«Había una vez dos peces jóvenes
que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en
dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: “Buenos
días, chicos. ¿Cómo está el agua?”
Los dos peces jóvenes siguieron nadando un
trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: “¿Qué demonios es el
agua?”
Este es un requisito estándar de los discursos
de las ceremonias de graduación en América: el empleo de pequeñas historias
didácticas a modo de parábolas.
Lo de contar historias resulta ser una de las
mejores convenciones del género y también de las menos estúpidas… pero si os
preocupa la posibilidad de que yo me presente a mí mismo como el pez viejo y
sabio que viene a explicarles lo que es el agua a los peces jóvenes como
vosotros, por favor, que no os preocupe.
Yo no soy el pez viejo y sabio.
El sentido inmediato de la historia de los
peces no es más que el hecho de que las realidades más obvias, ubicuas e
importantes son a menudo las que más cuestan de ver y las que más cuestan de
explicar.
Como frase en sí misma, por supuesto, esto no
es más que una perogrullada, y, sin embargo, el hecho es que en las trincheras
donde tiene lugar la lucha diaria de la existencia adulta las perogrulladas
pueden tener una importancia vital.
O eso es lo que os quiero sugerir
en esta seca y encantadora mañana.
Por supuesto, el principal requisito de los
discursos como el presente es que yo os hable a vosotros del sentido de vuestra
educación en el campo de las humanidades, y que intente explicaros por qué el
título que estáis a punto de recibir tiene un verdadero valor humano más allá
de una simple recompensa material.
Así pues, hablemos del estereotipo más común
del género de los discursos de las ceremonias de graduación, que es el que nos
dice que la educación en el campo de las humanidades no tiene tanto el sentido
de llenaros de conocimientos como de, entre comillas, “enseñaros a pensar”.
Si vosotros sois como era yo cuando estudiaba
en la universidad, nunca os ha gustado oír eso, y tendéis a sentiros un poco
insultados por la afirmación de que os hace falta que alguien os enseñe a
pensar, dado que el hecho mismo de que os hayan admitido en una universidad
como esta parece ser la prueba de que ya sabéis pensar.
Sin embargo, yo voy a postular ante vosotros
que ese estereotipo sobre las humanidades no es para nada insultante, puesto
que la tan importante enseñanza para pensar que se supone que recibimos en un
sitio como este no tiene que ver en realidad con la capacidad en sí de pensar,
sino más bien con la elección de en qué pensar.
Si vuestra completa libertad para elegir qué
es lo que pensáis parece algo demasiado obvio como para perder el tiempo
hablando de ello, yo os pediría que pensarais en peces y en agua, y que
pusierais en suspenso durante unos minutos vuestro escepticismo acerca del
valor de lo que es completamente obvio.
Aquí va otra pequeña historia didáctica.
Hay dos tipos sentados juntos en un bar en los
remotos páramos de Alaska.
Uno de los tipos es religioso y el otro es
ateo, y están discutiendo sobre la existencia de Dios con esa intensidad
especial que llega después de la cuarta cerveza.
Y el ateo dice: “Mira, no es que no tenga
razones de peso para no creer en Dios.
No es que no haya experimentado nunca con Dios
todo eso de Dios y de rezar.
El mes pasado, sin ir más lejos, me pilló en
campo abierto aquella tormenta terrible de nieve y yo no podía ver nada y
estaba completamente perdido y estábamos a diez bajo cero, así que lo hice, lo
intenté: me puse de rodillas en la nieve y grité: “¡Dios, si existes, estoy
perdido en esta tormenta de nieve y me voy a morir como no me ayudes!’”
Y ahora, en el bar, el tipo religioso mira al
ateo, perplejo: “Bueno, pues entonces debes de creer en él –dice-. Al fin y al
cabo, estás vivo para contarlo”.
El ateo pone los ojos en blanco como si el
religioso fuera corto de luces: “No, tío, lo único que ocurrió es que por
casualidad pasaron por allí un par de esquimales y me enseñaron cómo se volvía
al campamento”.
Es fácil someter esta historia a una especie
de análisis estándar desde la óptica de las humanidades: la misma experiencia
exacta puede querer decir cosas completamente distintas para dos personas
distintas, dependiendo de los patrones de creencias de cada uno y de las formas
distintas que tengan de construir el sentido a partir de la experiencia.
Debido a que valoramos la tolerancia y la
diversidad de creencias, en ningún momento de nuestro análisis humanístico
queremos afirmar que la interpretación de uno de los tipos es cierta y la del
otro es falsa o errónea.
Lo cual está bien, salvo por el hecho de que
terminamos no hablando nunca sobre de dónde vienen esos patrones y creencias
individuales, con lo cual quiero decir sobre de qué parte de dentro de los dos tipos vienen.
Como si la orientación más básica de una
persona hacia el mundo y el sentido de su experiencia fueran algo que ya viene
de fábrica, igual que la estatura o la talla de los zapatos, o bien algo que se
absorbe de la cultura, como el idioma.
