lunes, 29 de diciembre de 2014

"Crimen y castigo". Fedor Dostoievski (1821-1881)


 

"-No sé si sabe usted... Sí, se lo conté yo mismo -empezó Svidrigáilov- que estuve encarcelado aquí por deudas, por una cantidad enorme, y no contaba con recursos para poder pagar lo que debía. No es necesario entrar en detalles sobre cómo me rescató Marfa Petrovna. ¿Tiene usted idea de la ofuscación con que se puede llegar a amar una mujer? Marfa Petrovna era una mujer honrada, nada tonta aunque sin instrucción alguna. Ahora imagine que esa misma celosa y honradísima mujer, después de muchas explosiones de furor y muchos reproches, se avino a establecer conmigo una especie de contrato que observó durante el tiempo de nuestro matrimonio. El caso es que era bastante más vieja que yo y, además, llevaba siempre alguna especia en la boca. Yo fui lo bastante cerdo y, al mismo tiempo honrado, a mi modo, para declararle abiertamente que no podría serle del todo fiel. Esta confesión la puso furiosa aunque, al parecer, mi burda sinceridad le gustó hasta cierto punto: "Si me lo declara de antemano, quiere decir que no tiene la intención de engañar" y para una mujer celosa esto es lo primero. Después de muchas lágrimas establecimos entre los dos una especie de contrato verbal que consistía en lo siguiente: primero, yo nunca abandonaré a Marfa Petrovna y siempre seguiré siendo su marido; segundo, sin su permiso no me iré nunca; tercero, nunca tendré una amante fija; cuarto, Marfa Petrovna, a su vez, me permitirá a veces fijarme en alguna muchacha del servicio pero siempre con su secreto consentimiento; quinto, Dios me libre de querer a una mujer de nuestra clase; sexto, si se apodera de mí, que Dios no lo quiera, alguna pasión grande y seria, he de confesarlo a Marfa Petrovna. Por lo que respecta a este último punto, Marfa Petrovna estuvo siempre bastante tranquila; era una mujer inteligente y, por tanto, no podía considerarme sino como un libertino incapaz de amar en serio. Pero mujer inteligente y mujer celosa son dos cosas distintas, y en ello está el mal. De todos modos, para juzgar sin pasión a ciertas personas, es necesario renunciar de antemano a ciertas ideas preconcebidas y a la manera habitual de ver a los demás y a los objetos que nos rodean.
 [...] puse en juego un recurso grandioso e infalible para cautivar el corazón de una mujer, un recurso que no falla nunca, que influye de manera decisiva en todas las mujeres sin excepción. Se trata de un recurso conocido: la lisonja. Nada hay en el mundo tan difícil como decir francamente lo que se siente; nada tan fácil como la lisonja. Si en la sinceridad entra aunque sólo sea la centésima parte de una nota falsa se produce enseguida una disonancia y a ella sigue el escándalo. En cambio, la lisonja resulta agradable y se escucha con complacencia aunque sea falsa hasta la última nota; se escuchará, si quiere usted, con burda complacencia pero, al fin y al cabo, con complacencia. Por burda que sea la lisonja, por lo menos la mitad parece legítima. Y ello es así para las personas de todas las capas sociales, independientemente de su desarrollo. Incluso a una vestal cabe seducir por la lisonja. Nada digamos de las personas ordinarias. No puedo recordar sin reírme cómo seduje una vez a una mujer fiel a su marido, a sus hijos y a sus virtudes. ¡Qué divertido era y qué poco trabajo me costó! Y la señora era realmente virtuosa, por lo menos a su modo. Mi táctica consistía en mostrarme constantemente abrumado por su castidad y declararme vencido por ella. La halagaba de manera escandalosa y, no bien obtenía un apretón de manos o una mirada, comenzaba a hacerme reproches diciendo que se lo había arrancado a la fuerza, que ella se resistía, y de tal modo, que con toda seguridad nunca habría obtenido yo nada de no ser tan depravado; [...] En una palabra, lo logré todo y mi señora se quedó en alto grado convencida de que era inocente y casta, de que cumplía sus deberes y obligaciones y de que había caído por pura casualidad".
 

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