Un médico contra el
dolor y el fanatismo
7
«El sufrimiento yo no empecé a conocerlo en mí, ni en mi casa, sino en los demás, porque para mi papá era importante que sus hijos supiéramos que no todos eran felices y afortunados como nosotros, y le parecía necesario que viéramos desde niños el padecimiento, casi siempre por desgracias y enfermedades asociadas a la pobreza, de muchos colombianos. Algunos fines de semana, como no había clase en la Universidad, mi papá los dedicaba a trabajar en barrios pobres de Medellín. Recuerdo que en algún momento remoto de mi infancia llegó a la casa un gringo alto, viejo, peliblanco, encantador, el doctor Richard Saunders, y decidió montar con mi papá un programa que él había adelantado en otros países de África y Latinoamérica. Se llamaba Future for the Children, Futuro para la Niñez. Este gringo bueno venía cada seis meses y cuando entraba en la casa (se quedaba a dormir durante algunas semanas) yo le ponía el Himno Nacional de los Estados Unidos para recibirlo. En mi casa había un disco con los himnos más importantes del mundo, todos orquestados, desde las Barras y Estrellas y la Internacional hasta el Himno de Colombia, que era el más feo de todos, aunque en el colegio dijeran que era el segundo más bonito del mundo, después de La Marsellesa.
El cuarto de huéspedes, en mi casa, se llamaba
“el cuarto del doctor Saunders”; y las sábanas mejores de mi casa, todavía me
parece verlas, unas sábanas de color azul pastel, eran “las sábanas del doctor
Saunders”, porque sólo se las ponían a él cuando venía. Cuando el doctor
Saunders estaba se sacaba la vajilla buena, la de porcelana, las servilletas y
los manteles de lino bordados por mi abuela, y los cubiertos de plata: “la
vajilla del doctor Saunders”, “el mantel del doctor Saunders” y “los cubiertos
del doctor Saunders”.
El doctor Saunders y mi papá hablaban en
inglés y yo me quedaba oyéndolos, embelesado en esos sonidos y palabras
incomprensibles. La primera expresión que aprendí en inglés fue “it sticks”,
pues se la oí decir con nitidez al doctor Saunders, lo recuerdo muy bien,
mientras cruzábamos el río Medellín sobre el puente de la calle San Juan. Se la
dijo con un murmullo herido de indignación a un bus que arrojaba una bocanada
densa y asquerosa de humo negro exactamente a la altura de nuestras narices.
—¿Qué
quiere decir it stinks? —pregunté.
Ellos se rieron y el doctor Saunders se excusó, porque, dijo, era una
mala palabra.
—Algo así como hediondo —me
dijo mi papá.
Así aprendí dos palabras al mismo tiempo, en inglés y en español. Mi
papá nos llevaba con el doctor Saunders a las barriadas más miserables de
Medellín (y muchas veces sin él, cuando regresaba a su casa en Albuquerque, en
Estados Unidos). Al llegar reunían a los líderes del barrio, y mi papá le
servía de traductor para las propuestas de trabajo comunitario que se les
hacían para mejorar sus condiciones de vida. Se juntaban en una esquina, o en
la casa cural si el párroco estaba de acuerdo (no a todos les gustaba este
trabajo social), y les hablaba y les preguntaba muchas cosas, problemas y
necesidades básicas que mi papá iba anotando en una libreta. Debían
organizarse, ante todo, para conseguir por lo menos agua potable, pues los
niños se morían de diarrea y desnutrición. Yo debía de tener cinco o seis años
y mi papá me medía con los niños de mi edad, o incluso con los mayores, para
demostrarles a los líderes del barrio que algunos de sus hijos estaban flacos,
muy bajitos, desnutridos, y así no iban a poder estudiar bien. No los
humillaba; los incitaba a reaccionar. Medía el perímetro cefálico de los recién
nacidos, lo anotaba en tablas, y tomaba fotos de los niños flacos y barrigones,
con parásitos, para enseñarlas después en sus clases de la Universidad. También
pedía que le mostraran los perros y los cerdos, pues si los animales estaban
tan famélicos que se les veían las costillas eso quería decir que en las casas
no sobraba ni un bocado y estaban pasando hambre. “Sin alimentación, ni
siquiera es verdad que todos nacemos iguales, pues esos niños ya vienen al
mundo con desventajas”, decía.
