miércoles, 4 de mayo de 2022

Alguien voló sobre el nido del cuco.- Ken Kesey (1935-2001)


Ken Kesey - Wikipedia
Segunda parte


  «—Después de lo ocurrido —prosigue el doctor—, nadie puede decir que estamos ante un hombre corriente. No, desde luego que no. Y, sin duda, constituye un factor perturbador, salta a la vista. Luego… ah… a mi entender, el propósito de esta discusión debe ser decidir la línea de actuación a seguir con él. Creo que la enfermera convocó esta reunión —corríjame si me equivoco, señorita Ratched—para comentar la situación y contrastar las opiniones del personal en cuanto a las medidas a adoptar con respecto al señor McMurphy.
  Le lanza una mirada plañidera, pero ella sigue sin abrir la boca. Ha levantado los ojos hacia el techo, seguramente en busca de rastros de suciedad, y no parece haber oído ni una palabra de lo que acaba de decir el doctor.
  Este se vuelve hacia los internos alineados al otro lado de la habitación: todos han cruzado la misma pierna sobre la otra y apoyan la taza de café en la misma rodilla.
  —Veamos, amigos —dice el doctor—, comprendo que no han contado con tiempo suficiente para dar un buen diagnóstico del paciente, pero todos han tenido una oportunidad de observarlo en acción. ¿Qué opinan ustedes?
  La pregunta les hace estallar la cabeza. Con gran astucia, el doctor acaba de pasarles la papeleta. Todos miran alternativamente al doctor y a la Gran Enfermera. De algún modo ella ha logrado recuperar su antiguo poder en cosa de escasos minutos. Solo con permanecer ahí sentada, sonriéndole al techo y sin decir nada, ha conseguido hacerse otra vez con el control y que todos tomen conciencia de que aquí tendrán que habérselas con ella. Si esos muchachos no se portan bien, corren el riesgo de concluir su período de prácticas en el hospital para alcohólicos de Portland. Todos empiezan a mostrarse tan inquietos como el doctor.
  —Su influencia es bastante perturbadora, sin duda.
  El primer interno no quiere correr riesgos.
  Beben sorbos de café y meditan. Después, el siguiente comenta:
  —Y podría representar un verdadero peligro.
  —Así es, así es —dice el doctor.
  El chico cree haber dado en el clavo y prosigue:
  —Todo un peligro, a decir verdad —dice y se inclina hacia delante en su silla —. No debemos olvidar que este hombre ha realizado actos violentos con el mero propósito de eludir el trabajo de la granja y acceder a la vida relativamente menos dura de este hospital.
   —Ha planeado actos violentos —añade el primer interno.
  Y el tercero musita:
  —Pero, en realidad, el mismo carácter de su plan podría indicar que se trata simplemente de un astuto embaucador y no de un enfermo mental.
  Echa un vistazo a su alrededor para comprobar cómo se lo toma la enfermera y ve que esta aún no se ha movido ni ha hecho el menor gesto. Pero el resto del personal se queda mirándolo como si hubiese pronunciado una terrible obscenidad. El chico comprende que ha errado el tiro e intenta fingir que era una broma, a base de soltar una risita y añadir:
   —Ya saben, “El que no marca el paso es que oye otro tambor” .
  Pero es demasiado tarde. El interno que ha hablado en primer lugar se vuelve hacia él, deja su taza de café sobre la mesa y saca del bolsillo una pipa del tamaño de un puño:
  —Francamente, Alvin —le dice al tercer muchacho—, me has defraudado. Incluso sin haber leído su historial, basta con observar su comportamiento en la galería para comprender lo absurdo de tal sugerencia. Ese hombre no solo está gravemente enfermo, sino que le considero sin lugar a dudas como un Agresivo en Potencia. Creo que las sospechas de la señorita Ratched iban en ese sentido cuando decidió convocar esta reunión. ¿No has identificado en él al prototipo del psicópata? Nunca había visto un caso más claro. Ese hombre es un Napoleón, un Gengis Khan, un Atila.
  Luego interviene otro. Recuerda los comentarios de la enfermera con relación a la sala de Perturbados.
  —Robert tiene razón, Alvin. ¿No has observado cómo actuó hoy ese hombre? En cuanto falló uno de sus planes se levantó de un salto, dispuesto a cometer cualquier violencia. ¿Por favor, doctor Spivey, qué dice su historial en cuanto al uso de la violencia?
