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Mostrar interés
«¡Cuánto anhelamos
captar la atención! A menudo el que se convierte en centro de la conversación
se gusta enormemente a sí mismo. Pocas cosas satisfacen más nuestra vanidad.
Sobre todo en aquel que consigue cautivar a su público hasta el punto de que
gusta a los que le escuchan por su narcisismo. Sólo entonces éstos muestran
atención e interés hacia el que habla. Se olvidan de sí mismos y, como dice la
bella expresión, beben de sus palabras. Y esto nuevamente complace mucho al
narrador, que sabe perfectamente que gustarse a sí mismo sirve de bien poco si
no se gusta también a los demás. Y lo mismo se puede decir en sentido inverso:
el que quiere adular al narrador, lo escucha atentamente.
Y hacerse escuchar
atentamente es lo que hace una mujer durante un paseo a orillas del Rin. Es el
primer día cálido del año: los patinadores se aventuran a salir con sus patines
en línea y pasan de largo junto a la pareja de paseantes. La mujer observa algo
absorta un barco de pasajeros que avanza parsimoniosamente río abajo.
La mujer, que es
cirujana, tiene el día libre. Los últimos días han sido agotadores: dos
apendicitis, un aneurisma con complicaciones, y luego la historia con el
enfermero. ¡Qué bien que hoy haya podido convencer a su viejo y buen amigo para
salir a pasear un rato!
Para simplificar,
pongamos que el viejo y buen amigo se llama Andreas y la mujer María.
Se conocen de la
época de la universidad. Andreas sigue trabajando en su doctorado aún inacabado
sobre los merovingios. En aquellas semanas llenas de privaciones que, como
siempre, pasaba inclinado sobre un montón de fotocopias, asqueado por la
desagradable maleza de las notas a pie de página de la bibliografía académica,
víctima del síndrome de la página en blanco, María, que aún estudiaba, llamaba
algunas noches a la puerta de su pequeño apartamento y traía consigo unas
cervezas. Se las bebían juntos en la cama. También tenían patatas fritas y
vídeos: todos los Bond que se podían conseguir. A Andreas le gustaba eso de
beber cerveza en lugar de vino. Algunas noches, ella se quedaba dormida como un
tronco y él, fumando un último cigarrillo junto a la ventana, descubría con
cierta sorpresa que y a despuntaba el día. Le gustaba quedarse despierto
mientras María dormía. Posaba complacido la mirada en sus párpados, ligeramente
agitados en medio del sueño.
Han pasado y a
algunos años de todo aquello. Entonces, a los dos el mundo se les aparecía, al
menos a veces, como un mar de posibilidades. Nunca habían salido lo que se dice
juntos. En aquellos años de grandes ambiciones juveniles, se consideraban
demasiado distintos. Era eso y nada más, pero tampoco nada menos: una
idealización de la vida cotidiana incitada por el ansia de diversión. Cuando María
se enamoró de otro hombre, ambos acordaron transformar su relación en una
amistad sin mayores complicaciones. “Ahora sí que estoy enamorada de verdad”,
decía ella con orgullo.
Y mientras Andreas
se enterraba cada vez más en su doctorado, que hasta el día de hoy financia
gracias a una plaza como asistente universitario en el Instituto de Historia,
María, tras finalizar la licenciatura, se dedicaba con perseverante pasión a su
carrera. ¡Aún no había cumplido los treinta y ya era médica adjunta! Nadie podía
quejarse; tampoco sus padres, que con motivo de la noticia le habían regalado
un Volkswagen Polo, lo que a María le había parecido un tanto ridículo, puesto
que precisamente entonces ya se podía permitir ella pagarlo a plazos.
¿Por qué contamos
todo esto? Porque, secretamente, Andreas desea a María más de lo que se le
suele suponer a una simple amistad. Aquellos párpados agitados a la luz del
amanecer se le habían quedado grabados a fuego. Desde que acordaron evitar
todas las muestras de cariño que iban más allá de una relación de amistad,
Andreas no desea otra cosa que esas muestras de cariño. Hace mucho tiempo que
espera la ocasión idónea para devolver la relación a su antiguo estado más
apasionado.
Andreas presiente
que hoy puede ser el gran día. María está confusa, el mejor de los escenarios.
Entrecortadamente, gesticulando, recorriendo la orilla a paso lento, habla de
su novio, médico como ella (aunque en otra clínica), de lo fiel y atento que
es, de que quiere tener hijos, es cariñoso y le gusta cocinar. Lo ama. Hasta
cierto punto, al menos.
Todo eso ya lo
sabe, dice Andreas. ¡Suena maravilloso! ¿Cuál es el problema entonces?
—¿El problema?
—María suelta una carcajada de desesperación—. ¡El problema es el enfermero!
—¿El enfermero?
