Impar
«Hizo sonar tres veces el timbre de parada.
Los números impares le infundían seguridad. Para su imaginación eran números perfectos, equilibrados; los consideraba la base del orden de cualquier
estructura sana; más aún, se los imaginaba en organización piramidal, siete,
cinco, tres y sólo uno en la cúspide.
Intentó reconocer las fachadas huidizas, pero
la oscuridad reinante y el precario alumbrado público de ese sector de avenida
Matucana se habían confabulado para impedírselo. El chirrido de los frenos le
molestó. El rostro negligente de un pasajero adormecido en su asiento le hizo
pensar en el mecánico encargado de mantenerlos. La micro se detuvo. Saltó del
tercer escalón hasta la calle. No había ni un alma a la vista. Sólo la luz de
un portal, a unos veinte metros de distancia, cortaba el denso fluido de la
noche. Si bien Matucana era una avenida con cierta animación, esas cinco
cuadras, entre Mapocho y Carrascal, se despoblaban por completo una vez que se
iba la luz. Creía vivir en un barrio muerto, a pesar de tener la certeza de que
tras la fachada continua de las casas se desarrollaba un monótono hormigueo
familiar. Pensó en las catacumbas, en vidas subrepticias, en el silencio que
provoca el miedo. Pensó en su propia vida al interior de su cuarto. De ser
posible, hubiera preferido pasar todo el día y la insomne noche en su cuarto,
sin que nada de la puerta hacia fuera lo perturbara. Pero estaba su madre,
estaba su padre, estaba el recuerdo de su hermana muerta y su obligación de
participar de la vida familiar: comer en la mesa, saludar por la mañana,
responder a las preguntas que recibía como tiros al llegar. Hubiera preferido
permanecer quieto en su cama observando la pulcritud de su pequeño mundo antes
que salir cada día rumbo a la universidad. Los desafíos de tomar micro e ir a
terapia con la psicóloga del departamento de bienestar estudiantil, tres veces
por semana, lo tenían agotado. Con el solo fin de prepararse de la mejor
manera, se había impuesto una serie de rituales que involucraban bajarse en
ciertos paraderos y esperar la próxima micro y así llegar en una suma de
segmentos impares hasta República con la Alameda. Había ciertos paraderos
claves en esta secuencia. Existía, según él, cierta progresión aritmética en
los tramos. El primero, sólo unas pocas cuadras desde la esquina donde se subía
hasta la Quinta Normal, tres minutos en el tráfico de la mañana. El segundo, un
trecho más lento, diez minutos y la vista del abrazo acogedor de la Estación
Central. El último, el tramo de la Alameda, el más largo, diecisiete minutos.
Término inicial tres, razón siete. Otro de sus ritos consistía en acercarse a
una fuente de agua cercana al quiosco del patio principal: se inclinaba siete
veces y cada vez daba tres sorbos. No tener sed era fundamental para evitar
desconcentrarse durante la sesión. No le había contado nada de esto a la
psicóloga, le daba vergüenza hacerlo y prefería tomarlo como una ofrenda
secreta, como una manda.
A causa de la luminosidad de una ventana vio
proyectarse su propia sombra sobre la vereda. Era un muchacho de mediana
estatura y su figura no decía nada particular acerca de él. Tenía una cabeza de
estructura más o menos cúbica, ojos verdes de mirada fija y un pelo a punto de
erizarse en púas. Era delgado, sus paseos en bicicleta de los fines de semana y
durante el verano lo ayudaban a estar en forma. Se había percatado de que
ejercía cierto atractivo sobre las mujeres, sin embargo era virgen y no tenía
la tranquilidad de espíritu para animarse a salir con una de las compañeras que
se habían mostrado animosas con él. La posibilidad de que una mujer se diera
cuenta de su problema lo aterraba y no tenía modo de imaginarse envuelto en una
relación. Tal cosa implicaría un notorio cambio en su rutina y no estaba seguro
de ser capaz de enfrentarlo. No, definitivamente salir con una mujer
significaría salir de su cuarto, interferir su diario viaje de ida y vuelta a
la universidad, alterar los horarios de sus paseos en bicicleta. Un fin de
semana del año anterior había ido a una discoteca con un compañero: no tener
una idea clara de las dimensiones del lugar, estar sumergido en un lago de
sudores ajenos, verse agredido por el contacto de pieles extrañas, casi lo
enloqueció. No resistió más de diez minutos dentro. Corrió escaleras arriba y
vomitó a la salida, a vista y presencia de una fila de jóvenes que esperaban su
turno para entrar.
