Capítulo 1
«Mi padre tenía una hermana a quien amaba
tiernamente y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco
después de su boda, había acompañado a su marido a su país natal, y durante
algunos años mi padre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor de la
época de la que hablo, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su
cuñado haciéndole saber que tenía la intención de casarse con una dama italiana
y pidiéndole que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su
difunta hermana.
—Es mi deseo —dijo— que la consideres como hija tuya y que como a tal la
eduques. Es la heredera de la fortuna de su madre, y te enviaré los documentos
que así lo demuestran. Reflexiona sobre esta propuesta y decide si preferirías
educar a tu sobrina tú mismo o que lo haga una madrastra.
Mi padre no dudó un instante, y de inmediato se puso en camino hacia
Italia con el fin de acompañar a la pequeña Elizabeth hasta su futuro hogar. A
menudo he oído a mi madre decir que era la criatura más preciosa que jamás
había visto, e incluso ya entonces mostraba síntomas de un carácter dulce y
afectuoso. Estas características y el deseo de afianzar los lazos del amor
familiar hicieron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa,
plan del cual nunca encontró razón para arrepentirse.
A partir de este momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera
de juegos y, a medida que crecíamos, en una amiga. Era dócil y de buen carácter,
a la vez que alegre y juguetona como un insecto de verano. A pesar de que era
vivaz y animada, tenía fuertes y profundos sentimientos y era
desacostumbradamente afectuosa. Nadie podía disfrutar mejor de la libertad ni
podía plegarse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse al capricho. Su
imaginación era exuberante, pero tenía una gran capacidad para aplicarla. Su
persona era el reflejo de su mente, sus ojos de color avellana, aunque vivos
como los de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y
airosa y, aunque era capaz de soportar gran fatiga, parecía la criatura más
frágil del mundo. A pesar de que me cautivaba su comprensión y fantasía, me
deleitaba cuidarla como a un animalillo predilecto. Nunca vi más gracia, tanto
personal como mental, ligada a mayor modestia.
Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían que pedir algo, siempre
lo hacían a través de ella. No conocíamos ni la desunión ni las peleas, pues
aunque éramos muy diferentes de carácter, incluso en esa diferencia había
armonía. Yo era más tranquilo y filosófico que mi compañera, pero menos dócil.
Mi capacidad de concentración era mayor, pero no tan firme. Yo me deleitaba
investigando los hechos relativos al mundo en sí, ella prefería las aéreas
creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un secreto que anhelaba
descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por poblar con imaginaciones
personales.
Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo; pero tenía un amigo entre
mis compañeros del colegio, que compensaba esta deficiencia. Henry Clerval era
hijo de un comerciante de Ginebra, íntimo amigo de mi padre, y un chico de
excepcional talento e imaginación. Recuerdo que, cuando tenía nueve años,
escribió un cuento que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su
tema de estudio favorito eran los libros de caballería y romances, y recuerdo
que de muy jóvenes solíamos representar obras escritas por él, inspiradas en
estos sus libros predilectos, siendo los principales personajes Orlando, Robin Hood,
Amadís y San Jorge.
Juventud más feliz que la mía no puede haber
existido. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros amables. Para nosotros
los estudios nunca fueron una imposición; siempre teníamos una meta a la vista
que nos espoleaba a proseguirlos. Este era el método, y no la emulación, que
nos inducía a aplicarnos. Con el fin de que sus compañeras no la dejaran atrás,
a Elizabeth no se la orientaba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él
motivada por el deseo de agradar a su tía, representando alguna escena favorita
dibujada por ella misma. Aprendimos inglés y latín para poder leer lo que en
esas lenguas se había escrito. Tan lejos estaba el estudio de resultarnos
odioso a consecuencia de los castigos, que disfrutábamos con él, y nuestros
entretenimientos constituían lo que para otros niños hubieran sido pesadas
tareas. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan rápidamente
como aquellos a quienes se les educaba conforme a los métodos habituales, pero
lo que aprendimos se nos fijó en la memoria con mayor profundidad. Incluyo a
Henry Clerval en esta descripción de nuestro círculo doméstico, pues estaba con
nosotros continuamente. Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde con
nosotros; pues, siendo hijo único y encontrándose solo en su casa, a su padre
le complacía que tuviera amigos en la nuestra. Por otro lado nosotros tampoco
estábamos del todo felices cuando Clerval estaba ausente.
