jueves, 3 de marzo de 2022

La procesión infinita.- Diego Trelles Paz (1977)


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Parte final

París. Verano, 2015
Uno

 «Es un poco así. El tedio profundo, como una niebla callada, reúne a todos los hombres en una común y extraña indiferencia. Estoy parafraseando. Eso no lo escribí yo sino Heidegger, y yo leí a Heidegger en el colegio, a los dieciséis. No entendí mucho. Me gustaba, sí, la elegancia de sus palabras y su tono elegíaco. El adjetivo que usa el filósofo alemán para describir ese estado emocional donde todo parece inútil (“profundo”), me hace pensar en la nada que todo lo rodea y contagia. Me hace también pensar en mí y en esta historia que empieza por el final, es decir, conmigo, anegado por el sudor y las lágrimas y mirando el techo de mi buhardilla parisina sin saber por qué.
 Sospecho que es el dolor de la ignorancia, el sufrimiento que arrastro por no saber qué pasó. Una vez más: la misma sensación, el mismo tortuoso sometimiento que me sumerge en estas depresiones pasajeras que ya no me permiten escribir. Pienso en Francisco constantemente, no puedo evitarlo. Dulce amigo mío, libérame de tu sombra: ¿por qué hiciste eso? ¿Por qué nunca dijiste nada? ¿Por qué te fuiste así de pronto sin hablar conmigo? Las mismas preguntas sin respuesta. El caso cerrado desde hace dos años. El suicidio confirmado que clausuró toda investigación. Y ya nadie se acuerda. Las absurdas explicaciones que lo reducen todo a su depresión, al final de su matrimonio, a sus adicciones, a sus múltiples deudas, a su posible bancarrota. Ninguno de ellos sabe lo que nos ocurrió en Berlín. Ninguno considera relevante que Francisco se suicidara en la misma habitación del mismo hotel que tomamos en 2008.
 “Los suicidas tiene sus propios rituales. Cuando no dejan notas explicativas, uno puede interpretar su última voluntad por el lugar y la forma en que se matan. Sobre todo si su muerte toma por sorpresa a sus parientes y amigos”. Así me lo dijo –en inglés- el hombre calvo y lampiño que lidiaba con estos asuntos en Berlín. No había mucho más que hacer. El asalto y la agresión contra Francisco y la posible muerte de la prostituta rubia, que yo relataba cinco años más tarde, no tenían ninguna denuncia policial que las sustente. Tampoco habían aparecido en la prensa de la época. El burócrata me miraba con cortés aprensión, pensando seguramente que yo estaba demente o muy dañado por lo ocurrido. No volví a insistir. Regresé a París abatido y molesto. Fue, por entonces, que el estrés empezó a afectarme seriamente.
 Aquí en Francia ese estado de feroz melancolía se llama spleen y fue popularizado por Charles Baudelaire. “Una angustia atroz y despótica”, escribió en uno de sus versos más célebres. El spleen es más común de lo que uno cree. El spleen mata sin causa aparente. Pero mejor dejemos eso por un  momento. No quisiera ser descortés y continuar este manuscrito sin presentarme. Mi nombre es Diego, pero mis amigos en Lima me dicen el Chato. Es cierto que escribo y que he podido publicar algunos de mis libros en el Perú y en otros países. Vine a París un poco por inercia, siguiendo la ruta de otros escritores que descubrí en mi adolescencia y que ya están muertos. Hoy, por cierto, cumplí  treinta y ocho y, como todos los años desde que resolví odiarlo (antes hacía fiestas en mi casa y aterrorizaba a mis padres con el ruido), sintiendo en el pecho las patitas peludas de la angustia, pensé seriamente en los infinitos inconvenientes y pesares que genera un suicidio.
 La imagen de las patas tiene algo de espeluznante pero la considero precisa: el ahogo y los agudos dolores de pecho que preceden la llegada del pánico tienen, en mi cabeza, forma de araña. La metáfora animal no es gratuita. Es casi un testimonio porque vivo con una araña francesa que se alimenta de mí cuando duermo. Tengo los brazos y las piernas salpicados de pústulas de agua turbia que siento placer al reventar. La médica dijo que era una araña y me mostró en Google la imagen de un bicho azul y alargado que parecía un ciempiés. La voluntad de matarla me parecía lógica y necesaria porque las ampollas pican y pueden ser dolorosas, pero luego pensé que no sería una mala idea encontrarla, atraparla y tenerla cautiva en uno de los cofrecitos de la marihuana holandesa que me trae el buen Omar Nietzsche; y quizás darle un nombre (algo que ya hice aunque nunca la he visto, se llama Filomena y lleva mi apellido porque mis mascotas son como mis hijos), y observarla, de madrugada, con una lupa de juguete y decirle: Filomena, mira lo que me hiciste en la piel por pendeja, lo nuestro es una historia de amor salvaje.
