domingo, 28 de mayo de 2023

El poder de los sin poder.- Václav Havel (1936-2011)


Klaus tilda a Havel de extremista de izquierdas | Radio Prague ...
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   «¿Quién es propiamente un "disidente"?
 Parece que los primeros que se han ganado este título son los ciudadanos del bloque soviético que han decidido vivir en la verdad y que, por lo general, responden a las siguientes características:
 1. Manifiestan sus posiciones no conformistas y sus críticas públicamente, dentro de sus posibilidades, y las manifiestan sistemáticamente; gracias a todo esto son conocidos en Occidente.
 2. En virtud de esto han adquirido también en su país —aunque no hayan podido publicar en su patria y el gobierno les persiga de todos los modos posibles— una consideración más o menos grande ante la opinión pública y el gobierno y, según eso, aunque solo sea en su ámbito, disponen de un cierto poder real. Aunque muy limitado y concreto, este poder los preserva, por un lado, de lo peor y por otro, les da garantías de que las persecuciones no podrán ocurrir impunemente, sin complicaciones políticas para su gobierno.
 3. El radio de su horizonte crítico y su compromiso trascienden el estrecho espacio de su ámbito directo y de su interés concreto, abarcando cuestiones más generales y adquiriendo así, aunque en medida muy limitada, un carácter político, si bien el grado en que ellos mismos se consideran una fuerza directamente política puede ser muy diverso.
 4. Se trata de gente más bien preparada intelectualmente, gente “de pluma”, ya que la expresión escrita es el instrumento político principal —y quizá único— de que disponen y que puede atraer la atención sobre ellos, sobre todo en el extranjero, en efecto, los demás modos de «vida en la verdad» o se pierden en el espacio, difícil de identificar para un observador occidental, del ámbito local, o —si van más allá— parecen ser solo un complemento menos llamativo de la expresión escrita.
 5. Son gente de la que se habla en Occidente —cualquiera que sea su profesión— con más frecuencia en relación a su compromiso civil o al aspecto crítico-político de su trabajo que en relación con su trabajo específico. Sé por experiencia personal que existe una especie de confín invisible que el individuo —sin querer y sin saber cuándo y cómo lo ha hecho— ha debido superar para dejar de escribir de sí como de un escritor que en este verso o en el otro muestra una conciencia civil y comenzar a hablar como de un “disidente” que (entre paréntesis, ¿cómo? -¿Quizá en su tiempo libre?-) escribe también algún trabajo teatral.
 No hay duda de que hay gente que responde a todos estos requisitos. Está bien emplear para un grupo tan definido —aunque sea muy casualmente— una definición apropiada, pero hay que discutir mucho sobre si esa definición ha de ser precisamente la de “disidente”.
 Sea como sea, sucede, y nosotros naturalmente no cambiamos nada; todo lo contrario, a veces somos nosotros mismos —aunque de mala gana, solo para entendernos más fácilmente, quizá con una chispa de ironía y en todo caso siempre entre comillas— los que aceptamos esa definición.
 Quizá sea oportuno indicar algunos motivos por los que los «disidentes» en general no quieren que se les defina de este modo.
 Ante todo, la definición crea ya problemas desde un punto de vista etimológico: en efecto “disidente” es sinónimo del conocido “apóstata”; pero los “disidentes” no se sienten tales, ya que no han abjurado de nada. Todo lo contrario: se han aferrado a sí mismos y si, por ventura, algunos se han separado de algo, ha sido solo de lo que en su vida resultaba falso y alienante: de la “vida en la mentira”.
 Pero este no es el motivo principal.
 La definición de “disidente” comporta necesariamente la idea de que se trata de una profesión especial; como si entre los diversos modos más normales de vivir hubiera uno especial, a saber, el murmurar “disentiente” sobre la situación; como si el “disidente” no fuera simplemente un físico, un sociólogo, un obrero o un poeta que se comporta como siente que debe hacerlo y que solo la lógica interna de su pensar, obrar y trabajar (en confrontación con las circunstancias externas ocasionales) le ha llevado —sin premeditación o complacencia— a un choque abierto con el poder y, en cambio, fuese uno que ha decidido comenzar la carrera del descontento de profesión, como otro decide hacerse zapatero o artesano.
 En realidad, las cosas son de distinta manera: en general se adquiere conciencia de ser un disidente cuando ya se es desde hace tiempo, y esta postura es la conclusión de sus concretas tomas de postura en la vida, sugeridas por razones muy distintas de la búsqueda de este o aquel título y sus tomas de postura y su trabajo concreto no son la conclusión de un propósito ya tomado de ser un “disidente”. En resumen, la “disidencia” no es una profesión, aunque uno le dedicara las 24 horas del día; por el contrario, es, ante todo y sobre todo, una postura existencial que, por lo demás, no es monopolio de los que —respondiendo quizá a esas condiciones casuales exteriores de que se ha hablado— se adornan con el título de “disidente”.
 Si de todos los miles de individuos anónimos que intentan vivir en la verdad y de los millones que quisieran vivir en la verdad pero no pueden (quizá porque debido a una serie de circunstancias necesitarían un valor diez veces superior al de los que han dado este paso), si de toda esta multitud se escogieran —y además al azar— algunas decenas de personas y se formase con ellas una especie de categoría social, tal modo de proceder reportaría una imagen completamente deformada de la situación general, tanto si hace triunfar la idea de que los “disidentes” son una especie de elite, un grupo exclusivo de “fauna protegida” a quienes se permite lo que se prohíbe a otros y que el gobierno alienta quizá como ejemplo viviente de su largueza de miras, como si por el contrario alimenta la ilusión de que si son tan pocos los eternamente insatisfechos y si ni siquiera tienen muchas esperanzas, entonces quiere decir que todos los demás están satisfechos: en efecto, ¡si no estuvieran satisfechos serían “disidentes”!
 Pero esto no es todo: esta categorización acaba también por dar involuntariamente crédito a la idea de que para los “disidentes” se trata, sobre todo, de un interés suyo de grupo y de que toda su controversia con el gobierno no es más que una controversia abstracta entre dos grupos contrapuestos, una controversia extraña a la sociedad y que quizá no tiene nada que ver con ella. Esta imagen contrasta profundamente con el significado real de la postura de “disidente”, esta postura se refiere al interés por el otro, por eso por lo que la sociedad en su conjunto sufre, por tanto, por todos los demás que no se hacen sentir. Si los “disidentes” tienen una pizca de autoridad y no están ya desde hace tiempo aplastados como un insecto extraño que se salió de su hábitat, ciertamente no se debe a que el gobierno tenga en gran consideración a este grupúsculo exclusivo y a sus exclusivas reflexiones, sino precisamente porque se da cuenta de ese poder político potencial que es la “vida en la verdad” enraizada en la “vida secreta”, porque se da cuenta de qué mundo nace lo que este grupo hace y a qué mundo se dirige: al mundo de la cotidianidad humana, de la tensión cotidiana entre intenciones de la vida e intenciones del sistema. ¿Qué mejor prueba que la que el mismo gobierno dio tras la aparición de la Carta 77 cuando comenzó a requerir declaraciones de toda la nación, según las cuales la Carta no tenía un fundamento de verdad? Los millones de firmas sonsacadas probaron, entre otras cosas, exactamente lo contrario: que dice la verdad. La enorme atención de que gozan los «disidentes» por parte de los órganos políticos y de la policía y que quizá puede producir en alguien la sensación de que el gobierno tiene miedo de los “disidentes” como aparato de poder alternativo, no deriva de que sean algo de ese tipo, algo omnipotente que se mantiene —precisamente como el gobierno— por encima de la sociedad, sino al contrario, precisamente porque son “gente común”, con preocupaciones “comunes” y que se diferencian de los demás solo porque dicen en voz alta lo que los demás no pueden o no tienen el valor de decir. Ya he hablado de la fuerza política de Soljenitsin: esa fuerza no consiste en un poder político exclusivamente suyo como individuo, sino en la experiencia de millones de víctimas del Gulag que él ha gritado en voz alta y con la que ha interpelado a los demás millones de hombres de buena voluntad.
 Institucionalizar en una categoría elegida a los “disidentes” famosos o de relieve significa realmente negar el muy particular punto de vista moral de su acción. Hemos visto que eso es precisamente el principio de la igualdad de derechos basado en la indivisibilidad de los derechos y de las libertades del hombre de donde se derivan los “movimientos disidentes”: ¿acaso los “disidentes famosos” no se han reunido en el KOR para defender a obreros desconocidos y acaso no se han convertido precisamente por esto en esos disidentes famosos? ¿Acaso los “disidentes famosos” no se unieron en la Carta 77, después de haberla hecho suya la solidaridad con unos músicos desconocidos, acaso no se unieron a aquellos y acaso no se han convertido precisamente por esto en “disidentes famosos”? ¡Es realmente una terrible paradoja que cuanto más defienden algunos ciudadanos a otros ciudadanos, con tanta más frecuencia se les define con una palabra que los aleja de estos “otros ciudadanos”! Tras esta explicación espero que quede claro el sentido de las comillas entre las que pongo en toda esta disertación la palabra “disidente”.

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 En la época en que checos y eslovacos formaban parte del imperio austro-húngaro y no había premisas reales, ni políticas ni psicológico-sociales para que nuestras naciones buscaran su identidad fuera de este imperio, T. G. Masaryk basó su programa nacional bohemio en la idea del “trabajo minucioso”, es decir, el trabajo honesto y responsable —dentro del ordenamiento existente— en los ámbitos más dispares de la vida, con la intención de suscitar una creatividad nacional y una conciencia nacional. Naturalmente, se subrayaba de manera especial el elemento cultural, educativo, moral y humanitario. El único punto de partida posible para un destino nacional más digno lo reconoció Masaryk en el hombre, en la creación por su parte de las premisas que hicieron más digno su destino de hombre; el punto de partida de un cambio de postura de la nación era para él el cambio del hombre.
 Este concepto del “trabajo por la nación” ha arraigado en nuestra sociedad, ha sido en muchos aspectos fecundo y está todavía vivo, aunque hay quienes detrás de ello — como forma extremadamente refinada de “coartada”— ocultan su colaboracionismo. Aún hoy son muchos los que se atienen a ello y hasta es posible registrar —al menos en algunos sectores— éxitos evidentes: es difícil decir cuánto más grave sería la situación si no hubiera continuamente una infinidad de hombres laboriosos, que simplemente no puedan evitar comprometerse a hacer lo mejor que pueden lo que se puede hacer y dejar el mínimo inevitable a la “vida en la mentira” para poder reservar el máximo posible a las auténticas necesidades de la sociedad. Estos hombres parten de la premisa justa de que todo buen trabajo es indirectamente una crítica a una mala política y que hay situaciones en las que vale la pena seguir este camino aunque esto signifique renunciar al propio derecho natural a una crítica directa.
 Pero hoy esta actitud tiene —incluso en comparación con la situación de los años sesenta— unos límites bien precisos; sucede cada vez con más frecuencia que el “trabajo minucioso” choca con el muro del sistema postotalitario y se encuentra ante el dilema: dar marcha atrás, renunciar a la lealtad, a la responsabilidad y a la seriedad en que se basaba y adaptarse (actitud mayoritaria) o seguir adelante por el camino emprendido y llegar inevitablemente a una confrontación abierta con el poder (actitud minoritaria).
 El concepto de “trabajo minucioso” no tuvo nunca que equivaler al imperativo de mantenerse en la estructura existente a cualquier precio (según este punto de vista, quien llegase a ser expulsado de ella tendría que aparecer como quien ha renunciado al “trabajo por la nación”), y mucho menos puede tener hoy este significado. Naturalmente no existe ningún modelo general de comportamiento, una especie de llave de contacto para cuando el “trabajo minucioso” deja de ser un “trabajo por la nación” y empieza a convertirse en un “trabajo contra la nación”; en todo caso, es más claro que nunca que el peligro de ese cambio es cada vez más inminente y es cada vez más fácil la posibilidad de que el “trabajo minucioso” llegue a ese muro ante el cual evitar el choque quiere decir traicionar en el auténtico sentido de la palabra.
