Quinta parte
«Media hora antes de la puesta del sol, Rose y
Jenny se dirigieron hacia el viñedo, seguidas por los invitados. La vendimia
había tenido lugar tres semanas atrás y las hojas otoñales, de un dorado
rojizo, iluminadas por el sol que se escondía, colgaban en profusión de las
vides, componiendo una llamarada de color. Una gruesa columna de gente las
rodeó. En medio había una carreta con una escalerita, hacia la cual todos se
acercaron con parsimonia.
De repente Alexis vio que Giulietta había
subido la escalera. Se hizo el silencio y con gran sorpresa la oyó hablar en
inglés.
-George Dillingham era muy distinto de la
mayoría de los hombres de hoy en día. No quería cambiar la vida tal como es, o
la naturaleza humana, ni consideraba sensato intentarlo. Le gustaba que
fuéramos como somos. No sentía inclinación ninguna hacia el cielo; era feliz en
la tierra.
En George se combinaban las virtudes del
hombre de la antigüedad con las del hombre de hace cincuenta años. Como un
hombre del Renacimiento, tenía un apetito insaciable por la vida y creía en su
bondad. Amaba y comprendía la carne, y creía que la carne y el espíritu eran
inseparables. Le gustaba la naturaleza animal del hombre y poseía los vigorosos
instintos de un animal él mismo. Comprendía y amaba la comida y el vino. Y más
aún, amaba y comprendía a las mujeres, y muchas mujeres se enriquecieron por su
amor.
Pero a diferencia de los hombres del
Renacimiento, también era una criatura de una gran delicadeza en sus gustos y
en sus sentimientos. Por apasionado que fuera, por impetuosos que fueran sus
apetitos, nunca era egoísta. Siempre estaba dispuesto a creer que los demás
podían tener razón y él estar equivocado. Respetaba la individualidad de los
demás y era el hombre menos arrogante del mundo. Los de su generación habrían
dicho que poseía la delicada percepción de una mujer. Si eso fue cierto en otra
época, ya no lo es en el presente, puesto que nosotras las mujeres de hoy hemos
perdido la delicadeza de nuestras abuelas. Por suerte, tanto su pasión por las
cosas bien hechas como su delicadeza se evidenciaron en su obra. No se parecía
a ninguno de los poetas de hoy. Se encontraba más cerca de los poetas latinos:
de Catulo, de Petronio, y de aquel poeta, tal vez Virgilio, que escribió ese
poema sobre una bailarina siria cuyos últimos versos os leeré ahora, porque fue
el recuerdo de ese poema lo que le llevó a planear esta reunión de sus amigos.
Lo leeré traducido, puesto que la mayoría de vosotros no sabréis latín: “Ea,
repara aquí tu cansancio bajo la sombra de pámpanos, y ciñe tu cabeza pesada
con una guirnalda de rosas y gozando la hermosa boca de una tierna doncella…
¡Ah! Que muera el que tenga un entrecejo a la antigua. ¿Por qué reservas a una
insensible ceniza olorosas guirnaldas? ¿O es que quieres que tus huesos se
cubran de una losa coronada? Trae vino y dados; que muera quien se cuida del
mañana. La Muerte tirando de la oreja dice: ‘Vivid; vengo’.”
Cuando Giulietta dejó de hablar, todos
guardaron silencio, quizá porque la mayoría de los presentes no había
comprendido sus palabras.
Alexis se sintió incómodo porque hubiera
hablado en inglés, lo consideraba una falta de tacto. Después de que bajara de
la carreta, hubo una pausa, y a continuación Marcel, que había engordado
considerablemente, empezó, no sin cierta dificultad, a subir la escalerita. Una
vez arriba, saludó con una reverencia y dijo:
-Mi cometido aquí es repetir en francés lo que
nuestra amiga italiana, una noble amante, ella misma, de la poesía y de los
poetas, acaba de decir.
Sin más dilación Marcel les transmitió a todos
una traducción del discurso de Giulietta que sin duda había aprendido de
memoria. Cuando terminó añadió algunas palabras de su propia cosecha. Todo con
una perfecta simplicidad; parecía estar improvisando, y hasta la persona más
alejada del auditorio percibía claramente cada una de sus palabras. Cuando
terminó se escuchó un murmullo aprobatorio. También hubo alguna risa, mientras
le ayudaban a bajar de la carreta.
Rose, con una urna que contenía las cenizas de
George y una gran cuchara de peltre, que imprimía una nota cómica, caminó hacia
el centro del viñedo y empezó a lanzar cucharones de cenizas entre las viñas.
