Ritmo telúrico
Anabela
La Lenin
«Todos los esfuerzos de los padres de Anabela
para que su hija fuera la mujer nueva
de la que (casi) hablara el Che se concentraron en un superobjetivo práctico.
Cuando terminara de cursar la escuela primaria Gonzalo Quesada había que lograr
que la niña ingresara en la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin.
Madrugones, obritas de teatro, interminables sesiones de estudio, puntualidad
absoluta y cero faltas, sermones revolucionarios a cargo de Orlando y una
completa fiscalización disciplinada de la vida de Anabela tenían el propósito
inmediato de que lograra ingresar en la Lenin.
¿Y eso qué cosa es? La Escuela Vocacional
Vladimir Ilich Lenin es la escuela de élite de la Revolución cubana. Se ubica
en el municipio de Arroyo Naranjo, una ambiciosa instalación con capacidad para
más de tres mil pioneros, que entraban a la edad de doce años y salían a la de
dieciocho, directos a la Universidad. Es lo que en Cuba llaman “la beca”, o
sea, una escuela-internado, donde los estudiantes han de permanecer día y noche
durante toda la semana y sólo los dejan ir a casa el sábado y el domingo.
Todo el mundo sabe que para apreciar la
cualidad de una cosa lo mejor es compararla con otra. Así que vamos allá. En
Cuba había muchísimas becas, o sea, escuelas-internado donde los pioneros se
pasaban toda la semana. A la Revolución le encantaba eso de que los hijos
fueran educados en reductos lejos de sus padres. Pero estas escuelas-internado
solían ser bastante sucias, promiscuas, con bajas exigencias docentes, pésima
comida y una anarquía que no es nada recomendable con adolescentes de doce o
trece años. Y un detalle: quedaban ubicadas en medio del campo, donde el diablo
perdió la guayabera, así que los pioneros tenían que trabajar mucho en la
agricultura, porque ya se sabe que el trabajo ennoblece. La Escuela Vocacional
Vladimir Ilich Lenin –como su nombre indica- era otra cosa. Sus interminables
pasillos de granito brillaban reflejando el ir y venir ordenado de uniformes
impecables. Estaba dividida en seis unidades, que eran como escuelas menores
que permitían la organización, la disciplina y el funcionamiento eficaz de más
de tres mil pioneros. Su arquitectura imponente, de estirpe soviética, se
ordenaba en paredes de un blanco inmaculado
y ventanas muy azules, y en el centro de cada unidad, había una plaza
para las formaciones matutinas y actos de todo tipo. Tenía dos gimnasios; tres
piscinas; veinte canchas de básquet; un campo de fútbol y una pista de atletismo;
dos enormes comedores; dos pequeñas salas de teatro; un cine; un museo de
ciencias naturales con bichos disecados de todo tipo; una enorme biblioteca; un
anfiteatro donde podían reunirse los más de tres mil pioneros si, por ejemplo,
el Comandante visitaba la escuela; un hospital con buenos médicos y salas para
ingresos; una fábrica donde los pioneros aprendían a ensamblar las famosas
radios Siboney que luego se vendían por todo el país; un huerto escolar
bastante grande y un campo de cítricos de una hectárea. Y los mejores maestros
de la capital, a nivel preuniversitario, iban a parar a la Lenin, donde
cobraban sueldos más altos y eran mucho más exigentes. Y lo más importante: los
alumnos de la Lenin recibían el doble de horas lectivas que el resto de los
alumnos del país. Con el puntillazo: cada clase no contaba con un solo salón,
sino que había que cambiar de recinto según la materia porque había
laboratorios de Biología, Química, Física, Electrónica, Astronomía, idiomas y
un taller de Artes Plásticas. ¡Todo esto sin pagar un centavo, desde los doce
hasta los dieciocho años! A que suena bien. Es ese tipo de iniciativas gracias
a las cuales tanta gente de izquierda abren mucho los ojos, abren los brazos, y
luego abren la boca y mencionan el sistema educativo cubano para que los
disidentes se callen. ¿En qué país capitalista del tercer mundo –u otros
mundos- hay una escuelota como la Lenin?
¿Hay que explicar ahora por qué los compañeros
Orlando y Felipa querían que su única hija ingresara en la Lenin? Casi nadie
conseguía ese propósito o ni siquiera se lo planteaba, pues ya lo hemos dicho:
era una escuela de élite al estilo socialista. Había que hacer méritos, que
iban desde una impecable disciplina durante la escuela primaria –la que ahora
misma cursa Anabela- hasta una profusa participación en actos políticos, cargos
pioneriles y excelentes notas. ¿A nuestra superpionera le falta algo de esto?