¿Qué enfermero?
—¡Es tan
embarazoso! —exclama María, llevándose las manos a la cabeza y ruborizándose.
Entonces cuenta el terrible lío. Al principio, todo se limitaba a algunas miradas furtivas y a algún que otro
contacto cuando el enfermero le alcanzaba los instrumentos médicos en alguna
intervención. Aquello dio paso, primero, a los inevitables encuentros en la
cantina, donde comían juntos escalope empanado con patatas fritas, luego a la
breve y aún completamente inocente cerveza tras una guardia compartida, y finalmente
al súbito retorno a los largamente olvidados arrebatos de la juventud, que
empezaron con la exploración frenética de los diversos trasteros de la clínica
durante pausas que programaban de mutuo acuerdo.
¿Qué debía hacer?
¿Confesarlo todo y acabar con aquella aventura? ¿Dejar a su novio? Todo era tan
confuso: aquí la seguridad, allá la tremenda excitación… ¡Ni siquiera conseguía concentrarse durante
las incisiones de filigrana que le exigían las operaciones complicadas!
Alguien podría
pensar que, frente no a uno sino dos competidores masculinos, Andreas no tiene
ninguna posibilidad. Es justo lo contrario. Andreas supone, con toda la razón,
que tanto el novio como el enfermero ya han peleado bastante. Sin que ellos
tengan ninguna conciencia de ello, el enfermero es para María la prueba del
aburrimiento de su novio, y su novio es la prueba de la poca solidez de la vida
del enfermero: no sólo es que gane muy poco dinero, es que el simple hecho de
llevarlo a una fiesta resultaría impensable. María se avergonzaría de la simplicidad
de sus pensamientos.
Pero todo esto,
aunque lo piense, Andreas no lo dice. Escucha a María con atención, pone cara
pensativa, fuma un cigarrillo y de vez en cuando, cuando quiere que ella le
precise algo, le hace alguna pregunta. De este modo, consigue que el conflicto
salga a la luz en toda su crudeza. Desde luego, no cae en el error de criticar
a uno de los competidores, ni tampoco a los dos. Al contrario: si bien tímidamente,
elogia, por un lado, el bello apasionamiento de la aventura amorosa (“¡Qué
emocionante!”), y por otro la sólida serenidad de su pareja (“¡Un tipo de lo
más agradable!”). De este modo, provoca la réplica de su vieja y buena amiga,
que se lamenta de los apáticos e interminables domingos con su novio (“Últimamente
jugamos a cartas… ¡y a mí ni siquiera me gustan las cartas!”), para quejarse
luego del enfermero, que se ha dedicado a contar su conquista a los cuatro
vientos. En todo caso, los compañeros no paran de pinchar a María con las
bromas más repugnantes (“¿Vas a que te pongan la inyección?”).
Si lo piensa un
poco, afirma María, el dichoso enfermero, que por cierto es muy guapo, no es
más que una aventura de transición anticipada. Nada más.
Sólo en este
momento, en el que el juego parece casi ganado, Andreas pasa de su actitud
comprensiva al ataque. Señala hacia un lujoso pabellón de ladrillo rojo,
situado sobre una pequeña colina, resplandeciente al sol de la tarde, donde hace
poco han abierto un bar.
A la segunda
cerveza, los viejos y buenos amigos charlan de los viejos buenos tiempos (“¡Qué
días más locos, aquéllos!”). A la tercera, la conversación se pone momentáneamente
seria cuando María pregunta por el doctorado a Andreas, quien, en una
interpretación extremadamente benévola de los hechos, lo describe como cercano
a su fin. A la cuarta cerveza, María cae en la cuenta de que, en las últimas
semanas, Andreas ha adelgazado bastante (“¡Te sienta de maravilla!”).
Como colofón del
día, Andreas propone alquilar una película. Tras una breve vacilación (no por
la existencia de una duda, sino como pausa dramática), María responde:
—¡Venga, por qué
no!
Unas horas más
tarde, Andreas, fumando un último cigarrillo junto a la ventana, descubre con
cierta sorpresa que ya despunta el día. Le gusta quedarse despierto mientras
María duerme. Posa complacido la mirada en sus párpados, ligeramente agitados
en medio del sueño.
Y así es como el
mostrar interés y el escuchar con paciencia vencen sobre la charla irreflexiva.
Los demás, envidiosos, se burlan del que muestra un absorto interés tildándolo
de “amigo de las mujeres”. Sin embargo, el que acierta en su proceder,
evidentemente, es aquel que jamás infravalora la vanidad del que habla. Lo que
más detesta el que habla es percibir que su interlocutor, en lugar de beber de
sus palabras, está pensando y a en lo que va a replicar. Sólo cuando éste muestra
una atención incondicional, el narrador cae en la trampa de abrirse completamente.»
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