Capítulo IX: De la transculturación
del tabaco
«De todos modos no tardaron mucho los blancos conquistadores de los
indios en ser a su vez conquistados por el tabaco. Con razón éste ha sido calificado
como “la yerba conquistadora” (A. Nezi, L’erba
conquistatrice). Ya mediado el siglo XVI todavía se abominará pública y
doctoralmente del tabaco, Fray Bartolomé de las Casas dirá que es un “vicio feo”.
Benzoni escribía que es un “pestífero y vicioso veneno del diablo”. Fray Mendieta
dirá que el tabaco es yerba “sospechosa y peligrosa”, recordando cómo los
aztecas hacían con ella “a manera de comunión”, como con el “cuerpo de una
diosa”. Pero ya en esa época eran numerosos los pobladores cristianos que
habían transigido con el tabaco y se habían aficionado a él hasta el punto de
distinguir, escoger y comprar especies distintas, seleccionar semillas para sus
cultivos y hacer de la planta prodigiosa de los indios un hábito cotidiano, una
granjería provechosa y un gran comercio transmarino.
Al
principio del descubrimiento deste Nuevo Mundo tomaron de aquellos indios esta
costumbre algunos pocos españoles, y después se fue extendiendo tanto, que no
hay parte ahora en todas las Indias donde no haya muchas personas que tomen
tabaco en humo; y es tanto el gusto que tienen de esto, que hay muchos hombres
que mientras no duermen no dejan pasar un cuarto de hora de día ni de noche sin
estarlo tomando, y se olvidarán de lo que han de comer y beber, y no de traer consigo
el tabaco. Lo cierto es que a los que lo usan sin orden y moderación, les causa
muchos males, como inflamaciones del hígado, riñones y muy agudos tabardillos;
mas, tomado en ocasiones de necesidad, aprovecha contra cualquiera
empachamiento de estómago, deshace las crudezas dél, le da calor y ayuda a la
digestión (P. Cobo, t. I, pág. 403).
El mismo autor añade: “Muy conocida es ya la
planta del tabaco no sólo en todas las Indias, sino también en Europa, a donde
se ha llevado desta tierra y es muy estimado por sus muchas y excelentes
virtudes.” Y también: “Es tanta la cantidad de tabaco que se gasta en las
Indias y se lleva a España, que hay provincias que todo el trato y granjerías
de sus habitadores es cultivarlo y beneficiarlo; y tienen más preciso los de
unas partes que los de otras”.
Es probable que en América el uso del tabaco
pasara de los indios a los blancos principalmente por las experiencias mágicas
y medicinales que éstos recibieron de aquéllos en sus congojas y enfermedades y
que luego les quedara el hábito de los polvos y de fumar como evocación del
gusto gozado.
Oviedo escribía del tabaco en 1546: “Sé que
algunos chripstianos ya lo usan, en especial algunos que están tocados del mal
de las bubas, porque dicen los tales que en el tiempo que están assi
transportados no sienten los dolores de su enfermedad, y no me parece que es
esto otra cosa sino estar muerto en vida el que tal hace; lo cual tengo por
peor que el dolor de que se excusan, pues no sanan por eso” (op. cit., 1.1, pág. 131).
Los europeos irían a “consultarse” con los
behiques en sus dolencias y desazones como todavía en estos tiempos van a la
gitana a que les “diga la buenaventura”, o al brujo africano para que les
proporcione un embó mágico o el sortilegio
de los caracoles de Ifá. Irían a escondidas a encontrar los behiques, a que les
dieran de su cohoba, o de su tabaco;
acaso rezarían antes unos padrenuestros para que “su dios verdadero” no los
castigara por el pecado que ellos iban a realizar, comunicándose con los dioses
falsos... ; pero iban. Y fuese adversa o favorable la experiencia de su paso
inicial en los usos del tabaco, ya no se apartarían de éste; como el enfermo en
mala enfermedad que comienza a tomar un narcótico por su analgésico y luego
sigue con él, por su vicio, en buena salud. Los blancos se acercarían por
primera vez al tabaco por anhelo supersticioso, pero después de la iniciación
se quedarían «encantados» con él por el motivo sensual, por el placer gustativo
y fisiológico, a la vez estímulo y sedante, que ellos derivaban del tabaco,
especialmente del fumar.
Los castellanos en las Indias primero tomarían
el heterodoxo tabaco a hurtadillas, y poco a poco fumarían con más soltura,
como pecadillo excusable, como travesura moza y, al fin con desenfado. También
los pobladores blancos sembrarían pronto el tabaco en los patios de sus casas y
en las huertas de sus estancias, como hacían los negros en sus conucos de las
haciendas, para tener siempre a su alcance esas hojas tan apetecidas.
En Europa el motivo mágico-religioso de los
indios no pudo darse abiertamente entre los blancos y los que allí gustaron del
tabaco lo hicieron realmente por el placer de su sensualidad excitada y
aconsejados por quienes retornaban de América. Pero este motivo sensual no
podía alegarse como justificativo de la introducción del tabaco en aquellas
costumbres. Su sensualismo y su misteriosa acción sobre el espíritu se
prestaban a los ataques de los que en el tabaco sólo veían una tentación
infernal, un nuevo pecado, un peligro para el alma pura y una manera atenuada
de endemoniamiento por la perturbadora excitación de las mentes que causaban
aquellos humos misteriosos, salidos de unas hojas negruzcas, traídas de un
Mundo Nuevo y quemadas en un fuego sin llama como en un rito críptico. No era
una fe en lo sobrenatural la que arrastraba allí a buscar el tabaco; al
contrario, lo que éste tuvo de originariamente religioso ahora se aducía para
combatirlo. Había necesidad de que otros motivos se pudieran alegar en público,
en Europa más que en las Indias, para encubrir el fundamental motivo
hedonístico que rápidamente propagaba el tabaco de los ritos indios entre las
gentes cristianas. Por esto el tabaco aparece introducido en Europa por dos
motivos, ostensivos e insistentes: el estético y el medicinal. Sobre todo por
el medicinal que, a más de basarse en realidades o mitos de terapéutica,
absorbía el motivo recreativo calificando de salutíferos los síntomas
fisiológicos de los placeres sensoriales que el tabaco proporcionaba. Si, como
se ha dicho, los partidarios que el tabaco tuvo en Europa se dividen en dos
grupos, “hedonistas” y “panaceístas”, fueron estos últimos los que
proporcionaron las armas dialécticas pero fueron aquéllos los reales
vencedores.