  —Se evidencia una notoria falta de disciplina y respeto de la autoridad — responde el doctor.
  —Exactamente, Alvin, su historial demuestra que en repetidas ocasiones ha dirigido su hostilidad contra figuras que representaban la autoridad: en la escuela, en el servicio militar, ¡en la cárcel! Y creo que su actuación después de la rabieta de la votación de hoy es un indicio perfectamente claro de lo que podemos esperar de él en el futuro.
  Se interrumpe y frunce el entrecejo con la mirada fija en su pipa, vuelve a llevársela a la boca, enciende una cerilla y aplica la llama a la cazoleta con una sonora aspiración. Cuando por fin consigue encender la pipa, mira subrepticiamente a la Gran Enfermera a través de la nube de humo amarillo; debe considerar que su silencio indica aprobación, pues sigue adelante, con mayor entusiasmo y aplomo que antes.
  —Detente a pensarlo un minuto, Alvin —dice, con palabras algodonosas a causa del humo—, supón lo que le ocurriría a uno de nosotros si se encontrase a solas con el señor McMurphy en una sesión de Terapia Individual. ¡Piensa lo que ocurriría cuando llegases a un detalle particularmente doloroso y él decidiera que y a estaba harto de ti —¿cómo diría él?—, de tu “maldita curiosidad de métomeentodo”! Y cuando le dijeras que no debía mostrarse agresivo, te mandaría al infierno, y aunque tú le dijeras que se serenase, en tono autoritario, sin duda, ahí lo tendrías, noventa kilos de psicópata irlandés pelirrojo lanzados sobre ti, por encima mismo de la mesa de la consulta. ¿Estás preparado —alguno de nosotros lo está— para hacerte cargo del señor McMurphy cuando se plantee una situación de ese tipo?
  Vuelve a colocarse la pipa del número diez en la comisura de los labios, apoya las manos abiertas sobre las rodillas y espera. Todos piensan en los gruesos brazos rojos de McMurphy, en sus manos llenas de cicatrices y en su cuello que asoma por la camiseta como un grueso tarugo aherrumbrado. El interno llamado Alvin ha palidecido solo de pensar en ello, como si el amarillento humo de pipa, que le está echando en la cara su compañero, se la hubiese manchado toda.
  —¿Por lo tanto, en su opinión —pregunta el doctor—, sería aconsejable enviarle a Perturbados?
  —Opino que, como mínimo, sería lo más seguro —responde el chico de la pipa, que ha cerrado los ojos.
  —Creo que tendré que retirar mi sugerencia y apoyar a Robert —dice Alvin dirigiéndose a todos en general—, aunque solo sea por mi propia seguridad personal.
  Todos ríen. Se les ve más relajados, con la certeza de que han logrado dar con el plan que ella esperaba. Todos beben un sorbo de café, excepto el chico de la pipa, demasiado ocupado con el artefacto que constantemente se le apaga, gasta un montón de cerillas y no para de chupar y fruncir los labios. Por fin consigue un encendido de su agrado y dice, con un cierto tono de orgullo en la voz:
   —Sí, creo que la Galería de Perturbados será lo más conveniente para el viejo McMurphy, el Rojo. ¿Saben lo que he pensado después de observarle estos pocos días?
   —¿Reacción esquizofrénica? —pregunta Alvin. El de la pipa mueve negativamente la cabeza.
  —¿Homosexual Latente con Formación Reactiva? —apunta el tercero.
Alguien voló sobre el nido del cuco (COMPACTOS): Amazon.es: Kesey ...  El de la pipa vuelve a negar con la cabeza y cierra los ojos.
  —No —dice, y lanza una sonrisa a cuantos le rodean—, Edipo Negativo.
  Todos le felicitan.
  —Sí, creo que hay muchos detalles que apuntan en ese sentido —añade—. Pero, independientemente del diagnóstico definitivo, no debemos olvidar una cosa: nos las habemos con un hombre fuera de lo corriente.
  —Se… equivoca por completo, señor Gideon.
  Es la voz de la Gran Enfermera.
