La apariencia
La representación como dato
«No es posible definir la representación, su
campo es demasiado vasto. El sentimiento más interior, el instante de Goethe o
el éxtasis de Plotino, es ya una representación, como el pensamiento más
abstracto y universal también es una representación. Desde el puro punto de
vista categorial se puede asignar una esencia a la representación, que será la
relación. De hecho, la representación es el único dato primitivo.
Sólo es posible darle una denominación como
“reevocación”, es decir como explicación metafísica de su significado.
El mundo es representación
El mundo que se ofrece a nuestra mirada, lo
que tocamos y lo que pensamos, es representación, como desde las antiguas Upanishad
y de Parménides en adelante han comprendido todas las especulaciones
penetrantes. En este punto se puede ser tajante.
Pero el mundo es representación en tanto que
está subordinado a la categoría de la relación. En efecto, la representación no
tiene sustancia, es una simple relación, una conexión fluctuante entre dos
términos –llamados provisionalmente sujeto y objeto- inestables, cambiantes,
continuamente variables, transformándose el uno en el otro, de modo que lo que
en una representación es sujeto será objeto en otra.
Si se quiere considerar el mundo como
sustancia, no en tanto que sustraído a la esfera de los datos primitivos, sino
precisamente este mundo que es representación, es necesario buscar algo
inmediato, de lo que el mundo indique el ser. El mundo será entonces sustancia
en un sentido únicamente categorial, expresará algo oculto, sustraído a la
sensación y al pensamiento.
Goce
del contemplador
Captar la intuición, o ser atrapado por el pathos, de que el mundo en el que
vivimos es una apariencia, una ilusión, con la consistencia de un sueño o, en
términos sin énfasis, una representación, es una experiencia nada insólita
–como estado de ánimo- en los años jóvenes, pero es decisiva cuando alcanza un
grado férvido y perdurante de intensidad. No se trata de un descubrimiento de
ayer: hay que retroceder casi tres mil años, cuando se busca su origen.
Quien está afectado por este pathos tiene tendencia a la
contemplación, porque intuir significa contemplar; y contemplar es distanciarse
del fondo de la vida. Quien está inmerso en ella no puede sentir su
ilusoriedad. Conocer es perder algo del manantial de la vida.
Pero el goce del instante, paradójicamente, es
más intenso en el conocedor. La visión instantánea de un fragmento de vida es
conmovedora para quien se aleja de la vida, suspende sus impulsos de
apropiación, y al hacerlo se desvanece, derramándose fuera de sí, en la imagen
reconocida como ilusoria. El ahorro de la acción se traduce en adquisición de
potencia: quien asiste a un espectáculo recibe fuerza.
La vida
y el fondo de la vida
Como una niebla iridiscente
que sale de oscuros pantanos o de una húmeda pradera, así es el mundo de las
cosas que nosotros llamamos vida –“aspectos múltiples que abandonan y mudan los
senderos tormentosos de la vida”- pero a la que seguramente es más justo
designar como el velo de otra vida, como el sueño de un dios. En Grecia, esta
visión adopta la figura de Fanes.
Algo está oculto en lo profundo.
Solidez
de la representación
De este modo, el mundo de las cosas no sería
más que una concatenación, una estructura cognoscitiva. Frente a ello, se ha
aludido al fondo de la vida, a algo oculto, pero por ahora esto es menos que
una hipótesis, es una sugerencia y una sugestión. Por otra parte, este mundo de
la representación sería apariencia de un mundo más consistente y concreto de lo
que parece a primera vista. Aunque esta realidad manifiesta se reduzca a una
trama de puras relaciones, esto no le impone un límite grosero en el sentido de
que, suprimido un sujeto de conocimiento empírico o universal, quedara por ello
suprimido el mundo. Si se afirma la inconsistencia del sujeto, o por lo menos
que el sujeto no es un término fijo o final, ya no se podrá decir que la
realidad de este mundo esté determinada tan banalmente.