Siento placer al evocar mi infancia, antes de
que la desgracia me empañara la mente y cambiara esta alegre visión de utilidad
universal por tristes y mezquinas reflexiones personales. Pero al esbozar el
cuadro de mi niñez, no debo omitir aquellos acontecimientos que me llevaron,
con paso inconsciente, a mi ulterior infortunio. Cuando quiero explicarme a mí
mismo el origen de aquella pasión que posteriormente regiría mi destino, veo
que arranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco nobles y casi
olvidadas, engrosándose poco a poco hasta que se convierte en el torrente que
ha arrasado todas mis esperanzas y alegrías.
La filosofía natural es lo que ha forjado mi
destino. Deseo, pues, en esta narración explicar las causas que me llevaron a
la predilección por esa ciencia. Cuando tenía trece años fui de excursión con
mi familia a un balneario que hay cerca de Thonon. La inclemencia del tiempo
nos obligó a permanecer todo un día encerrados en la posada, y allí,
casualmente, encontré un volumen de las obras de Cornelius Agrippa. Lo abrí con
aburrimiento, pero la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos
que relataba pronto tornaron mi indiferencia en entusiasmo. Una nueva luz
pareció iluminar mi mente, y lleno de alegría le comuniqué a mi padre el
descubrimiento. No puedo dejar de comentar aquí las múltiples oportunidades de
que disponen los educadores para orientar la atención de sus alumnos hacia
conocimientos prácticos, y que desaprovechan lamentablemente. Mi padre ojeó
distraídamente la portada del libro y dijo:
—¡Ah, Cornelius Agrippa! Víctor, hijo mío, no pierdas el tiempo con
esto, son tonterías.
Si en vez de hacer este comentario, mi padre se hubiera molestado en
explicarme que los principios de Agrippa estaban totalmente superados, que
existía una concepción científica moderna con posibilidades mucho mayores que
la antigua, puesto que eran reales y prácticas mientras que las de aquélla eran
quiméricas, tengo la seguridad de que hubiera perdido el interés por Agrippa.
Probablemente, sensibilizada como tenía la imaginación, me hubiera dedicado a
la química, teoría más racional y producto de descubrimientos modernos. Es
incluso posible que mi pensamiento no hubiera recibido el impulso fatal que me
llevó a la ruina. Pero la indiferente ojeada de mi padre al volumen que leía en
modo alguno me indicó que él estuviera familiarizado con el contenido del mismo,
y proseguí mi lectura con mayor avidez.
Mi primera preocupación al regresar a casa fue hacerme con la obra
completa de este autor y, después, con la de Paracelso y Alberto Magno. Leí y
estudié con gusto las locas fantasías de estos escritores. Me parecían tesoros
que, salvo y o, pocos conocían. Aunque a menudo hubiera querido comunicarle a
mi padre estas secretas reservas de mi sabiduría, me lo impedía su imprecisa
desaprobación de mi querido Agrippa. Por tanto, y bajo promesa de absoluto
secreto, le comuniqué mis descubrimientos a Elizabeth, pero el tema no le
interesó y me vi obligado a continuar solo.
Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja un discípulo de
Alberto Magno, pero nuestra familia no era científica, y yo no había asistido a
ninguna de las clases que se daban en la universidad de Ginebra. Así pues, mis
sueños no se veían turbados por la realidad, y me lancé con enorme diligencia a
la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Pero era esto último
lo que recibía mi más completa atención: la riqueza era un objetivo inferior;
pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si y o pudiera eliminar de la
humanidad toda enfermedad y hacer invulnerables a los hombres a todo salvo a la
muerte violenta!
No eran éstos mis únicos pensamientos. Provocar la aparición de
fantasmas y demonios era algo que mis autores predilectos prometían que era
fácil, cumplimiento que yo ansiaba fervorosamente conseguir. Atribuía el que
mis hechizos jamás tuvieran éxito más a mi inexperiencia y error que a la falta
de habilidad o veracidad por parte de mis instructores.