Más bien le sobra. Lo mismo que a esos millonarios fabulosamente acaudalados
con los donativos que hacen, Anabela tenía para repartir méritos a todos los
díscolos de su escuela y aún le quedaría una gran fortuna de méritos en las
arcas de su impecable educación revolucionaria.
Antes de saber si por fin Anabela consiguió
ingresar en la Lenin a la edad de doce años, demos un rodeo.
Anabela había sido educada para ser una
máquina de disciplina y virtudes revolucionarias. Pero, como suele decirse, la
cabra tira al monte. ¿Qué cabra? ¿Y qué monte? Vale, Anabela distaba mucho de
ser una cabra, se parecía más a un cordero cruzado con lagartija. Y mucho menos
es momento de meternos en el monte. Salvo por un par de delgados rasgos de su
personalidad que iban tomando forma. Y, si apunto “delgados rasgos”, no hay que
imaginarse algo débil, piénsese precisamente en un delgado hilo de acero. No
hay nada más cortante y resistente que un hilo de acero del grosor de un pelo.
Con diez años, sus hormonas se portaban muy
indisciplinadamente. Pugnaban por reventar, aflorar en toda su piel y quemarla
por dentro. Vamos, sus hormonas se comportaban como lo harían las de una
guaricandilla (puta vocacional caribeña) de diecinueve años metida en un
convento. Recordemos –porque ella también lo recuerda con sensual precisión-
aquel extraño placer que sentía cuando, a los ocho años, la maestra Marta Abreu
la semidesnudaba para vestirla de Comandantico en Jefe. Y el otro rasgo de su
personalidad –un poco más grueso que un hilo de acero, digamos un clavo- es que
Anabela era una niña aventurera. Y no en el sentido metafórico. Era
tomsawyerianamente aventurera. Aventurera y buena como Huck Finn. Como Oliver
Twist. Como tantos niños inteligentes y despabilados.
Le encantaba irse con su padre a los talleres
del Ministerio de la Construcción, aunque tuviera que levantarse a las cuatro
de la madrugada del sábado. Orlando abría los talleres a las cinco de la
mañana, acariciaba a sus perros revolucionarios y, durante tres horas, les
dictaba clases a otros compañeros jóvenes que querían aprender a ser buenos
carpinteros. Por supuesto, clases voluntarias y horas voluntarias para el país
que se estaba desarrollando ante las narices y en contra del Imperialismo.
Anabela admiraba aquello, sobre todo porque ver de maestro a su padre, un
simple carpintero antes del año 1959, la llenaba de orgullo. Y se iba de lo más
orgullosa a mataperrear por los talleres, entre lomas de serrín, enormes
máquinas que bramaban como ríos crecidos, matas de guayaba y almacenes
atestados de cosas misteriosas. Los obreros sudorosos hablaban como obreros,
bebían ron a escondidas como obreros y les hacía muchísima gracia que la hija
del carpintero López se pasase el día cazando lagartijas, trepando a las matas
y revolcándose en lomas de virutas. Al final de la jornada su padre la llamaba
con un par de gritos y Anabela regresaba sucia y feliz como un pordiosero que
secretamente sabe que es millonario.
Pese a la férrea disciplina impuesta, la
relación de Anabela con sus padres era de amor absoluto.
Ya en el último año de la escuela primaria,
cuando Anabela ocupaba el cargo más alto de la pirámide, jefa del Consejo del
Colectivo, el tremendo lío de sus hormonas empezó a manifestarse. Mientras
estaba sobre el estrado con un silbato dirigiendo el orden y el silencio de la
formación matutina, reparó en un chico. Luego siguió con la rutina del lema de
los pioneros; Anabela decía “Pioneros por el comunismo”, y el coro de cientos
de alumnos respondía: “¡Seremos como el Che!” Pero, esta vez, Anabela no se
emocionó tanto con el lema. Seguía observando, para su propio asombro, a aquel
chico rubio de la cuarta fila.
Sus hormonas podían llegar cada vez más lejos.
Una de las tareas de la jefa era velar porque todos tuvieran el uniforme bien
uniformado, o sea, la camisa muy metidita por dentro y la pañoleta a la altura
correcta. Así que esa misma tarde Anabela le dijo al chico:
-Arréglate el uniforme.
Y el chico, que era un caribeñito castigador,
le dijo:
-¿Quieres arreglármelo tú?
Entonces Anabela decidió que estaban hechos el
uno para el otro.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2016, pp.
67-71. ISBN: 978-84-9104-472-1]
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