"No; el Estado no tiene por fin transformar a los hombres de seres racionales en animales o autómatas, sino hacer de modo que los ciudadanos desarrollen en seguridad su cuerpo y espíritu, hagan libremente uso de su razón, no se profesen odio, furor y astucia y no se miren injustamente con ojos celosos. El fin del Estado es, pues, verdaderamente la libertad.
Ahora bien, hemos visto que la formación de un Estado no es posible sino con esta condición y que el poder de dar decretos resida en el pueblo entero, o de varios hombres, o de uno solo. El libre pensamiento de los hombres, ¿no es infinitamente vario? ¿No cree cada cual saberlo todo? ¿No es imposible que todos los hombres tengan las mismas opiniones acerca de las mismas cosas y hablen de ellas en perfecta conformidad?
¿Cómo podrían vivir en paz si cada uno no hiciese libre y voluntariamente renuncia del derecho que tiene de obrar como le parece? El individuo resigna, pues, libre y voluntariamente, el derecho de obrar pero no el de raciocinar. Así, el que quiera respetar los derechos del soberano no debe obrar en contraposición a sus decretos, pero puede pensar, juzgar y, por consiguiente, hablar con libertad completa, siempre que ejecute todo esto llamando en su auxilio a la razón, no se deje dominar de la astucia, la cólera, el odio ni procure introducir alteración alguna en el Estado.
Por ejemplo: un ciudadano demuestra que una ley determinada repugna a la razón y piensa que debe ser, por este motivo, derogada; si somete su opinión al juicio del soberano (al cual sólo pertenece establecer y abolir las leyes), y si durante este tiempo no obra contra la ley, merece bien del Estado como el mejor ciudadano; pero si, por el contrario, se lanza a acusar al magistrado de iniquidad, si procura hacerle odioso a la multitud, o bien si, con ánimo sedicioso, se esfuerza en derogar la ley en contra de la opinión del magistrado, es sólo un perturbador del orden público y un ciudadano rebelde.
Vemos, pues, de qué modo cada ciudadano, sin lesionar los derechos ni la autoridad del poder, es decir, sin turbar el reposo del Estado, puede decir y enseñar las cosas que piensa; esto es, abandonando al soberano el derecho de ordenar por decreto las cosas que deben ser ejecutadas y no haciendo cosa alguna contra sus decretos, aunque se vea así obligado a obrar en oposición a su conciencia; lo que puede hacer, por otra parte, sin ultrajar a la justicia ni a la piedad y, es más, lo que debe hacerse si se quiere ser ciudadano justo y piadoso.
[...] No es esto sólo; un ciudadano no puede obrar contra las inspiraciones de su propia razón haciéndolo conforme a las órdenes de su soberano, porque en virtud de las inspiraciones de su razón resolvió transferir al soberano el derecho que tenía de vivir a su antojo.
[...] Del examen de los fundamentos del Estado se deduce que cada cual puede usar racionalmente de su libre entendimiento sin lesionar los derechos del soberano. Ahora bien, este mismo examen nos permite determinar fácilmente qué clases de opiniones son sediciosas; son aquellas que, enunciándose, destruyen el pacto por el cual cada ciudadano ha abandonado el derecho de obrar según su voluntad.
Por ejemplo, si uno piensa que el poder del soberano no se funda en el derecho o que nadie está obligado a cumplir sus promesas, o que cada uno debe vivir según su voluntad; y otras del mismo género que están en contradicción flagrante con el pacto de que venimos hablando, es un ciudadano sedicioso, no tanto a causa de su opinión como a causa del acto desarrollado en tales juicios".
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