Tenía el pelo suelto sobre los hombros e iba vestida de negro, sin sombrero.
Una vez dispersas todas las cenizas, Rose se
volvió hacia el grupo y dijo:
-Mis queridos amigos y vecinos. Si lo que
acabo de hacer les parece extraño, debo recordar que estoy cumpliendo con los
deseos de mi marido. Él me hizo prometer que arrojaría sus cenizas entre las
viñas que tanto amaba. Me pidió que una vez hecho esto, todos bebieran de su
vino, que hubiera música y después baile, y que la velada terminara con la
clase de alegre fiesta que a él tanto le agradaba. Ahora oiremos un poco de
música y espero que después todo el mundo se quede a bailar y a brindar.
Entre los invitados se encontraban varios
músicos venidos de París con sus instrumentos. Había un flautista que también
tocaba el piccolo, otro tocaba el
violín, un tercero la viola, un cuarto el oboe y el último el fagot.
Este grupo de cuatro hombres y una mujer
empezaron primero con una música solemne, con Lulli y Loeillet. Después pasaron
a Mozart. La música fue volviéndose más y más animada. Giulietta y Alexis
fueron de los primeros en salir a bailar. El enorme Marcel bailaba con la
partera que había asistido el nacimiento de Jenny y Vincent con la criada de La
Grange, Gabrielle.
La noche se fundió con el crepúsculo, la
terraza fue iluminada, pero los bailarines a menudo se alejaban hacia la
oscuridad del camino y el patio. A un costado de la zona iluminada había dos
barriles del vino transparente y recio de Chinon, un vino de tres años en
barrica. La gente se agolpaba en torno y bebía en pequeños cazos de peltre para
luego volver al baile.
Alexis se había quedado junto a Jenny cuando
las cenizas de Sir George fueron esparcidas, pero cuando empezó la música se
separaron. Después de bailar con Giulietta decidió ir a buscarla, la encontró
asomada a la ventana abierta de sus habitaciones.
-No, es demasiado. No puedo bailar.
-Sí que puedes. George tenía razón. Uno puede
experimentar dos emociones al mismo tiempo. Una de las dos hace que la otra se
vuelva más intensa, y luego la cura.
Alexis la tomó de las manos, la condujo
escaleras abajo y empezó a bailar con ella. Para entonces, a los músicos de
París, uno de los cuales era famoso en el mundo entero, se habían unido los
talentos locales en la forma de un acordeonista y un corneta del pueblo y dos
hombres de color, uno con un tambor y el otro con un saxofón, del destacamento
norteamericano de zapadores, acuartelado cerca de Chinon.
Como en todas las fiestas verdaderamente
exitosas, aparecieron de pronto una o dos figuras desconocidas que gracias a su
vitalidad y a su desinhibición atrajeron todas las miradas. Una de ellas, una
joven llamada Raymonde, resultó ser la prima de Rose e hija del director de la
cárcel del Fontévrault. Otro, un muchacho americano llamado Gorgon, se había
quedado sentado bebiendo, cerca de un barril de vino; cuando al parecer estaba
bien borracho, se dirigió hacia el centro de la terraza, entre dos bailes y
comenzó a recitar los encantadores versos de Rabelais destinados a ser
inscritos sobre la entrada principal de la abadía de Thélème, del capítulo
cincuenta y cuatro de Gargantúa. Era obvio que Gordon poseía un buen
conocimiento del francés del siglo XV. Comenzó con los versos que enumeran a
todos los que no podrán entrar en la abadía, con una gran dosis de odio y
desprecio: “No entréis aquí, hipócritas, santurrones, / viejos impostores,
rollizos fingidores…”
Pero cuando hubo concluido con la lista de
escribas, parásitos y abogados sacaperras y llegó a la lista de los que serían
bienvenidos, su voz cambió, los signos de ebriedad se disiparon, y empleó un tono
extático: “Entrad aquí, vosotras, doncellas de gran alcurnia, / de buena gana y
en buena hora, / flores de belleza, de rostros celestiales, / de busto erguido
y porte honesto y modesto”.
Cuando se reanudó el baile, Raymonde se acercó
a Gordon y comenzaron a bailar con tanto furor que el resto de parejas se
detuvo para admirarlos y aplaudir. Una vez que se terminó el baile
desaparecieron y no se les volvió a ver hasta la hora de comer.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2010,
en traducción de Marian Womack, pp. 191-198. ISBN: 978-84-92865-13-0.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: