima del síndrome de la página en blanco, María, que aún estudiaba, llamaba algunas noches a la puerta de su pequeño apartamento y traía consigo unas cervezas. Se las bebían juntos en la cama. También tenían patatas fritas y vídeos: todos los Bond que se podían conseguir. A Andreas le gustaba eso de beber cerveza en lugar de vino. Algunas noches, ella se quedaba dormida como un tronco y él, fumando un último cigarrillo junto a la ventana, descubría con cierta sorpresa que y a despuntaba el día. Le gustaba quedarse despierto mientras María dormía. Posaba complacido la mirada en sus párpados, ligeramente agitados en medio del sueño.
 Han pasado y a algunos años de todo aquello. Entonces, a los dos el mundo se les aparecía, al menos a veces, como un mar de posibilidades. Nunca habían salido lo que se dice juntos. En aquellos años de grandes ambiciones juveniles, se consideraban demasiado distintos. Era eso y nada más, pero tampoco nada menos: una idealización de la vida cotidiana incitada por el ansia de diversión. Cuando María se enamoró de otro hombre, ambos acordaron transformar su relación en una amistad sin mayores complicaciones. “Ahora sí que estoy enamorada de verdad”, decía ella con orgullo.
 Y mientras Andreas se enterraba cada vez más en su doctorado, que hasta el día de hoy financia gracias a una plaza como asistente universitario en el Instituto de Historia, María, tras finalizar la licenciatura, se dedicaba con perseverante pasión a su carrera. ¡Aún no había cumplido los treinta y ya era médica adjunta! Nadie podía quejarse; tampoco sus padres, que con motivo de la noticia le habían regalado un Volkswagen Polo, lo que a María le había parecido un tanto ridículo, puesto que precisamente entonces ya se podía permitir ella pagarlo a plazos.
 ¿Por qué contamos todo esto? Porque, secretamente, Andreas desea a María más de lo que se le suele suponer a una simple amistad. Aquellos párpados agitados a la luz del amanecer se le habían quedado grabados a fuego. Desde que acordaron evitar todas las muestras de cariño que iban más allá de una relación de amistad, Andreas no desea otra cosa que esas muestras de cariño. Hace mucho tiempo que espera la ocasión idónea para devolver la relación a su antiguo estado más apasionado.
 Andreas presiente que hoy puede ser el gran día. María está confusa, el mejor de los escenarios. Entrecortadamente, gesticulando, recorriendo la orilla a paso lento, habla de su novio, médico como ella (aunque en otra clínica), de lo fiel y atento que es, de que quiere tener hijos, es cariñoso y le gusta cocinar. Lo ama. Hasta cierto punto, al menos.
 Todo eso ya lo sabe, dice Andreas. ¡Suena maravilloso! ¿Cuál es el problema entonces?
 —¿El problema? —María suelta una carcajada de desesperación—. ¡El problema es el enfermero!
 —¿El enfermero? ¿Qué enfermero?
 —¡Es tan embarazoso! —exclama María, llevándose las manos a la cabeza y ruborizándose. Entonces cuenta el terrible lío. Al principio, todo se limitaba a  algunas miradas furtivas y a algún que otro contacto cuando el enfermero le alcanzaba los instrumentos médicos en alguna intervención. Aquello dio paso, primero, a los inevitables encuentros en la cantina, donde comían juntos escalope empanado con patatas fritas, luego a la breve y aún completamente inocente cerveza tras una guardia compartida, y finalmente al súbito retorno a los largamente olvidados arrebatos de la juventud, que empezaron con la exploración frenética de los diversos trasteros de la clínica durante pausas que programaban de mutuo acuerdo.
 ¿Qué debía hacer? ¿Confesarlo todo y acabar con aquella aventura? ¿Dejar a su novio? Todo era tan confuso: aquí la seguridad, allá la tremenda excitación…  ¡Ni siquiera conseguía concentrarse durante las incisiones de filigrana que le exigían las operaciones complicadas!