 Cuando en 1974 trabajé en una fábrica de cerveza, mi jefe era un cierto S.: un hombre competente que tenía sentido del orgullo profesional y se esforzaba para que en nuestra fábrica se produjera una buena cerveza. Pasaba casi todo el tiempo en la fábrica, pensaba continuamente en mejorarla, nos atormentaba con la idea de que todos apreciáramos la fábrica de cerveza como él; es casi inimaginable que exista en la incuria socialista un trabajador más constructivo. La dirección de la fábrica, compuesta por individuos que ciertamente entendían menos de su oficio y lo apreciaban menos que él, no solo había hecho reducir a la mitad la producción, no solo no atendía las sugerencias de S., sino que, por el contrario, se mostraba cada vez más dura en sus relaciones con él y menospreciaba su trabajo. La situación llegó hasta el punto de que a S. no le quedó otro recurso que escribir una larga carta a la dirección general en la que trató de enumerar todos los fallos de la fábrica y de explicar por qué era la peor de la región, señalando también a los responsables. Su voz pudo ser escuchada: el director, políticamente influyente pero ignorante en cervezas, intrigante e insolente con los obreros, pudo ser alejado y, gracias a la iniciativa de S., pudo mejorar la situación de la fábrica de cerveza. Si las cosas marcharan normalmente así, este sería un buen ejemplo del buen éxito del «trabajo minucioso». Pero, por desgracia, no ocurre así: el director de la fábrica de cerveza —en cuanto miembro del comité del partido en el distrito— tenía buenos conocimientos en las altas esferas e intrigó para que todo marchara en su favor; el análisis de S. fue calificado de «libelo difamatorio», a S. se le señaló como criminal político, se le expulsó de nuestra fábrica y se le echó a hacer un trabajo sin cualificación profesional. El “trabajo minucioso” había tocado el muro: el sistema postotalitario. S. se había rebelado, no había respetado las reglas del juego; “había hecho brecha” diciendo la verdad y acababa como “subciudadano” con la marca del enemigo, que ya no puede decir nada y al que —por principio— no se le puede escuchar. Se convirtió en el “disidente” de las fábricas de cerveza de la Bohemia oriental.
 Creo que se trata de un procedimiento paradigmático que ilustra desde otro punto de vista lo que he dicho en el capítulo anterior: un hombre no se hace “disidente” porque un buen día decide emprender esta extravagante carrera, sino porque su responsabilidad interior, combinada con todo el complejo de circunstancias externas, acaba por encadenarlo a esa posición: se le echa fuera de las estructuras existentes y se le pone en confrontación con ellas. Al comienzo no era ni más ni menos que la intención de hacer bien su trabajo y al final está la marca del enemigo.
 Un buen trabajo es, pues, en realidad la crítica de una mala política. A veces, por así decirlo, se perdona la crítica y a veces no. Pero se perdona cada vez menos. Y no por su culpa.
 Ya pasaron los tiempos del imperio austro-húngaro cuando la nación checa (en el período terrible del absolutismo de Bach) tenía un único «disidente» verdadero: el encarcelado en Brixen. Si no viéramos en la palabra «disidente» un poco de esnobismo, tendríamos que constatar que hoy a los “disidentes” los encontramos por todas partes.
 Es absurdo acusar a estos “disidentes” de haber renunciado al “trabajo minucioso”. La “disidencia” no es, en efecto, una alternativa a la concepción del “trabajo minucioso” de Masaryk, sino que quizá es, por el contrario, su única salida posible.
 Digo “quizá” y con esto quiero subrayar que no siempre es así: lejos de mí sostener que solo son honestos y responsables los hombres que se han encontrado fuera de las estructuras existentes y en confrontación con ellas. El cervecero S. podía incluso haber ganado su batalla. Criticar a los que han aguantado solo porque han resistido y, por tanto, no son “disidentes”, sería tan absurdo como el mostrarlos solo por este motivo como ejemplo a los “disidentes”. Por lo demás, se iría contra toda actitud “disidente” —como intento de “vida en la verdad”— si se juzgase el comportamiento del hombre no desde lo que él es, hasta qué punto es o no bueno, sino desde la etiqueta que se le ha colocado.»
  
      [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Encuentro, 1990, en traducción de  Vicente Martín Pindado, pp. 37-43. ISBN:  978-8490550120.]

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