El paso del tabaco de las Indias a Europa fue
un radicalismo fenómeno de transculturación. El tabaco entre los blancos aún no
era nada; había que trasplantarlo a sus conciencias antes que a su suelo y a
sus costumbres. Si el tabaco fue aceptado por los blancos con cierta
clandestinidad, pronto trataron de razonabilizar su uso, no por sus verdaderos
motivos, que trascendían a diabolismo y embrujamiento en aquella excitadísima
época de luchas e intolerancias religiosas que fue el siglo XVI, sino por
razones justificables en los moralismos y en las corrientes del Renacimiento.
El tabaco fue allí presentado como una planta de belleza decorativa y de
sorprendentes virtudes medicinales.
En Europa comenzó el tabaco siendo sembrado
como planta ornamental. Sus hojas, grandes y hermosas “como de lechuga”, agradaban
a la vista. Pero convengamos en que su valor estético apreciable en los huertos
y jardines no pasó del breve recinto de éstos. Las hojas del tabaco eran muy
frágiles, marchitables, enfermizas, susceptibles a la descoloración; su planta
era una mata anual, también delicada y quebradiza; y sus flores, pequeñas y
pálidas, no competían con las rosas, clavellinas y demás bellezas tradicionales
de los pensiles andaluces. Las líneas decorativas de las hojas del tabaco no
pasaron de los jardines y huertas. No se perpetuaron por la arquitectura en los
capiteles, como las hojas de la flora clásica; ni siquiera en Cuba, donde si es
verdad que seguimos copiando cardos y acantos de Grecia sin homenaje patriótico
a la autoctonía del tabaco y del maíz, tiempo hubo cuando aprovechábamos los
motivos ornamentales de nuestra flora, como se hizo en la iglesia de San
Ignacio de la Habana (hoy la catedral) al ser reconstruida en 1725 por los
jesuitas, quienes imitaron en los fustes de sus columnas sin base las palmeadas
hojas del papayo y en sus capiteles los penachos de las piñas cubanas (Condesa
de Merlín, Viaje a la Habana, edición
de 1905, pág. 73). En España tampoco se reprodujeron las hojas de la nicociana
en la lujosa ornamentación de los indumentos cortesanos, tal como hoy figuran
en las bordadas casacas de los diplomáticos de Cuba. Si en España las matas de
tabaco se cultivaron con cuidado, más que por su elemental estética fue por su
exotismo y por las prodigiosas cualidades curativas de sus hojas aromáticas,
tal como aún se acostumbra sembrar en los jardines españoles la albahaca, la
hierbabuena, la ruda, el espliego o alhucema y otras plantas de semejantes
aromas y virtudes.
En aquella época era frecuente el uso de
fuertes aromas y sahumerios en la medicina casera. En La Celestina de Rojas, la
vieja protagonista cita estos medicamentos para curar el “mal de madre”, a
saber: “Todo olor fuerte es bueno, así como el poleo, ruda, exienjos, humo de
plumas de perdiz, de romero, de moxquete, de encienso, recibido con mucha diligencia,
aprovecha e afloxa el dolor, e buelve poco a poco la madre a su lugar”.
Por la medicina el tabaco se recibió en Europa
como una panacea, a la manera del remedio “cúralo-todo” que buscaban los
alquimistas. En este aspecto, la excesiva apología de sus condiciones
medicinales, que aproximaba la maravillosa mata de América a esa aspiración de
la alquimia medieval tan sospechosa de herejía, debió de aumentar en algunos
espíritus retardatarios, moralistas y ascetas, sus escrúpulos contra el tabaco.
Pero de todos modos la “propaganda”, como hoy se diría, se hizo atribuyendo a
dicha yerba incontables condiciones terapéuticas; y aun cuando no cabe dudar de
la posibilidad de algunas aplicaciones medicinales del tabaco, dada la
farmacopea de aquella época, no es difícil comprender que en esa extraordinaria
propaganda médica a favor del tabaco hubo mucho de “razonabilización”, es
decir, de justificación de un hecho por motivos ajenos a los verdaderos. El
placer hedonista pedía el tabaco, el misoneísmo y la austeridad lo repelían;
pero la medicina lo justificaba con sus propias razones y la sensualidad
quedaba a salvo so capa de ciencia salutífera. Así el tabaco comenzó a penetrar
y extenderse en las culturas europeas.
Si es sorprendente por lo espontánea, rápida y
extensa, la difusión del tabaco por Europa y por el resto del planeta, no lo es
menos por la tremenda lucha que tuvo que vencer. Los enemigos del tabaco lo
combatieron con extremada virulencia, hasta con la pena de muerte; sus
apologistas lo encomiaron atribuyéndole los más fantásticos méritos. La
literatura en pro y en contra del tabaco fue abundantísima. Aún no ha cesado.»
[El texto pertenece a la edición
en español de Ediciones Cátedra, 2002, en edición de Enrico Mario Santí, pp.
180-183. ISBN: 978-8437619873.]
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