Segunda parte
«—Después
de lo ocurrido —prosigue el doctor—, nadie puede decir que estamos ante un
hombre corriente. No, desde luego que no. Y, sin duda, constituye un factor
perturbador, salta a la vista. Luego… ah… a mi entender, el propósito de esta
discusión debe ser decidir la línea de actuación a seguir con él. Creo que la
enfermera convocó esta reunión —corríjame si me equivoco, señorita Ratched—para comentar la situación y contrastar las opiniones del personal en cuanto a
las medidas a adoptar con respecto al señor McMurphy.
Le lanza una mirada plañidera, pero ella sigue sin abrir la boca. Ha
levantado los ojos hacia el techo, seguramente en busca de rastros de suciedad,
y no parece haber oído ni una palabra de lo que acaba de decir el doctor.
Este se vuelve hacia los internos alineados al otro lado de la
habitación: todos han cruzado la misma pierna sobre la otra y apoyan la taza de
café en la misma rodilla.
—Veamos, amigos —dice el doctor—, comprendo que no han contado con
tiempo suficiente para dar un buen diagnóstico del paciente, pero todos han
tenido una oportunidad de observarlo en acción. ¿Qué opinan ustedes?
La pregunta les hace estallar la cabeza. Con gran astucia, el doctor acaba
de pasarles la papeleta. Todos miran alternativamente al doctor y a la Gran
Enfermera. De algún modo ella ha logrado recuperar su antiguo poder en cosa de
escasos minutos. Solo con permanecer ahí sentada, sonriéndole al techo y sin
decir nada, ha conseguido hacerse otra vez con el control y que todos tomen
conciencia de que aquí tendrán que habérselas con ella. Si esos muchachos no se
portan bien, corren el riesgo de concluir su período de prácticas en el
hospital para alcohólicos de Portland. Todos empiezan a mostrarse tan inquietos
como el doctor.
—Su influencia es bastante perturbadora, sin duda.
El primer interno no quiere correr riesgos.
Beben sorbos de café y meditan. Después, el siguiente comenta:
—Y podría representar un verdadero peligro.
—Así es, así es —dice el doctor.
El chico cree haber dado en el clavo y prosigue:
—Todo un peligro, a decir verdad —dice y se inclina hacia delante en su
silla —. No debemos olvidar que este hombre ha realizado actos violentos con el
mero propósito de eludir el trabajo de la granja y acceder a la vida
relativamente menos dura de este hospital.
—Ha planeado actos violentos
—añade el primer interno.
Y el tercero musita:
—Pero, en realidad, el mismo carácter de su plan podría indicar que se
trata simplemente de un astuto embaucador y no de un enfermo mental.
Echa un vistazo a su alrededor para comprobar cómo se lo toma la
enfermera y ve que esta aún no se ha movido ni ha hecho el menor gesto. Pero el
resto del personal se queda mirándolo como si hubiese pronunciado una terrible
obscenidad. El chico comprende que ha errado el tiro e intenta fingir que era
una broma, a base de soltar una risita y añadir:
—Ya saben, “El que no marca el paso es que oye otro tambor” .
Pero es demasiado tarde. El interno que ha hablado en primer lugar se
vuelve hacia él, deja su taza de café sobre la mesa y saca del bolsillo una
pipa del tamaño de un puño:
—Francamente, Alvin —le dice al tercer
muchacho—, me has defraudado. Incluso sin haber leído su historial, basta con
observar su comportamiento en la galería para comprender lo absurdo de tal
sugerencia. Ese hombre no solo está gravemente enfermo, sino que le considero
sin lugar a dudas como un Agresivo en Potencia. Creo que las sospechas de la
señorita Ratched iban en ese sentido cuando decidió convocar esta reunión. ¿No
has identificado en él al prototipo del psicópata? Nunca había visto un caso
más claro. Ese hombre es un Napoleón, un Gengis Khan, un Atila.
Luego interviene otro. Recuerda los comentarios de la enfermera con
relación a la sala de Perturbados.
—Robert tiene razón, Alvin. ¿No has observado cómo actuó hoy ese hombre?
En cuanto falló uno de sus planes se levantó de un salto, dispuesto a cometer
cualquier violencia. ¿Por favor, doctor Spivey, qué dice su historial en cuanto
al uso de la violencia?