Resultado de imagen de diego trelles paz la procesio infinita Desafiando con la vista el sol parisino que incendia mi buhardilla por las mañanas, pienso en esto que escribo y en la verdadera utilidad de la escritura. ¿Por qué estoy llorando?, me pregunto en silencio, ¿me sigue haciendo tanto daño lo de Francisco? No lo sé. O de repente sí lo sé pero no me atrevo a verbalizarlo. Es como si ahora las palabras pudieran hacerlo todo más grave y perturbador hasta el punto de convertirlo en irreversible. Las palabras. Lo único que siempre he defendido con intensidad y altura, con la voz y con el cuerpo, como si en esa lucha por aceptar el profundo sentido de las cosas se me hubiese ido la vida, o lo que se supone que es la vida cuando la nombras, cuando capturas con signos lingüísticos la lógica de esa realidad impuesta que nos agrede y nos envilece y nos tuerce el cuello. El horror, ahora mismo, es perderlas. Permitir que el luto que arrastro por dentro destruya, sin ellas, mi identidad. Repetir como un rezo perpetuo la ceremonia del adiós y hundirme, enfermo de muerte, en esa infinita melancolía que es el preludio del fin.
 Mi antídoto transitorio ha sido disociarme. Ser otro. Pensar como otro. Vivir como otro. Observar con distancia el duelo que hunde su pico en mis órganos y los devora con lentitud. Negar el dolor con frialdad y cinismo. De eso se trata. Es una estrategia útil pero tiene su límite perverso. Disociar es como aguantar la respiración bajo el agua. Al final, ¿qué queda? Nada, no queda nada: aire o muerte, no hay otra opción. Esto que escribo, por el contrario (dicen los psicólogos, lo leí en Internet), serviría para procesar el dolor. La idea es escribir como una forma de terapia. Una idea que ciertamente me repugna. Una idea a la que me aferro con cobardía pero que es, en realidad, una afrenta. Nunca pensé que caería tan bajo. ¿De qué sirve el escritor que desconfía de sus palabras? Si les teme, si la realidad que contienen se ha vuelto espejismo y simulacro y pesadilla eterna, ¿qué otro camino le queda sino la muerte?
 Ah, la muerte. Recuerdo esa vez que un editor español se ofendió profundamente conmigo porque dije que los suicidas eran valientes. Fui imprudente, lo confieso: un estudiante suyo, de catorce o quince años, un chico sincero y brillante –quién iba a pensarlo-, se había lanzado de madrugada a las vías del tren, y ese pequeño pueblo costero de Barcelona, en el que nació y creció y perdió la virginidad y abandonó para siempre con el corazón hecho un hueco, fue tomado por esa desesperación colectiva que produce la incertidumbre. Es probable, entonces, que me equivocase. Mis lecturas han sido fundamentales para reafirmar valores y convicciones, y también implacables en la formación de mi temperamento. La valentía del suicida –creo recordar- estaba relacionada con una cita en la que Arthur Schopenhauer habla del suicidio como de la afirmación más poderosa de la voluntad y del querer vivir. “El suicida ama la vida; lo único que pasa es que no acepta las condiciones en que se le ofrece”, afirma el filósofo alemán, y con ello comprendí que el suicidio no es señal del deseo de muerte sino, por el contrario, manifestación de la aceptación y la afirmación de una vida sin sufrimientos.
 En cuanto a las palabras que me abandonaron, que aparentemente se fueron, tengo un enorme dilema. En realidad es miedo: tengo miedo de no poder volver a escribir. Es la primera vez, en muchos meses, que puedo pasar de una página sin borrarla o destruirla por vergüenza. Vuelvo, entonces, sobre mi plan indecoroso de luchar contra mi sequía creativa escribiendo sobre mi amigo muerto. Las posibilidades de que esto termine siendo una novela son nulas. A lo máximo podría aspirar a convertirse en un diario de apuntes o en una miscelánea sobre mi búsqueda. Permítanme, entonces, hablarles un poco sobre esto último: mi búsqueda. No es verdad que sólo haya venido a París a escribir. Mentí un poco. Algunos meses después de la muerte de Francisco, estando en Lima, me enteré de que Cayetana Herencia vivía aquí desde 2011. Sé que todo esto es confuso (ya intentaré explicarlo). Bastará decir que Cayetana fue, al parecer, mujer de Francisco y estuvo en Berlín el día en que fue asaltado y agredido, de una manera brutal, por una banda de delincuentes.
 ¿Cómo contar todo esto como si fuera falso? ¿Cómo intentar resolver el enigma de la muerte de mi amigo en tiempo real? Es un poco raro: soy sólo un escritor bloqueado fracasando en París, pero parece que las circunstancias me empujaran a pensar y actuar como un detective. Lo más probable es que, al final, me quedé con la segunda opción. Ya dije que no veo cómo esto pueda llegar a ser una novela, y la única historia que deseo relatar es aquella en la que descubro lo que ocurrió con Francisco y el spleen de mi vida se acaba para siempre.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2017, pp. 191-196. ISBN: 978-84-339-9338-5.]

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