  Todos vuelven la cabeza hacia ella, sobresaltados; y o también la miro, pero me contengo a tiempo y finjo que solo pretendía limpiar una mancha que acabo de descubrir en la pared, por encima de mi cabeza. No cabe duda de que todos se han quedado desconcertados; creían estar proponiendo exactamente lo que ella deseaba, justo lo que ella misma había pensado proponer en la reunión. Hasta yo lo había pensado. La he visto enviar a la galería de Perturbados a hombres que no le llegaban ni al hombro a McMurphy, por la mera razón de que había un ligero riesgo de que le escupiesen a alguien, y ahora se enfrenta con este toro que se ha burlado de ella y de todo el resto del personal, un tipo del que ella había dicho esta misma tarde que debía salir de esta galería y, ahora, va y dice que no.
  —No. No estoy de acuerdo. En absoluto —lanza una sonrisa dirigida a todos en general—. No creo que debamos mandarlo a Perturbados; eso no sería más que un fácil recurso para transferir nuestro problema a otra galería y no estoy de acuerdo en que sea una especie de personaje extraordinario… una especie de “super” psicópata.
  Hace una pausa aunque nadie tiene la intención de contradecirla. Por primera vez desde el principio de la reunión bebe un sorbo de café; cuando retira la taza de su boca, está teñida de ese color rojo anaranjado. No puedo evitar el echar una mirada al borde de la taza; no es posible que use un lápiz de labios de ese color. La mancha que ha dejado en la taza debe ser producto del calor, el contacto con sus labios ha comenzado a fundirla.
  —Debo reconocer que cuando empecé a advertir la fuerza perturbadora que puede representar McMurphy también pensé que, sin lugar a dudas, lo indicado era enviarlo a Perturbados. Pero creo que ya es demasiado tarde. ¿Suprimiríamos con ello el mal que ya ha hecho en nuestra galería? No lo creo, no después de lo ocurrido esta tarde. Creo que enviarle a Perturbados ahora sería proceder exactamente como esperan los pacientes. Lo convertiríamos en un mártir. Jamás tendrían la oportunidad de comprobar que ese hombre no es — como decía usted, señor Gideon— una “persona fuera de lo corriente”. Bebe otro sorbo de café y deja la taza sobre la mesa; suena como un mazazo; los tres residentes se yerguen en sus sillas.
  —No. No se sale de lo corriente. No es más que un hombre, pura y simplemente, y experimenta todos los temores, toda la cobardía y toda la timidez que sienten los demás. Tengo la certeza de que bastarán unos cuantos días para que así lo demuestre, ante nosotros y también ante el resto de los pacientes. No me cabe la menor duda de que si lo retenemos en la galería pronto cederá su osadía, su rebelión personal se desvanecerá y… —sonríe, como si supiera algo que los demás ignoran—… nuestro héroe pelirrojo quedará reducido a algo que todos los pacientes conocerán en su justo valor y le perderán todo respeto: un fanfarrón y un charlatán de esos que se suben a una caja de jabón y gritan para ganarse adeptos, como todos hemos visto hacer al señor Cheswick, pero que se echan atrás cuando comienzan a correr un verdadero riesgo personal.
  —El Paciente McMurphy —el chico de la pipa considera que debe intentar defender su posición y salvar un poco el tipo— no me produce la impresión de ser un cobarde.
  Esperaba que la enfermera se enfureciese, pero no; se limita a echarle una mirada como diciendo « ya veremos» y añade:
  —No he dicho que sea un cobarde, señor Gideon; oh, no. Lo único que sucede es que le tiene mucho apego a alguien. Como psicópata que es, le tiene demasiado apego a un tal señor Randle Patrick McMurphy y no lo expondrá a ningún riesgo innecesario. —No me cabe la menor duda de que la sonrisa que le lanza al chico apagará definitivamente su pipa—. No tenemos más que esperar un poco y nuestro héroe… ¿cómo dicen los estudiantes?… ¿Bajará del burro? ¿Es eso?
  —Pero podrían pasar semanas… —objeta el muchacho.
  —Disponemos de tantas semanas como queramos —dice ella. Se levanta, con el aire más complacido que le he visto desde que McMurphy ingresó y empezó a crearle problemas hace una semana—. Disponemos de semanas, meses, e incluso años. No olvide que el señor McMurphy está internado. El período de tiempo que pase en este hospital depende absolutamente de nosotros. Ahora, si nadie tiene nada más que añadir…»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de Mireia Abelló Bofill. ISBN: 978-84-3397-260-6.]

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