Como si la forma en que construimos el sentido
no fuera en realidad fruto de una elección personal e intencionada, de una
decisión consciente.
Además, está la cuestión de la arrogancia.
El tipo no religioso rechaza con una confianza
completa y odiosa toda posibilidad de que los esquimales hayan sido resultado
de la oración en la que pedía ayuda.
Es verdad: hay mucha gente religiosa que
también parece arrogantemente segura de sus interpretaciones.
Probablemente resultan todavía más repulsivos
que los ateos, por lo menos para la mayoría de los que estamos aquí, pero lo
cierto es que el problema de los dogmáticos religiosos es exactamente el mismo
que el del ateo de la historia: arrogancia, confianza ciega y una cerrazón
mental que es como un encarcelamiento tan completo que el prisionero ni
siquiera sabe que está encerrado.
Lo que intento decir es que pienso que esto
forma parte de lo que se supone qué significa en realidad ese mantra de que las
humanidades “te enseñan a pensar”: ser un poco menos arrogante, tener cierta
“conciencia crítica” de mí mismo y de mis certidumbres… porque un gran
porcentaje de las cosas de las que suelo estar automáticamente seguro resultan
ser completamente erróneas y fruto del autoengaño.
Esto es algo que yo he aprendido a base de
cometer errores, tal como predigo que os pasará a los que ahora os graduáis.
He aquí un ejemplo del carácter absolutamente
erróneo de algo de lo que tiendo a estar automáticamente seguro.
Todo lo que conforma mi experiencia inmediata
apoya mi creencia profunda en el hecho de que yo soy el centro absoluto del
universo, la persona más real, nítida e importante que existe.
Casi nunca pensamos en este egocentrismo tan
básico y natural, debido al hecho de que es socialmente repulsivo, y sin
embargo en gran medida todos lo padecemos, en
el fondo.
Es nuestra configuración por defecto, que nos
viene de fábrica al nacer.
Pensad en ello: nunca habéis tenido ninguna
experiencia de la que no fuerais el centro absoluto.
El mundo tal como lo experimentáis se
encuentra delante de vosotros, o bien detrás, o a vuestra izquierda o a vuestra
derecha, o en vuestro televisor o en vuestro monitor o donde sea.
Los pensamientos y sentimientos ajenos se os
tienen que comunicar de alguna manera, pero los vuestros son inmediatos,
apremiantes y reales.
Ya me entendéis.
Pero, por favor, no os preocupéis por si me
estoy preparando para soltaros un sermón sobre la compasión o el
desprendimiento o alguna otra de esas supuestas “virtudes”.
No es de virtud de lo que estamos hablando:
estamos hablando de decidir si nos tomamos o no la molestia de alterar de
alguna manera o incluso de quitarnos de encima esa configuración por defecto
que nos viene de fábrica, y que consiste en ser profunda y literalmente
egocéntricos, y en verlo e interpretarlo todo
a través de esa lente que es el yo.
De la gente que es capaz de ajustar así su configuración natural por defecto se suele
decir que son, entre comillas, gente “equilibrada”, un término que yo os sugiero
que no es accidental.
Dado el contexto académico en que nos
encontramos, una pregunta obvia que surge es en qué medida esa tarea de
equilibrar nuestra configuración por defecto requiere un verdadero conocimiento
o uso del intelecto.
No es de extrañar que la respuesta sea que
depende de qué clase de conocimiento estemos hablando.
Probablemente lo más peligroso que tiene la
educación académica, por lo menos en mi caso, es que habilita mi tendencia a
intelectualizar las cosas en exceso, a perderme en el pensamiento abstracto en
lugar de limitarme a prestar atención a lo que está pasando ante mí.
Y en lugar de prestar atención a lo que está
pasando dentro de mí.
No me cabe duda de que a estas alturas ya os
habréis dado cuenta de que resulta extremadamente difícil permanecer alerta y
atento en lugar de dejarse hipnotizar por el monólogo constante que suena
dentro de la cabeza de uno.
Lo que todavía no habéis averiguado es qué hay
en juego en esa lucha.
En los veinte años que han pasado desde que me
gradué, yo sí he podido ir entendiendo gradualmente qué hay en juego, y también
he podido ver que ese estereotipo de que las humanidades “te enseñan a pensar”
era en realidad la versión breve de una verdad muy profunda e importante.
Lo de “aprender a pensar” en realidad quiere
decir ejercer cierto control sobre cómo
y qué piensa uno.
Quiere decir ser lo bastante consciente y
estar lo bastante despierto como para elegir
a qué prestas atención y para elegir
cómo construyes el sentido a partir de la experiencia.
Porque si no podéis o no queréis llevar a cabo
esa clase de elecciones en vuestra vida adulta, vais a estar jodidos del todo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2014, en
traducción de Javier Calvo Perales, pp. 9 – 61. ISBN: 978-84-397-2939-6.]
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