—Se evidencia una notoria falta de disciplina y respeto de la autoridad
— responde el doctor.
—Exactamente, Alvin, su historial demuestra que en repetidas ocasiones
ha dirigido su hostilidad contra figuras que representaban la autoridad: en la
escuela, en el servicio militar, ¡en la cárcel! Y creo que su actuación después
de la rabieta de la votación de hoy es un indicio perfectamente claro de lo que
podemos esperar de él en el futuro.
Se interrumpe y frunce el entrecejo con la mirada fija en su pipa,
vuelve a llevársela a la boca, enciende una cerilla y aplica la llama a la
cazoleta con una sonora aspiración. Cuando por fin consigue encender la pipa,
mira subrepticiamente a la Gran Enfermera a través de la nube de humo amarillo;
debe considerar que su silencio indica aprobación, pues sigue adelante, con mayor
entusiasmo y aplomo que antes.
—Detente a pensarlo un minuto, Alvin —dice, con palabras algodonosas a
causa del humo—, supón lo que le ocurriría a uno de nosotros si se encontrase a
solas con el señor McMurphy en una sesión de Terapia Individual. ¡Piensa lo que
ocurriría cuando llegases a un detalle particularmente doloroso y él decidiera
que y a estaba harto de ti —¿cómo diría él?—, de tu “maldita curiosidad de
métomeentodo”! Y cuando le dijeras que no debía mostrarse agresivo, te mandaría
al infierno, y aunque tú le dijeras que se serenase, en tono autoritario, sin
duda, ahí lo tendrías, noventa kilos de psicópata irlandés pelirrojo lanzados
sobre ti, por encima mismo de la mesa de la consulta. ¿Estás preparado —alguno
de nosotros lo está— para hacerte cargo del señor McMurphy cuando se plantee
una situación de ese tipo?
Vuelve a colocarse la pipa del número diez en la comisura de los labios,
apoya las manos abiertas sobre las rodillas y espera. Todos piensan en los
gruesos brazos rojos de McMurphy, en sus manos llenas de cicatrices y en su
cuello que asoma por la camiseta como un grueso tarugo aherrumbrado. El interno
llamado Alvin ha palidecido solo de pensar en ello, como si el amarillento humo
de pipa, que le está echando en la cara su compañero, se la hubiese manchado
toda.
—¿Por lo tanto, en su opinión —pregunta el doctor—, sería aconsejable
enviarle a Perturbados?
—Opino que, como mínimo, sería lo más seguro —responde el chico de la
pipa, que ha cerrado los ojos.
—Creo que tendré que retirar mi sugerencia y apoyar a Robert —dice
Alvin dirigiéndose a todos en general—, aunque solo sea por mi propia seguridad
personal.
Todos
ríen. Se les ve más relajados, con la certeza de que han logrado dar con el
plan que ella esperaba. Todos beben un sorbo de café, excepto el chico de la
pipa, demasiado ocupado con el artefacto que constantemente se le apaga, gasta
un montón de cerillas y no para de chupar y fruncir los labios. Por fin
consigue un encendido de su agrado y dice, con un cierto tono de orgullo en la
voz:
—Sí, creo que la Galería de
Perturbados será lo más conveniente para el viejo McMurphy, el Rojo. ¿Saben lo
que he pensado después de observarle estos pocos días?
—¿Reacción esquizofrénica?
—pregunta Alvin. El de la pipa mueve negativamente la cabeza.
—¿Homosexual Latente con Formación Reactiva? —apunta el tercero.
—No —dice, y lanza una sonrisa a cuantos le rodean—, Edipo Negativo.
Todos le felicitan.
—Sí, creo que hay muchos detalles que apuntan en ese sentido —añade—.
Pero, independientemente del diagnóstico definitivo, no debemos olvidar una
cosa: nos las habemos con un hombre fuera de lo corriente.
—Se… equivoca por completo, señor Gideon.
Es la voz de la Gran Enfermera.
Todos vuelven la cabeza hacia ella, sobresaltados; y o también la miro,
pero me contengo a tiempo y finjo que solo pretendía limpiar una mancha que
acabo de descubrir en la pared, por encima de mi cabeza. No cabe duda de que
todos se han quedado desconcertados; creían estar proponiendo exactamente lo
que ella deseaba, justo lo que ella misma había pensado proponer en la reunión.