El arte de no decir la verdad - Soboczynski, Adam - 978-84-339 ... Alguien podría pensar que, frente no a uno sino dos competidores masculinos, Andreas no tiene ninguna posibilidad. Es justo lo contrario. Andreas supone, con toda la razón, que tanto el novio como el enfermero ya han peleado bastante. Sin que ellos tengan ninguna conciencia de ello, el enfermero es para María la prueba del aburrimiento de su novio, y su novio es la prueba de la poca solidez de la vida del enfermero: no sólo es que gane muy poco dinero, es que el simple hecho de llevarlo a una fiesta resultaría impensable. María se avergonzaría de la simplicidad de sus pensamientos.
 Pero todo esto, aunque lo piense, Andreas no lo dice. Escucha a María con atención, pone cara pensativa, fuma un cigarrillo y de vez en cuando, cuando quiere que ella le precise algo, le hace alguna pregunta. De este modo, consigue que el conflicto salga a la luz en toda su crudeza. Desde luego, no cae en el error de criticar a uno de los competidores, ni tampoco a los dos. Al contrario: si bien tímidamente, elogia, por un lado, el bello apasionamiento de la aventura amorosa (“¡Qué emocionante!”), y por otro la sólida serenidad de su pareja (“¡Un tipo de lo más agradable!”). De este modo, provoca la réplica de su vieja y buena amiga, que se lamenta de los apáticos e interminables domingos con su novio (“Últimamente jugamos a cartas… ¡y a mí ni siquiera me gustan las cartas!”), para quejarse luego del enfermero, que se ha dedicado a contar su conquista a los cuatro vientos. En todo caso, los compañeros no paran de pinchar a María con las bromas más repugnantes (“¿Vas a que te pongan la inyección?”).
 Si lo piensa un poco, afirma María, el dichoso enfermero, que por cierto es muy guapo, no es más que una aventura de transición anticipada. Nada más.
 Sólo en este momento, en el que el juego parece casi ganado, Andreas pasa de su actitud comprensiva al ataque. Señala hacia un lujoso pabellón de ladrillo rojo, situado sobre una pequeña colina, resplandeciente al sol de la tarde, donde hace poco han abierto un bar.
 A la segunda cerveza, los viejos y buenos amigos charlan de los viejos buenos tiempos (“¡Qué días más locos, aquéllos!”). A la tercera, la conversación se pone momentáneamente seria cuando María pregunta por el doctorado a Andreas, quien, en una interpretación extremadamente benévola de los hechos, lo describe como cercano a su fin. A la cuarta cerveza, María cae en la cuenta de que, en las últimas semanas, Andreas ha adelgazado bastante (“¡Te sienta de maravilla!”).
 Como colofón del día, Andreas propone alquilar una película. Tras una breve vacilación (no por la existencia de una duda, sino como pausa dramática), María responde:
 —¡Venga, por qué no!
 Unas horas más tarde, Andreas, fumando un último cigarrillo junto a la ventana, descubre con cierta sorpresa que ya despunta el día. Le gusta quedarse despierto mientras María duerme. Posa complacido la mirada en sus párpados, ligeramente agitados en medio del sueño.
 Y así es como el mostrar interés y el escuchar con paciencia vencen sobre la charla irreflexiva. Los demás, envidiosos, se burlan del que muestra un absorto interés tildándolo de “amigo de las mujeres”. Sin embargo, el que acierta en su proceder, evidentemente, es aquel que jamás infravalora la vanidad del que habla. Lo que más detesta el que habla es percibir que su interlocutor, en lugar de beber de sus palabras, está pensando y a en lo que va a replicar. Sólo cuando éste muestra una atención incondicional, el narrador cae en la trampa de abrirse completamente.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2013, en traducción de Francesc Rovira Faixa. ISBN: 978-84-339756-76.]

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