Llamamos ilusoria a esta realidad porque
estamos habituados a entender por realidad verdadera a algo en sí,
independiente de nosotros y por consiguiente también de nuestro conocimiento.
Pero lo que tiene derecho a llamarse cabalmente realidad es únicamente esta
realidad ilusoria. Al mundo oculto, si tiene sentido aludir a él, no le
corresponde el atributo de la realidad, porque no le corresponde ningún
atributo: los predicados pertenecen a la representación.
Y así, el universo de la naturaleza, el cielo
y las estrellas con sus presuntas leyes, el hombre y su historia, con sus
pensamientos más sutiles y sus acciones más rotundas, todo ello no es otra cosa
sino representación, y por tanto es lícito interpretarlo como un dato
cognoscitivo. Todos los demás nombres que la acción humana puede proponer con
la pretensión de desvelar algo sustancial, elemental, algo unificador del
caleidoscopio de la experiencia, los nombres de idea, espíritu, voluntad,
instinto, acción, potencia, no están justificados y no explican nada, revelan
simplemente la intrusión de conceptos metafísicos en la interpretación de los
nexos dinámicos que la representación como tal, sin ayuda trascendente o
trascendental, ya posee en sí. Mirando el mundo del devenir de este modo, con
expresión rigurosa y sintética, deberá decirse en general que, en tanto no se
reduzca a puros términos de conocimiento y de relación representativa, no
existe en ningún modo aquello que se designa con el nombre de acción.
¿El
sujeto como elemento común?
Cada vez que se analiza una representación se encuentra un objeto,
incluso en el ámbito de una relación, es
decir según una perspectiva, como una proyección determinada. Pero es vano
buscar el punto desde el que se abre esta visión: en el momento en el que se
descubre se convierte en objeto, absorbiendo en sí al viejo objeto, y una vez
más el origen de la perspectiva se nos escapa.
Si en el interior de una representación, como
su contenido, todo análisis se encuentra siempre con un objeto, ¿será preciso
entonces examinar las condiciones de la representación, sus conexiones, para
descubrir algo del sujeto? En cualquier serie conexa de representaciones existe
un doble elemento común, que siempre está fuera de la representación simple:
del lado del objeto, es decir de lo que debe postularse como sustrato común a
todos los diferentes objetos de la representación, deberá tratarse de un
elemento que esté más acá de la serie de la representaciones; y del lado del
sujeto, frente a su fuga indefinida como la de una imagen en un espejo, el
elemento común a una serie de representaciones es el nexo que las une y que
eventualmente vincula sus objetos simples en el interior.
De ese modo se le reconoce al sujeto una
función condicionante respecto del objeto: empíricamente, es la comunión entre
las representaciones la que nos pone sobre la pista del sujeto, y
psicológicamente la búsqueda está guiada por lo que era anterior y lo que será
posterior, en la esfera de la memoria. El elemento común, constante, persistente,
es la condición para una confrontación entre las representaciones. El sujeto
más universal será algo común a la serie –o a la serie de series- de
representaciones más amplia.
La
acción es una qualitas occulta
En
consecuencia, el conocimiento existe, pero no hay un portador del conocimiento.
Y si no hay un portador del conocimiento, ¿cómo podría existir un portador de
la acción? Por otra parte, sin portador de la acción ni siquiera es concebible
una voluntad y la acción misma, sin un portador que le sea propio, es absurda.
¿Quién actuaría?
El concepto de acción resulta así ficticio, es
una abreviatura, una aproximación, un salir del paso expeditivo que asume como
unidad (metafísica) lo que en términos de conocimiento –que son los únicos
datos aceptables- se reduce a una serie intrincada de nexos entre
representaciones.
La ilusión del idealismo
No es el sujeto quien crea la realidad, no es
el yo quien crea el ser, ya que cada representación contiene el sujeto, o mejor
lo implica, pero no está creada por el sujeto.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 2004, en
traducción de Miguel Morey, pp. 37-43. ISBN: 84-7844-270-7.]
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