Los fenómenos naturales que a diario tienen lugar no escapaban a mi
observación. La destilación y los maravillosos efectos del vapor, procesos que
mis autores favoritos desconocían por completo, provocaban mi asombro. Pero mi
mayor sorpresa la suscitaron unos experimentos con una bomba de aire que
empleaba un caballero al cual solíamos visitar.
El desconocimiento de los antiguos filósofos sobre éste y varios otros
temas disminuyeron mi fe en ellos, pero no podía desecharlos por completo sin
que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente.
Tenía alrededor de quince años cuando, habiéndonos retirado a la casa
que teníamos cerca de Belrive, presenciamos una terrible y violenta tormenta.
Había surgido detrás de las montañas del Jura, y los truenos estallaban al
unísono desde varios puntos del cielo con increíble estruendo. Mientras duró la
tormenta, observé el proceso con curiosidad y deleite. De pronto, desde el
dintel de la puerta, vi emanar un haz de fuego de un precioso y viejo roble que
se alzaba a unos quince metros de la casa; en cuanto se desvaneció el
resplandor, el roble había desaparecido y no quedaba nada más que un tocón
destrozado. Al acercarnos a la mañana siguiente, encontramos el árbol
insólitamente destruido. No estaba astillado por la sacudida; se encontraba
reducido por completo a pequeñas virutas de madera. Nunca había visto nada tan
deshecho.
La catástrofe de este árbol avivó mi curiosidad, y con enorme interés le
pregunté a mi padre acerca del origen y naturaleza de los truenos y los
relámpagos.
—Es la electricidad —me contestó, a la vez que me describía los diversos
efectos de esa energía.
Construyó una pequeña máquina eléctrica y realizó algunos experimentos.
También hizo una cometa con cable y cuerda, que arrancaba de las nubes ese
fluido.
Esto último acabó de destruir a Cornelius
Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, que durante tanto tiempo habían reinado
como dueños de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí
inclinado a empezar el estudio de los sistemas modernos, desinclinación que se
vio influida por la siguiente circunstancia. Mi padre expresó el deseo de que
asistiera a un curso sobre filosofía natural. Gustosamente asentí a esto, pero
algún motivo me impidió ir hasta que el curso estuvo casi terminado. Por tanto,
al ser ésta una de las últimas clases, me resultó totalmente incomprensible. El
profesor disertaba con la mayor locuacidad sobre el potasio y el boro, los
sulfatos y óxidos, términos que y o no podía asociar a ninguna idea. Empecé a
aborrecer la ciencia de la filosofía natural, aunque seguí leyendo a Plinio y
Buffon con deleite, autores, a mi juicio, de similar interés y utilidad.
A esta edad las matemáticas y la mayoría de las ramas cercanas a esa
ciencia constituían mi principal ocupación. También me afanaba por aprender
lenguas; el latín ya me era familiar, y sin ayuda del diccionario empecé a
leer algunos de los autores griegos más asequibles. También entendía inglés y
alemán perfectamente. Este era mi bagaje cultural a los diecisiete años, además
de las muchas horas empleadas en la adquisición y conservación del conocimiento
de la vasta literatura.
También recayó sobre mí la obligación de
instruir a mis hermanos. Ernest, seis años menor que yo, era mi principal
alumno. Desde la infancia había sido enfermizo, y Elizabeth y yo lo habíamos
cuidado constantemente; era de disposición dócil, pero incapaz de cualquier
prolongado esfuerzo mental. William, el benjamín de la familia, era todavía un
niño y la criatura más preciosa del mundo; tenía los ojos vivos y azules, hoyuelos
en las mejillas y modales zalameros, e inspiraba la mayor ternura.
Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual
el dolor y la inquietud no parecían tener cabida. Mi padre dirigía nuestros
estudios, y mi madre participaba de nuestros entretenimientos. Ninguno de
nosotros gozaba de más influencia que el otro; la voz de la autoridad no se oía
en nuestro hogar, pero nuestro mutuo afecto nos obligaba a obedecer y
satisfacer el más mínimo deseo del otro.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: