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«En el campo de concentración alemán, Mijaíl
Sídorovich Mostovskói tuvo oportunidad, por vez primera después del Segundo
Congreso del Komintern, de aplicar su conocimiento de lenguas extranjeras.
Antes de la guerra, cuando vivía en Leningrado, había tenido escasas ocasiones
de hablar con extranjeros. Ahora recordaba los años de emigración que había
pasado en Londres y en Suiza, donde él y otros camaradas revolucionarios
hablaban, discutían, cantaban en muchas lenguas europeas.
Guardi, el sacerdote italiano que ocupaba el
catre junto a Mostovskói, le había explicado que en el Lager vivían hombres de
cincuenta y seis nacionalidades.
Las decenas de miles de habitantes de los
barracones del campo compartían el mismo destino, el mismo color de tez, la
misma ropa, el mismo paso extenuado, la misma sopa a base de nabo y sucedáneo
de sagú que los presos rusos llamaban "ojo de pescado" . Para las autoridades del
campo, los prisioneros sólo se distinguían por el número y el color de la
franja de tela que llevaban cosida a la chaqueta: roja para los prisioneros
políticos, negra para los saboteadores, verde para los ladrones y asesinos.
Aquella muchedumbre plurilingüe no se
comprendía entre sí, pero todos estaban unidos por un destino común.
Especialistas en física molecular o en manuscritos antiguos yacían en el mismo
camastro junto a campesinos italianos o pastores croatas incapaces de escribir
su propio nombre. Un hombre que antes pedía el desayuno a su cocinero y cuya
falta de apetito inquietaba al ama de llaves, ahora marchaba al trabajo al lado
de aquel otro que toda su vida se había alimentado a base de bacalao salado.
Sus suelas de madera producían el mismo ruido al chocar contra el suelo y ambos
miraban a su alrededor con la misma ansiedad para ver si llegaban los
Kostträger, los portadores de los bidones de comida, los "kostrigui" como los
llamaban los prisioneros rusos.
Los destinos de los hombres del campo, a pesar
de su diversidad, acababan por semejarse. Tanto si su visión del pasado se
asociaba a un pequeño jardín situado al borde de una polvorienta carretera
italiana, como si estaba ligada al bramido huraño del mar del Norte o a la
pantalla de papel anaranjado en la casa de un encargado en las afueras de
Bobruisk, para todos los prisioneros, del primero al último, el pasado era
maravilloso.
Cuanto más dura había sido la vida de un
hombre antes del campo, mayor era el fervor con el que mentía. Aquellos embustes
no servían a ningún objetivo práctico; más bien representaban un himno a la
libertad: un hombre fuera del campo no podía ser desgraciado…
Antes de la guerra aquel campo se denominaba
campo para criminales políticos.
El nacionalsocialismo había creado un nuevo
tipo de prisioneros políticos: los criminales que no habían cometido ningún
crimen.
Muchos ciudadanos iban a parar al campo por
haber contado un chiste de contenido político o por haber expresado una
observación crítica al régimen hitleriano en una conversación entre amigos. No
habían hecho circular octavillas, no habían participado en reuniones
clandestinas. Se los acusaba de ser sospechosos de poder hacerlo.
La reclusión de prisioneros de guerra en los
campos de concentración para prisioneros políticos era otra de las innovaciones
del fascismo. Allí convivían pilotos ingleses y americanos abatidos sobre
territorio alemán, comandantes y comisarios del Ejército Rojo. Estos últimos
eran de especial interés para la Gestapo y se les exigía que dieran
información, colaboraran, suscribieran toda clase de proclamas.
En el campo había saboteadores: trabajadores
que se habían atrevido a abandonar el trabajo sin autorización en las fábricas
militares o en las obras en construcción. La reclusión en campos de
concentración de obreros cuyo trabajo se consideraba deficiente también era un
hallazgo del nacionalsocialismo.
Había en el campo hombres con franjas de tela
lila en las chaquetas: emigrados alemanes huidos de la Alemania fascista. Era
ésta, asimismo, una novedad introducida por el fascismo: todo aquel que hubiera
abandonado Alemania, aun cuando se hubiera comportado de manera leal a ella, se
convertía en un enemigo político.
