Parte final
París. Verano, 2015
Uno
«Es un poco así. El tedio profundo, como una
niebla callada, reúne a todos los hombres en una común y extraña indiferencia.
Estoy parafraseando. Eso no lo escribí yo sino Heidegger, y yo leí a Heidegger en el colegio, a los dieciséis. No entendí mucho. Me gustaba, sí, la elegancia
de sus palabras y su tono elegíaco. El adjetivo que usa el filósofo alemán para
describir ese estado emocional donde todo parece inútil (“profundo”), me hace
pensar en la nada que todo lo rodea y contagia. Me hace también pensar en mí y
en esta historia que empieza por el final, es decir, conmigo, anegado por el
sudor y las lágrimas y mirando el techo de mi buhardilla parisina sin saber por
qué.
Sospecho que es el dolor de la ignorancia, el
sufrimiento que arrastro por no saber qué pasó. Una vez más: la misma
sensación, el mismo tortuoso sometimiento que me sumerge en estas depresiones
pasajeras que ya no me permiten escribir. Pienso en Francisco constantemente,
no puedo evitarlo. Dulce amigo mío,
libérame de tu sombra: ¿por qué hiciste eso? ¿Por qué nunca dijiste nada? ¿Por
qué te fuiste así de pronto sin hablar conmigo? Las mismas preguntas sin
respuesta. El caso cerrado desde hace dos años. El suicidio confirmado que
clausuró toda investigación. Y ya nadie se acuerda. Las absurdas explicaciones
que lo reducen todo a su depresión, al final de su matrimonio, a sus
adicciones, a sus múltiples deudas, a su posible bancarrota. Ninguno de ellos
sabe lo que nos ocurrió en Berlín. Ninguno considera relevante que Francisco se
suicidara en la misma habitación del mismo hotel que tomamos en 2008.
“Los suicidas tiene sus propios rituales.
Cuando no dejan notas explicativas, uno puede interpretar su última voluntad
por el lugar y la forma en que se matan. Sobre todo si su muerte toma por
sorpresa a sus parientes y amigos”. Así me lo dijo –en inglés- el hombre calvo
y lampiño que lidiaba con estos asuntos en Berlín. No había mucho más que
hacer. El asalto y la agresión contra Francisco y la posible muerte de la
prostituta rubia, que yo relataba cinco años más tarde, no tenían ninguna
denuncia policial que las sustente. Tampoco habían aparecido en la prensa de la
época. El burócrata me miraba con cortés aprensión, pensando seguramente que yo
estaba demente o muy dañado por lo ocurrido. No volví a insistir. Regresé a
París abatido y molesto. Fue, por entonces, que el estrés empezó a afectarme
seriamente.
Aquí en Francia ese estado de feroz melancolía
se llama spleen y fue popularizado
por Charles Baudelaire. “Una angustia atroz y despótica”, escribió en uno de
sus versos más célebres. El spleen es
más común de lo que uno cree. El spleen
mata sin causa aparente. Pero mejor dejemos eso por un momento. No quisiera ser descortés y
continuar este manuscrito sin presentarme. Mi nombre es Diego, pero mis amigos
en Lima me dicen el Chato. Es cierto que escribo y que he podido publicar
algunos de mis libros en el Perú y en otros países. Vine a París un poco por
inercia, siguiendo la ruta de otros escritores que descubrí en mi adolescencia
y que ya están muertos. Hoy, por cierto, cumplí
treinta y ocho y, como todos los años desde que resolví odiarlo (antes
hacía fiestas en mi casa y aterrorizaba a mis padres con el ruido), sintiendo
en el pecho las patitas peludas de la angustia, pensé seriamente en los
infinitos inconvenientes y pesares que genera un suicidio.
La imagen de las patas tiene algo de
espeluznante pero la considero precisa: el ahogo y los agudos dolores de pecho
que preceden la llegada del pánico tienen, en mi cabeza, forma de araña. La
metáfora animal no es gratuita. Es casi un testimonio porque vivo con una araña
francesa que se alimenta de mí cuando duermo. Tengo los brazos y las piernas
salpicados de pústulas de agua turbia que siento placer al reventar. La médica
dijo que era una araña y me mostró en Google la imagen de un bicho azul y
alargado que parecía un ciempiés. La voluntad de matarla me parecía lógica y
necesaria porque las ampollas pican y pueden ser dolorosas, pero luego pensé
que no sería una mala idea encontrarla, atraparla y tenerla cautiva en uno de
los cofrecitos de la marihuana holandesa que me trae el buen Omar Nietzsche; y
quizás darle un nombre (algo que ya hice aunque nunca la he visto, se llama
Filomena y lleva mi apellido porque mis mascotas son como mis hijos), y
observarla, de madrugada, con una lupa de juguete y decirle: Filomena, mira lo
que me hiciste en la piel por pendeja, lo nuestro es una historia de amor
salvaje.