A veces íbamos más lejos, a algunos pueblos, y
con nosotros iba también, en ocasiones, el decano de Arquitectura de la
Universidad Pontificia, el doctor Antonio Mesa Jaramillo, que se encargaba de
enseñar a hacer con buena técnica los tanques de agua y a llevar tuberías hasta
las casas, porque el agua potable era lo primero. Después venían las letrinas (“para
la adecuada disposición de excretas”, decía, muy técnico, mi papá) o si era
posible los trabajos de alcantarillado, que se hacían los fines de semana, por
acción comunal. Más adelante seguían las campañas de vacunación y las clases de
higiene y primeros auxilios en el hogar, según un programa que se inventó mi
papá con las mujeres más inteligentes y receptivas de cada sitio, y que luego
se llevaría a cabo en toda Colombia con el nombre de “Promotoras rurales de
salud”. En ocasiones nos recogía un bus de la Universidad e íbamos con todos
los estudiantes de su curso, porque a él le gustaba que ayudaran y aprendieran
al mismo tiempo: “La medicina no se aprende solamente en los hospitales y en
los laboratorios, viendo pacientes y estudiando células, sino también en la
calle, en los barrios, dándonos cuenta de por qué y de qué se enferman las
personas” les decía, muy serio, desde la primera fila del bus, empuñando un
micrófono.
Una vez, en Santo Domingo, hicieron una
campaña contra los parásitos intestinales en todo el casco urbano, con tan buen
resultado que las cañerías del pueblo se taquearon con la cantidad de lombrices
que expulsaron en un mismo día los campesinos. En mi casa se conservaba la foto
de un tubo del alcantarillado obstruido por un nudo de lombrices que parecían
un grumo de espaguetis morados y negros.
El agua limpia había sido una de las primeras
obsesiones en la vida de mi papá, y lo fue hasta el final. Cuando era
estudiante de medicina emprendió una campaña de salud pública en un periódico
estudiantil que fundó en agosto de 1945 y que dirigió durante poco más de un
año, hasta octubre de 1946, cuando desapareció, tal vez porque si lo seguía
publicando no se iba a poder graduar. Era un tabloide que salía cada mes y
tenía un nombre futurista: U-235. En uno de sus primeros números, en may o del
46 denunció la contaminación del agua y de la leche en la ciudad: El Municipio de Medellín, una vergüenza
nacional, decía el titular de la primera página, y añadía el subtítulo: El acueducto reparte bacilos de la fiebre
tifoidea. La leche es impotable. El Municipio no tiene hospital. A partir
de esas denuncias, sustentadas con cifras y exámenes de laboratorio, mi papá
fue citado a un cabildo abierto en el Concejo de Medellín. Era la primera vez
que un simple estudiante era admitido para exponer sus denuncias en un debate
público, enfrentado a los funcionarios oficiales. Allí, frente al secretario de
Salud, y durante dos noches consecutivas, hizo una exposición sobria,
científica, que el secretario, incapaz de refutar, trató de capotear con
insultos personales y argumentación rutinaria. Pero el triunfo intelectual era
innegable y fue así como, sólo con su palabra y con una serie de datos
precisos, logró que poco después se emprendieran las obras para construir un
acueducto decente para toda la ciudad (la semilla inicial del cual todavía
disfrutamos), con adecuados tratamientos del agua y tuberías modernas que no se
mezclaran con las aguas negras, porque el alcantarillado era viejo, de barro
poroso, y por lo tanto contaminaba el agua potable.