Hasta yo lo había pensado. La he visto enviar a la galería de Perturbados a
hombres que no le llegaban ni al hombro a McMurphy, por la mera razón de que
había un ligero riesgo de que le escupiesen a alguien, y ahora se enfrenta con
este toro que se ha burlado de ella y de todo el resto del personal, un tipo
del que ella había dicho esta misma tarde que debía salir de esta galería y,
ahora, va y dice que no.
—No. No estoy de acuerdo. En absoluto —lanza una sonrisa dirigida a todos
en general—. No creo que debamos mandarlo a Perturbados; eso no sería más que
un fácil recurso para transferir nuestro problema a otra galería y no estoy de
acuerdo en que sea una especie de personaje extraordinario… una especie de
“super” psicópata.
Hace una pausa aunque nadie tiene la intención de contradecirla. Por
primera vez desde el principio de la reunión bebe un sorbo de café; cuando
retira la taza de su boca, está teñida de ese color rojo anaranjado. No puedo
evitar el echar una mirada al borde de la taza; no es posible que use un lápiz
de labios de ese color. La mancha que ha dejado en la taza debe ser producto
del calor, el contacto con sus labios ha comenzado a fundirla.
—Debo reconocer que cuando empecé a advertir la fuerza perturbadora que
puede representar McMurphy también pensé que, sin lugar a dudas, lo indicado
era enviarlo a Perturbados. Pero creo que ya es demasiado tarde. ¿Suprimiríamos
con ello el mal que ya ha hecho en nuestra galería? No lo creo, no después de
lo ocurrido esta tarde. Creo que enviarle a Perturbados ahora sería proceder
exactamente como esperan los pacientes. Lo convertiríamos en un mártir. Jamás
tendrían la oportunidad de comprobar que ese hombre no es — como decía usted,
señor Gideon— una “persona fuera de lo corriente”. Bebe otro sorbo de café y
deja la taza sobre la mesa; suena como un mazazo; los tres residentes se
yerguen en sus sillas.
—No. No se sale de lo corriente. No es más que un hombre, pura y
simplemente, y experimenta todos los temores, toda la cobardía y toda la
timidez que sienten los demás. Tengo la certeza de que bastarán unos cuantos
días para que así lo demuestre, ante nosotros y también ante el resto de los
pacientes. No me cabe la menor duda de que si lo retenemos en la galería pronto
cederá su osadía, su rebelión personal se desvanecerá y… —sonríe, como si
supiera algo que los demás ignoran—… nuestro héroe pelirrojo quedará reducido a
algo que todos los pacientes conocerán en su justo valor y le perderán todo
respeto: un fanfarrón y un charlatán de esos que se suben a una caja de jabón y
gritan para ganarse adeptos, como todos hemos visto hacer al señor Cheswick,
pero que se echan atrás cuando comienzan a correr un verdadero riesgo personal.
—El Paciente McMurphy —el chico de la pipa considera que debe intentar
defender su posición y salvar un poco el tipo— no me produce la impresión de
ser un cobarde.
Esperaba que la enfermera se enfureciese, pero
no; se limita a echarle una mirada como diciendo « ya veremos» y añade:
—No he dicho que sea un cobarde, señor Gideon; oh, no. Lo único que
sucede es que le tiene mucho apego a alguien. Como psicópata que es, le tiene
demasiado apego a un tal señor Randle Patrick McMurphy y no lo expondrá a
ningún riesgo innecesario. —No me cabe la menor duda de que la sonrisa que le
lanza al chico apagará definitivamente su pipa—. No tenemos más que esperar un
poco y nuestro héroe… ¿cómo dicen los estudiantes?… ¿Bajará del burro? ¿Es eso?
—Pero podrían pasar semanas… —objeta el muchacho.
—Disponemos de tantas semanas como queramos —dice ella. Se levanta, con
el aire más complacido que le he visto desde que McMurphy ingresó y empezó a
crearle problemas hace una semana—. Disponemos de semanas, meses, e incluso
años. No olvide que el señor McMurphy está internado. El período de tiempo que
pase en este hospital depende absolutamente de nosotros. Ahora, si nadie tiene
nada más que añadir…»
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