Desafiando con la vista el sol parisino que
incendia mi buhardilla por las mañanas, pienso en esto que escribo y en la
verdadera utilidad de la escritura. ¿Por qué estoy llorando?, me pregunto en
silencio, ¿me sigue haciendo tanto daño lo de Francisco? No lo sé. O de repente
sí lo sé pero no me atrevo a verbalizarlo. Es como si ahora las palabras
pudieran hacerlo todo más grave y perturbador hasta el punto de convertirlo en
irreversible. Las palabras. Lo único
que siempre he defendido con intensidad y altura, con la voz y con el cuerpo,
como si en esa lucha por aceptar el profundo sentido de las cosas se me hubiese
ido la vida, o lo que se supone que es la vida cuando la nombras, cuando
capturas con signos lingüísticos la lógica de esa realidad impuesta que nos
agrede y nos envilece y nos tuerce el cuello. El horror, ahora mismo, es
perderlas. Permitir que el luto que arrastro por dentro destruya, sin ellas, mi
identidad. Repetir como un rezo perpetuo la ceremonia del adiós y hundirme, enfermo
de muerte, en esa infinita melancolía que es el preludio del fin.
Mi antídoto transitorio ha sido disociarme.
Ser otro. Pensar como otro. Vivir como otro. Observar con distancia el duelo
que hunde su pico en mis órganos y los devora con lentitud. Negar el dolor con
frialdad y cinismo. De eso se trata. Es una estrategia útil pero tiene su
límite perverso. Disociar es como aguantar la respiración bajo el agua. Al
final, ¿qué queda? Nada, no queda nada: aire o muerte, no hay otra opción. Esto
que escribo, por el contrario (dicen los psicólogos, lo leí en Internet),
serviría para procesar el dolor. La idea es escribir como una forma de terapia.
Una idea que ciertamente me repugna. Una idea a la que me aferro con cobardía
pero que es, en realidad, una afrenta. Nunca pensé que caería tan bajo. ¿De qué
sirve el escritor que desconfía de sus palabras? Si les teme, si la realidad
que contienen se ha vuelto espejismo y simulacro y pesadilla eterna, ¿qué otro
camino le queda sino la muerte?
Ah, la muerte. Recuerdo esa vez que un editor
español se ofendió profundamente conmigo porque dije que los suicidas eran
valientes. Fui imprudente, lo confieso: un estudiante suyo, de catorce o quince
años, un chico sincero y brillante –quién iba a pensarlo-, se había lanzado de
madrugada a las vías del tren, y ese pequeño pueblo costero de Barcelona, en el
que nació y creció y perdió la virginidad y abandonó para siempre con el
corazón hecho un hueco, fue tomado por esa desesperación colectiva que produce
la incertidumbre. Es probable, entonces, que me equivocase. Mis lecturas han
sido fundamentales para reafirmar valores y convicciones, y también implacables
en la formación de mi temperamento. La valentía del suicida –creo recordar-
estaba relacionada con una cita en la que Arthur Schopenhauer habla del
suicidio como de la afirmación más poderosa de la voluntad y del querer vivir.
“El suicida ama la vida; lo único que pasa es que no acepta las condiciones en
que se le ofrece”, afirma el filósofo alemán, y con ello comprendí que el
suicidio no es señal del deseo de muerte sino, por el contrario, manifestación
de la aceptación y la afirmación de una vida sin sufrimientos.
En cuanto a las palabras que me abandonaron,
que aparentemente se fueron, tengo un enorme dilema. En realidad es miedo:
tengo miedo de no poder volver a escribir. Es la primera vez, en muchos meses,
que puedo pasar de una página sin borrarla o destruirla por vergüenza. Vuelvo,
entonces, sobre mi plan indecoroso de luchar contra mi sequía creativa
escribiendo sobre mi amigo muerto. Las posibilidades de que esto termine siendo
una novela son nulas. A lo máximo podría aspirar a convertirse en un diario de
apuntes o en una miscelánea sobre mi búsqueda. Permítanme, entonces, hablarles
un poco sobre esto último: mi búsqueda. No es verdad que sólo haya venido a
París a escribir. Mentí un poco. Algunos meses después de la muerte de
Francisco, estando en Lima, me enteré de que Cayetana Herencia vivía aquí desde
2011. Sé que todo esto es confuso (ya intentaré explicarlo). Bastará decir que
Cayetana fue, al parecer, mujer de Francisco y estuvo en Berlín el día en que
fue asaltado y agredido, de una manera brutal, por una banda de delincuentes.
¿Cómo contar todo esto como si fuera falso?
¿Cómo intentar resolver el enigma de la muerte de mi amigo en tiempo real? Es
un poco raro: soy sólo un escritor bloqueado fracasando en París, pero parece
que las circunstancias me empujaran a pensar y actuar como un detective. Lo más
probable es que, al final, me quedé con la segunda opción. Ya dije que no veo
cómo esto pueda llegar a ser una novela, y la única historia que deseo relatar
es aquella en la que descubro lo que ocurrió con Francisco y el spleen de mi vida se acaba para siempre.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Anagrama, 2017, pp. 191-196. ISBN: 978-84-339-9338-5.]
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