Una casona blanca deshabitada que rompía el
frontis continuo del barrio, constituía un hito en su camino del paradero a la
casa. Del segundo piso de la mole sobresalía un par de balcones de fierro en
franco estado de oxidación, que semejaban dos enormes y viejas dentaduras
corroídas por el tabaco. Miguel había notado su abandono hacía muchos años y la
idea de su progresivo deterioro había alimentado sus fantasías. En su época
adolescente se detenía a observarla para encontrar algo que delatara el avance
de su ruina. Tal era su modo de quererla en ese entonces: deseaba ser testigo
de su fin, incluso a veces pedía con todas sus fuerzas que el próximo terremoto
lo sorprendiera frente a la casona, para así verla derrumbarse con toda la
nobleza de su pesada contextura. Sin embargo, las cosas habían cambiado con el
tiempo; ahora Miguel, cuando pasaba frente a ella, deseaba encontrarla
exactamente igual al día anterior. Comprobar que nada había cambiado era uno de
sus principales ritos del último tiempo y sus visitas a la casona blanca se
repetían varias veces al día. Le horrorizaba la idea de encontrarse con la
puerta desquiciada o un pedazo de techo tragado hacia el interior. Pensaba que
si algo de esa naturaleza ocurría, una parte de él también se desquiciaría para
siempre. Peor aún, estaba convencido de que uno de sus padres sufriría una
tragedia. La oscuridad de esa noche se mostró indulgente con sus necesidades.
En la casona nada parecía estar fuera del lugar. Siguió su camino en calma. De
pronto, sin mediar razón, dudó de lo que había visto. No sería capaz de dormir,
pensó, si no la observaba con mayor detención. Volvió sobre sus pasos y se
presentó una vez más ante ella. Con la cabeza entre dos barras de la
herrumbrosa reja, se dedicó a examinarla en estricto orden. Llevaba meses
perfeccionando la metodología y había creado una secuencia que lo dejaba
satisfecho. Un profesor de anatomía en el auditorio de una morgue no hubiera
sido más preciso en el examen de un cadáver.
A medida que se fue acercando a la casa de sus
padres, que se diferenciaba de las casas vecinas gracias a una puerta azul,
sintió que no podía llegar hasta ella, que algo le impedía entrar de una vez
por todas. La imagen de un balcón de la casona blanca precipitándose al suelo
lo sobresaltó de tal manera que se puso rígido y no pudo seguir caminando.
Deseaba volver a examinarla, pero la sola idea lo avergonzaba. La armonía del
número tres se le hizo presente y sus músculos se distendieron en el acto. Si
examinaba la casa por tercera vez, las cosas quedarían bien compensadas: lo
bueno de la primera visita con la inseguridad de la segunda, se equilibrarían,
y consciente de que era un pensamiento en exceso grandioso, pensó que una
tercera visita le devolvería al universo cierto orden necesario. En ingeniería
había estudiado el concepto de la entropía, para algunos una medida del
desorden universal. El profesor de Termodinámica había asegurado que la
entropía era sólo susceptible de aumentar y, por lo tanto, cualquier
transferencia de energía o de masa contribuía a acrecentar el desorden del
universo. Miguel se dijo que el profesor estaba equivocado. No le cupo duda que
una tercera inspección contribuiría a disminuir el caos existente. El examen
fue aún más lento y minucioso, esperó el paso de los autos, a esa hora muy
escasos, para robar su luz pasajera. De pronto, con ayuda del resplandor de un
par de focos, vio una rata enorme asomarse bajo el alero de la techumbre, saltar
al patio polvoriento y desaparecer en la oscuridad. La idea de que proviniera
del interior de la casona lo desconcertó. No supo cómo organizar sus
pensamientos para sobreponerse a la inesperada visión; la casa había perdido su
inmutabilidad de golpe. Imaginó el menoscabo infligido por el ir y venir de
decenas de ratas, la polvareda levantada por sus carreras y grescas, creyó
percibir el hedor de sus orines y fecas. El polvo no le importaba, lo consideraba
una bendición para la casona, una sábana bautismal; en cambio, la corrupta
naturaleza de los roedores volvía todo inmundo y por lo tanto incontrolable. Se
apresuró camino a la casa de sus padres para hacer el intento de dejar atrás la
nube que había enturbiado el orden en su cabeza. Ya no había secuencia de ideas
posible que lo calmara.
-¿Miguel, hijo, dónde andabas? Son más de las
diez. Si vas a llegar tarde, avísame –dijo su madre mientras se acercaba y lo
besaba en la mejilla.
Era la única persona por quien se dejaba
besar. Ella tenía 45 años y traía una vida difícil a cuestas. Su rostro se
hallaba invadido de arrugas prematuras. Vestía su uniforme casero, un delantal
floreado sin formas. Aún sufría por la muerte de su hija a los seis años de
edad a causa de una leucemia. No había dejado de culparse. Cierta indolencia
ante los primeros síntomas la atormentaba.»
[El texto pertenece a la edición en español de Parramón Ediciones, 2010, pp.
141-146. ISBN: 978-84-92781-15-7.]
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