Otro de los debates que surgieron de su
periódico, y luego a partir de su tesis de grado como médico, fue por la
calidad de la leche y de los refrescos. La hepatitis y el tifo eran comunes
todavía en Medellín, cuando mi papá desató esas denuncias. Dos tíos de mi mamá
se habían muerto de tifo por las malas aguas, y mi abuela se había enfermado de
lo mismo, y también el papá del abuelito Antonio se había muerto de tifo en
Jericó. Tal vez vendría de ahí la obsesión de mi papá por la higiene y el agua
potable; era una cuestión de vida o muerte, era una manera de esquivar al menos
un dolor evitable en este mundo tan lleno de dolores fatales. Pero el detonante
de su lucha por el agua fue la muerte, también por una fiebre tifoidea, de uno
de sus compañeros de carrera en la Universidad. Mi papá lo vio agonizar y
morir, un muchacho que tenía sus mismas ilusiones, y decidió que eso no debería
volver a pasar en Medellín. Sus denuncias apasionadas en el periódico
estudiantil, y sus palabras encendidas en el Concejo, que algunos calificaron
de incendiarias, no eran una jugada política, como también dijeron, sino un
profundo acto de compasión por el sufrimiento humano, y de indignación por los
males que se podían evitar con apenas un poco de activismo social. Así lo contó
mi papá al historiador de la medicina Tiberio Álvarez:
“Empecé a pensar en la medicina social cuando vi morir a muchos niños en
el hospital, de difteria, y al ver que no se hacían campañas de vacunación;
pensé en medicina social cuando un compañero nuestro, Enrique Lopera, se murió de
tifoidea, y la causa era que no le echaban cloro al acueducto. Mucha gente del
barrio Buenos Aires, con sus muchachas tan hermosas, amigas nuestras, también
se morían de fiebre tifoidea y yo sabía que esto se podía prevenir con cloro al
acueducto… Yo me rebelé en ese periódico U-235 y cuando celebraron el Cabildo
Abierto les dije criminales a los
concejales porque dejaban morir al pueblo de fiebre tifoidea, por no hacer un
buen acueducto. Esto dio frutos, pues siguió una gran campaña por el agua;
Campaña H20, se llamó y a raíz de ella se mejoró y completó el acueducto”.
Leyendo algunos editoriales del U-235 uno se
da cuenta del fuerte influjo romántico que tenían los sueños de ese joven
estudiante de Medicina. En cada número emprende una campaña por alguna causa
importante y más o menos imposible de alcanzar para un muchacho de pueblo
recién llegado a la capital de la provincia. Pero además de sus propias ansias
de luchar por ideales que iban más allá del egoísmo (o que tenían ese otro
egoísmo incluso más profundo que consiste en querer convertirse en héroes
románticos de la entrega y el sacrificio), abría sus páginas a escritores que
los estimularan a seguir por un camino parecido.
Quizá el artículo más importante que se
publicó en el U-235 fue uno que apareció en el primer número del periódico.
Estaba firmado por el mayor, y quizá el único filósofo que ha tenido nuestra
región, Fernando González. Mi papá contaba que desde muy joven había leído al
pensador de Otraparte, y que escondía sus libros debajo del colchón de la cama
pues una vez que mi abuela lo había visto leyéndolos se los había tirado a la
basura. Él mismo había estado en Envigado pidiéndole al Maestro que le
escribiera un artículo sobre la profesión médica para el primer número de su
periódico. González no se negó y creo que las recomendaciones que les hizo a
los médicos en esa ocasión se grabaron en la memoria de mi papá como con tinta
indeleble. Lo que Fernando González recomienda ahí fue lo que mi papá intentó
practicar, y practicó, el resto de su vida:
“El
médico profesor tiene que estar por ahí en los caminos, observando, manoseando,
viendo, oyendo, tocando, bregando por curar con la rastra de aprendices que le
dan el nombre de los nombres: ¡Maestro!… Sí, doctorcitos: no es para ser lindos
y pasar cuentas grandes y vender píldoras de jalea… Es para mandaros a todas
partes a curar, inventar y, en una palabra, a servir”.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Alfaguara, 2017. ISBN: 978-84-204264-0-2.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: