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«¿Quién
es propiamente un "disidente"?
Parece que los primeros que se han ganado este
título son los ciudadanos del bloque soviético que han decidido vivir en la
verdad y que, por lo general, responden a las siguientes características:
1. Manifiestan sus posiciones no conformistas
y sus críticas públicamente, dentro
de sus posibilidades, y las manifiestan sistemáticamente;
gracias a todo esto son conocidos en
Occidente.
2. En virtud de esto han adquirido también en
su país —aunque no hayan podido publicar en su patria y el gobierno les persiga
de todos los modos posibles— una consideración más o menos grande ante la
opinión pública y el gobierno y, según eso, aunque solo sea en su ámbito,
disponen de un cierto poder real.
Aunque muy limitado y concreto, este poder los preserva, por un lado, de lo
peor y por otro, les da garantías de que las persecuciones no podrán ocurrir
impunemente, sin complicaciones políticas para su gobierno.
3. El radio de su horizonte crítico y su
compromiso trascienden el estrecho espacio de su ámbito directo y de su interés
concreto, abarcando cuestiones más generales y adquiriendo así, aunque en
medida muy limitada, un carácter político,
si bien el grado en que ellos mismos se consideran una fuerza directamente
política puede ser muy diverso.
4. Se trata de gente más bien preparada intelectualmente, gente “de pluma”, ya
que la expresión escrita es el instrumento político principal —y quizá único—
de que disponen y que puede atraer la atención sobre ellos, sobre todo en el
extranjero, en efecto, los demás modos de «vida en la verdad» o se pierden en
el espacio, difícil de identificar para un observador occidental, del ámbito
local, o —si van más allá— parecen ser solo un complemento menos llamativo de
la expresión escrita.
5. Son gente de la que se habla en Occidente
—cualquiera que sea su profesión— con más frecuencia en relación a su
compromiso civil o al aspecto crítico-político de su trabajo que en relación
con su trabajo específico. Sé por experiencia personal que existe una especie
de confín invisible que el individuo —sin querer y sin saber cuándo y cómo lo
ha hecho— ha debido superar para dejar de escribir de sí como de un escritor
que en este verso o en el otro muestra una conciencia civil y comenzar a hablar
como de un “disidente” que (entre paréntesis, ¿cómo? -¿Quizá en su tiempo
libre?-) escribe también algún trabajo teatral.
No hay duda de que hay gente que responde a
todos estos requisitos. Está bien emplear para un grupo tan definido —aunque
sea muy casualmente— una definición apropiada, pero hay que discutir mucho
sobre si esa definición ha de ser precisamente la de “disidente”.
Sea como sea, sucede, y nosotros naturalmente
no cambiamos nada; todo lo contrario, a veces somos nosotros mismos —aunque de
mala gana, solo para entendernos más fácilmente, quizá con una chispa de ironía
y en todo caso siempre entre comillas— los que aceptamos esa definición.
Quizá sea oportuno indicar algunos motivos por
los que los «disidentes» en general no quieren que se les defina de este modo.
Ante todo, la definición crea ya problemas
desde un punto de vista etimológico: en efecto “disidente” es sinónimo del
conocido “apóstata”; pero los “disidentes” no se sienten tales, ya que no han
abjurado de nada. Todo lo contrario: se han aferrado a sí mismos y si, por
ventura, algunos se han separado de algo, ha sido solo de lo que en su vida
resultaba falso y alienante: de la “vida en la mentira”.
Pero este no es el motivo principal.
La definición de “disidente” comporta
necesariamente la idea de que se trata de una profesión especial; como si entre los diversos modos más normales
de vivir hubiera uno especial, a saber, el murmurar “disentiente” sobre la
situación; como si el “disidente” no fuera simplemente un físico, un sociólogo,
un obrero o un poeta que se comporta como siente que debe hacerlo y que solo la
lógica interna de su pensar, obrar y trabajar (en confrontación con las
circunstancias externas ocasionales) le ha llevado —sin premeditación o
complacencia— a un choque abierto con el poder y, en cambio, fuese uno que ha decidido comenzar la carrera del
descontento de profesión, como otro decide hacerse zapatero o artesano.
En realidad, las cosas son de distinta manera:
en general se adquiere conciencia de ser un disidente cuando ya se es desde
hace tiempo, y esta postura es la conclusión de sus concretas tomas de postura
en la vida, sugeridas por razones muy distintas de la búsqueda de este o aquel
título y sus tomas de postura y su trabajo concreto no son la conclusión de un
propósito ya tomado de ser un “disidente”. En resumen, la “disidencia” no es
una profesión, aunque uno le dedicara las 24 horas del día; por el contrario,
es, ante todo y sobre todo, una postura existencial que, por lo demás, no es
monopolio de los que —respondiendo quizá a esas condiciones casuales exteriores
de que se ha hablado— se adornan con el título de “disidente”.
Si de todos los miles de individuos anónimos
que intentan vivir en la verdad y de los millones que quisieran vivir en la
verdad pero no pueden (quizá porque debido a una serie de circunstancias
necesitarían un valor diez veces superior al de los que han dado este paso), si
de toda esta multitud se escogieran —y además al azar— algunas decenas de personas
y se formase con ellas una especie de categoría social, tal modo de proceder
reportaría una imagen completamente deformada de la situación general, tanto si
hace triunfar la idea de que los “disidentes” son una especie de elite, un
grupo exclusivo de “fauna protegida” a quienes se permite lo que se prohíbe a
otros y que el gobierno alienta quizá como ejemplo viviente de su largueza de
miras, como si por el contrario alimenta la ilusión de que si son tan pocos los
eternamente insatisfechos y si ni siquiera tienen muchas esperanzas, entonces
quiere decir que todos los demás están satisfechos: en efecto, ¡si no
estuvieran satisfechos serían “disidentes”!
Pero esto no es todo: esta categorización
acaba también por dar involuntariamente crédito a la idea de que para los “disidentes”
se trata, sobre todo, de un interés suyo de grupo y de que toda su controversia
con el gobierno no es más que una controversia abstracta entre dos grupos
contrapuestos, una controversia extraña a la sociedad y que quizá no tiene nada
que ver con ella. Esta imagen contrasta profundamente con el significado real
de la postura de “disidente”, esta postura se refiere al interés por el otro,
por eso por lo que la sociedad en su conjunto sufre, por tanto, por todos los
demás que no se hacen sentir. Si los “disidentes” tienen una pizca de autoridad
y no están ya desde hace tiempo aplastados como un insecto extraño que se salió
de su hábitat, ciertamente no se debe a que el gobierno tenga en gran
consideración a este grupúsculo exclusivo y a sus exclusivas reflexiones, sino
precisamente porque se da cuenta de ese poder político potencial que es la “vida
en la verdad” enraizada en la “vida secreta”, porque se da cuenta de qué mundo
nace lo que este grupo hace y a qué mundo se dirige: al mundo de la cotidianidad humana, de la tensión
cotidiana entre intenciones de la vida e intenciones del sistema. ¿Qué mejor
prueba que la que el mismo gobierno dio tras la aparición de la Carta 77 cuando
comenzó a requerir declaraciones de toda la nación, según las cuales la Carta
no tenía un fundamento de verdad? Los millones de firmas sonsacadas probaron,
entre otras cosas, exactamente lo contrario: que dice la verdad. La enorme
atención de que gozan los «disidentes» por parte de los órganos políticos y de
la policía y que quizá puede producir en alguien la sensación de que el
gobierno tiene miedo de los “disidentes” como aparato de poder alternativo, no
deriva de que sean algo de ese tipo, algo omnipotente que se mantiene
—precisamente como el gobierno— por encima de la sociedad, sino al contrario,
precisamente porque son “gente común”, con preocupaciones “comunes” y que se
diferencian de los demás solo porque dicen en voz alta lo que los demás no
pueden o no tienen el valor de decir. Ya he hablado de la fuerza política de
Soljenitsin: esa fuerza no consiste en un poder político exclusivamente suyo
como individuo, sino en la experiencia de millones de víctimas del Gulag que él
ha gritado en voz alta y con la que ha interpelado a los demás millones de
hombres de buena voluntad.
Institucionalizar en una categoría elegida a los “disidentes” famosos o de
relieve significa realmente negar el muy particular punto de vista moral de su
acción. Hemos visto que eso es precisamente el principio de la igualdad de derechos basado en la indivisibilidad de los derechos y de las
libertades del hombre de donde se derivan los “movimientos disidentes”: ¿acaso
los “disidentes famosos” no se han reunido en el KOR para defender a obreros
desconocidos y acaso no se han convertido precisamente
por esto en esos disidentes famosos?
¿Acaso los “disidentes famosos” no se unieron en la Carta 77, después de
haberla hecho suya la solidaridad con unos músicos desconocidos, acaso no se
unieron a aquellos y acaso no se han convertido precisamente por esto en “disidentes
famosos”? ¡Es realmente una terrible paradoja que cuanto más defienden algunos
ciudadanos a otros ciudadanos, con tanta más frecuencia se les define con una
palabra que los aleja de estos “otros ciudadanos”! Tras esta explicación espero
que quede claro el sentido de las comillas entre las que pongo en toda esta
disertación la palabra “disidente”.
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En la época en que checos y eslovacos formaban
parte del imperio austro-húngaro y no había premisas reales, ni políticas ni
psicológico-sociales para que nuestras naciones buscaran su identidad fuera de
este imperio, T. G. Masaryk basó su programa nacional bohemio en la idea
del “trabajo minucioso”, es decir, el trabajo honesto y responsable —dentro del
ordenamiento existente— en los ámbitos más dispares de la vida, con la
intención de suscitar una creatividad nacional y una conciencia nacional.
Naturalmente, se subrayaba de manera especial el elemento cultural, educativo,
moral y humanitario. El único punto de partida posible para un destino nacional
más digno lo reconoció Masaryk en el hombre, en la creación por su parte de las
premisas que hicieron más digno su destino de hombre; el punto de partida de un
cambio de postura de la nación era para él el cambio del hombre.
Este concepto del “trabajo por la nación” ha
arraigado en nuestra sociedad, ha sido en muchos aspectos fecundo y está
todavía vivo, aunque hay quienes detrás de ello — como forma extremadamente
refinada de “coartada”— ocultan su colaboracionismo. Aún hoy son muchos los que
se atienen a ello y hasta es posible registrar —al menos en algunos sectores—
éxitos evidentes: es difícil decir cuánto más grave sería la situación si no
hubiera continuamente una infinidad de hombres laboriosos, que simplemente no
puedan evitar comprometerse a hacer lo mejor que pueden lo que se puede hacer y
dejar el mínimo inevitable a la “vida en la mentira” para poder reservar el
máximo posible a las auténticas necesidades de la sociedad. Estos hombres
parten de la premisa justa de que todo buen trabajo es indirectamente una
crítica a una mala política y que hay situaciones en las que vale la pena
seguir este camino aunque esto signifique renunciar al propio derecho natural a
una crítica directa.
Pero hoy esta actitud tiene —incluso en
comparación con la situación de los años sesenta— unos límites bien precisos;
sucede cada vez con más frecuencia que el “trabajo minucioso” choca con el muro
del sistema postotalitario y se encuentra ante el dilema: dar marcha atrás,
renunciar a la lealtad, a la responsabilidad y a la seriedad en que se basaba y
adaptarse (actitud mayoritaria) o seguir adelante por el camino emprendido y
llegar inevitablemente a una confrontación abierta con el poder (actitud
minoritaria).
El concepto de “trabajo minucioso” no tuvo
nunca que equivaler al imperativo de mantenerse en la estructura existente a cualquier precio (según este punto de
vista, quien llegase a ser expulsado de ella tendría que aparecer como quien ha
renunciado al “trabajo por la nación”), y mucho menos puede tener hoy este
significado. Naturalmente no existe ningún modelo general de comportamiento,
una especie de llave de contacto para cuando el “trabajo minucioso” deja de ser
un “trabajo por la nación” y empieza a convertirse en un “trabajo contra la
nación”; en todo caso, es más claro que nunca que el peligro de ese cambio es
cada vez más inminente y es cada vez más fácil la posibilidad de que el “trabajo
minucioso” llegue a ese muro ante el cual evitar el choque quiere decir
traicionar en el auténtico sentido de la palabra.
Cuando en 1974 trabajé en una fábrica de
cerveza, mi jefe era un cierto S.: un hombre competente que tenía sentido del
orgullo profesional y se esforzaba para que en nuestra fábrica se produjera una
buena cerveza. Pasaba casi todo el tiempo en la fábrica, pensaba continuamente
en mejorarla, nos atormentaba con la idea de que todos apreciáramos la fábrica
de cerveza como él; es casi inimaginable que exista en la incuria socialista un
trabajador más constructivo. La dirección de la fábrica, compuesta por
individuos que ciertamente entendían menos de su oficio y lo apreciaban menos
que él, no solo había hecho reducir a la mitad la producción, no solo no
atendía las sugerencias de S., sino que, por el contrario, se mostraba cada vez
más dura en sus relaciones con él y menospreciaba su trabajo. La situación
llegó hasta el punto de que a S. no le quedó otro recurso que escribir una
larga carta a la dirección general en la que trató de enumerar todos los fallos
de la fábrica y de explicar por qué era la peor de la región, señalando también
a los responsables. Su voz pudo ser escuchada: el director, políticamente
influyente pero ignorante en cervezas, intrigante e insolente con los obreros,
pudo ser alejado y, gracias a la iniciativa de S., pudo mejorar la situación de
la fábrica de cerveza. Si las cosas marcharan normalmente así, este sería un
buen ejemplo del buen éxito del «trabajo minucioso». Pero, por desgracia, no
ocurre así: el director de la fábrica de cerveza —en cuanto miembro del comité
del partido en el distrito— tenía buenos conocimientos en las altas esferas e
intrigó para que todo marchara en su favor; el análisis de S. fue calificado de
«libelo difamatorio», a S. se le señaló como criminal político, se le expulsó
de nuestra fábrica y se le echó a hacer un trabajo sin cualificación
profesional. El “trabajo minucioso” había tocado el muro: el sistema
postotalitario. S. se había rebelado, no había respetado las reglas del juego; “había
hecho brecha” diciendo la verdad y acababa como “subciudadano” con la marca del
enemigo, que ya no puede decir nada y al que —por principio— no se le puede
escuchar. Se convirtió en el “disidente” de las fábricas de cerveza de la
Bohemia oriental.
Creo que se trata de un procedimiento
paradigmático que ilustra desde otro punto de vista lo que he dicho en el
capítulo anterior: un hombre no se hace “disidente” porque un buen día decide
emprender esta extravagante carrera, sino porque su responsabilidad interior,
combinada con todo el complejo de circunstancias externas, acaba por
encadenarlo a esa posición: se le echa fuera de las estructuras existentes y se
le pone en confrontación con ellas. Al comienzo no era ni más ni menos que la
intención de hacer bien su trabajo y al final está la marca del enemigo.
Un buen trabajo es, pues, en realidad la
crítica de una mala política. A veces, por así decirlo, se perdona la crítica y
a veces no. Pero se perdona cada vez menos. Y no por su culpa.
Ya pasaron los tiempos del imperio
austro-húngaro cuando la nación checa (en el período terrible del absolutismo
de Bach) tenía un único «disidente» verdadero: el encarcelado en Brixen. Si no
viéramos en la palabra «disidente» un poco de esnobismo, tendríamos que
constatar que hoy a los “disidentes” los encontramos por todas partes.
Es absurdo acusar a estos “disidentes” de
haber renunciado al “trabajo minucioso”. La “disidencia” no es, en efecto, una
alternativa a la concepción del “trabajo minucioso” de Masaryk, sino que quizá
es, por el contrario, su única salida posible.
Digo “quizá” y con esto quiero subrayar que no
siempre es así: lejos de mí sostener que solo son honestos y responsables los
hombres que se han encontrado fuera de las estructuras existentes y en
confrontación con ellas. El cervecero S. podía incluso haber ganado su batalla.
Criticar a los que han aguantado solo porque han resistido y, por tanto, no son
“disidentes”, sería tan absurdo como el mostrarlos solo por este motivo como
ejemplo a los “disidentes”. Por lo demás, se iría contra toda actitud “disidente”
—como intento de “vida en la verdad”— si se juzgase el comportamiento del
hombre no desde lo que él es, hasta qué punto es o no bueno, sino desde la
etiqueta que se le ha colocado.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Ediciones Encuentro, 1990, en traducción de Vicente Martín Pindado, pp. 37-43. ISBN: 978-8490550120.]