Los hombres que llevaban una franja verde en
la chaqueta, ladrones y malhechores, gozaban de un estatus privilegiado: las
autoridades se apoyaban en los delincuentes comunes para vigilar a los
prisioneros políticos.
El poder que ejercía el preso común sobre el
prisionero político era otra manifestación del espíritu innovador del nacionalsocialismo.
En el campo había hombres con un destino tan
peculiar que no habían podido encontrar tela de un color que se ajustara
convenientemente al suyo. Pero también el encantador de serpientes indio, el
persa llegado de Teherán para estudiar la pintura alemana, el estudiante de
física chino habían recibido del nacionalsocialismo un puesto en los catres,
una escudilla de sopa y doce horas de trabajo en los Plantages.
Noche y día los convoyes avanzaban en
dirección a los campos de concentración, a los campos de la muerte. El ruido de
las ruedas persistía en el aire junto al pitido de las locomotoras, el ruido
sordo de cientos de miles de prisioneros que se encaminaban al trabajo con un
número azul de cinco cifras cosido en el uniforme. Los campos se convirtieron
en las ciudades de la Nueva Europa. Crecían y se extendían con su propia
topografía, sus calles, plazas, hospitales, mercadillos, crematorios y
estadios.
Qué ingenuas, qué bondadosamente patriarcales
parecían ahora las viejas prisiones que se erguían en los suburbios urbanos en
comparación con aquellas ciudades del campo, en comparación con el terrorífico
resplandor rojo y negro de los hornos crematorios.
Uno podría pensar que para controlar a aquella
enorme masa de prisioneros se necesitaría un ejército de vigilantes igual de
enorme, millones de guardianes. Pero no era así. Durante semanas no se veía un
solo uniforme de las SS en los barracones. En las ciudades-Lager eran los
propios prisioneros los que habían asumido el deber de la vigilancia policial.
Eran ellos los que velaban por que se respetara el reglamento interno en los
barracones, los que cuidaban de que a sus ollas sólo fueran a parar las patatas
podridas y heladas, mientras que las buenas y sanas se destinaban al
aprovisionamiento del ejército.
Los propios prisioneros eran los médicos en
los hospitales, los bacteriólogos en los laboratorios del Lager, los porteros
que barrían las aceras de los campos. Eran incluso los ingenieros que
procuraban la luz y el calor en los barracones y que suministraban las piezas
para la maquinaria.
Los kapos —la feroz y enérgica policía de los
campos— llevaban un ancho brazalete amarillo en la manga izquierda. Junto a los
Lagerälteste, Blockälteste y Stubenälteste, controlaban toda la jerarquía de la
vida del campo: desde las cuestiones más generales hasta los asuntos más
personales que tenían lugar por la noche en los catres. Los prisioneros
participaban en el trabajo más confidencial del Estado del campo, incluso en la
redacción de las listas de « selección» y en las medidas aplicadas a los
prisioneros en las Dunkel-kammer, las celdas oscuras de hormigón. Daba la
impresión de que, aunque las autoridades desaparecieran, los prisioneros
mantendrían la corriente de alta tensión de los alambres, que no se desbandarían
ni interrumpirían el trabajo.
Los kapos y Blockälteste se limitaban a
cumplir órdenes, pero suspiraban y a veces incluso vertían algunas lágrimas por
aquellos que conducían a los hornos crematorios… Sin embargo, ese
desdoblamiento nunca llegaba hasta el extremo de incluir sus propios nombres en
las listas de selección. A Mijaíl Sídorovich se le antojaba particularmente
siniestro que el nacionalsocialismo no hubiera llegado al campo con monóculo,
que no tuviera el aire altivo de un cadete de segunda fila, que no fuera ajeno
al pueblo. En los campos, el nacionalsocialismo campaba a sus anchas pero no
vivía aislado del pueblo llano: gustaba de sus burlas y sus bromas desataban
las risas; era plebeyo y se comportaba de modo campechano; conocía a la perfección
la lengua, el alma y la mentalidad de aquellos a los que había privado de
libertad.»
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