domingo, 27 de abril de 2025

Nieve de primavera.- José Luis Trisán (1949)

     

III.- La memoria  

«Inventaste la muerte con tu ausencia,
y le diste tu nombre, el de María,
y le fuiste añadiendo, cada día, 
espesor, plenitud y consistencia.

Toda te desviviste en la querencia
de dar vida a la muerte. La nutría
tu derramado ser. Te devolvía
la criatura una bruma que silencia.

La muerte es ahora tú, y tú eres ella.
No puedo hablar contigo. Me responde
con tu voz otro ser. Tras de su huella

sigo un camino oscuro y desolado
que conduce al silencio en que se esconde
la respuesta a un oído a ti sellado.


***
 
Se te rinde la muerte, convencida
de que debe tenerte por modelo.
Los gestos, el hablar, la ropa, el pelo
te usurpa en juventud recién nacida.

Nocturna es la parodia de la vida,
nocturna vives otra en el subsuelo
donde falsa es la luna y falso el cielo,
y tú -la realidad- estás dormida.

Sólo la juventud imitadora,
temiendo que el modelo se despierte,
lo nubla en negación, porque lo adora.

Te impone lo imposible de un espejo
fundar la adolescencia de la muerte;
pero nunca has de verte en el reflejo.
[...]

IV.-Tus vacíos

Todo lo que supiste has olvidado.
No sabes ni quién eres ni quién fuiste.
Careces de motivos de estar triste.
Careces aun de ti. Te has refugiado

en donde no más tú, desdibujado
rectángulo de niebla que no existe.
Ni siquiera descansas: te aboliste.
Sólo descansa un yo si está habitado.

Despojos de memoria te sustento,
facciones, ademanes, forma, acento,
aunque ni en mi retrato puedas verte.

Soy tu fantasma, el yo soy que te puebla
de tristeza la mínima tiniebla.
Es tuya esa tristeza. Soy tu muerte.

***
 
Te fuiste de la vida tan temprano
que el tiempo no admitió la despedida
y ocupó tu lugar, vivió tu vida,
prolongó primavera y fue verano.

 Cosechas dio de ti, pero qué en vano,
la ficción natural inadvertida;
madurez te aportó, fruta venida
con grávida dulzura hasta la mano.

Y luego, la vejez. El tiempo duda,
tras su sombra camina vacilante,
mientras que sin saberlo se desnuda.

Morías, otra vez, en cada hoja
desprendida de ti, de tu imitante,
que no tiene una mano que lo acoja.
[...]

***

 El lápiz de carmín que, inacabado,
matizarte los labios aún espera,
no sabe que te has ido, que estás fuera,
que no puedes usarlo al otro lado.

Inútil vocación de enamorado
espesamente en sueños exagera
su deslizársete, de tal manera,
que pareces pintada demasiado.

Ausente de tus labios, fuiste a un viaje
sin retorno posible, a lejanía
en donde no se usa maquillaje.

Se acabará el carmín, formas extintas
pintando, pues las sueña, en demasía,
e ignorando que tú ya no te pintas.»


 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones La Palma, 1993, pp. 42-43, 58-59 y 63. ISBN: 84-87417-34-5.]

domingo, 20 de abril de 2025

La novela italiana de la posguerra.- Giorgio Pullini (1928)

 

5.- El testimonio de la guerra

 «En el clima de la inmediata posguerra se difundió una literatura memorialista y documental sobre las dramáticas experiencias que acababan de terminar, cuyo interés, más allá de sus autores y del desarrollo de su personalidad, depende de la condición social y política general, de la atmósfera crítica en la que brotó esta muchedumbre de testimonios.
 En las páginas anteriores hemos intentado ver cómo, entre 1940 y 1945,  y a través de las diversas vocaciones de Pavese, Vittorini, Moravia y Pratolini, quedaron depositados los gérmenes de una narrativa comprometida; y en alguno de ellos hemos visto ya cómo su obra evolucionaba desde la posguerra hasta nuestros días, constituyendo puntos fijos de referencia para la cultura italiana de los últimos veinte años (y veremos, en efecto, cuánto debe la novela política a Pratolini, cuánto la de costumbres sociales a Moravia, la comprometida políticamente a Vittorini y la de crisis individualista a Pavese). Pero en la inmediata posguerra se produjo un fenómeno literario, el de los "testimonios" directos, que localmente se aisló de los desarrollos de la tradición precedente y formó un "grupo", por sí mismo, que acudía a beber simplemente en la realidad de la común experiencia, muchas veces fuera de ambiciones expresivas y propósitos artísticos.
 El trastorno de la guerra impuso a la conciencia y a la memoria de sus protagonistas individuales la urgencia de fijar en un documento narrativo las fases de su propia "aventura", y cada uno sintió la necesidad de cerrar la experiencia salvando su recuerdo como si fuera el del hecho más excepcional de su vida y también para dramática advertencia dirigida al mundo responsable. Por eso germinaron muchas obras de escritores antes desconocidos y poco después desaparecidos; y también de intelectuales dedicados habitualmente a otras actividades de pensamiento; y otras de escritores de oficio, aunque aisladas en el conjunto de su obra por su tono y violencia totalmente particulares. En aquellos años se habló mucho del nacimiento de una nueva literatura en el clima de la libertad política y de la renovación social; pero si somos escrupulosos observaremos que, en realidad, esta nueva literatura de testimonio nació más del clima renovador de la guerra como hecho mortífero y anormal que de una orientación política propiamente dicha, y que la nueva literatura, si acaso, se desarrolló después en la novela política y de costumbres propiamente dicha, gracias a la renovación realizada por los "grandes" ya estudiados (Pavese, Vittorini, Moravia y Pratolini), desde 1940 e incluso antes y, sobre todo, al nuevo "aliento de realidad" introducido por los testimonios de la guerra. Por lo que, terminado el juego, se puede afirmar que el fenómeno de la guerra, con todas sus violencias, sus luchas intestinas, sus dramas de dolor y de  muerte, constituye siempre (y ha constituido también y mucho más en este caso) un giro de la historia no sólo política, sino cultural y de costumbres, y produce casi fatalmente una exigencia de verdad y de lo concreto que puede incluso prescindir del clima político como hecho ideológico; y que sólo después este clima consigue influir en las costumbres, conservando y potenciando aquella mitología de valores que la guerra, al atacarlos, ha conseguido volver a consagrar: como la vida humana, el respeto a los semejantes, la solidaridad social, el derecho al bienestar.
 En Italia, la gran mayoría de las obras aparecidas sobre la guerra obedecieron, en efecto, a una exigencia personal de confesión, antes que al propósito de hacer una obra de arte o de profesión política; y alcanzaron fuerza expresiva e importancia de documento colectivo cuando sus autores bebieron directamente en la fuente de sus propios sentimientos y encontraron eco en las experiencias y en las conciencias de todos. En la mayor parte de los casos, el armazón ideológico está sobrentendido, porque cada uno absolutiza su experiencia, prescinde instintivamente de la diversa perspectiva posible de los demás y presenta así los hechos bajo una luz única y sin segundas intenciones. La página-documento aflora con el proceso elemental de los hechos naturales e ignora otras armas dialécticas e ideológicas que no sean aquellas manchadas por la sangre, el hambre, el miedo y el peligro. Para los partisanos, los nazifascistas son el límite extremo del odio y de la crueldad y llevan a cabo en contra de ellos una lucha cerrada, a muerte, silenciando sus razones políticas y morales y esencializando al extremo el impulso de sus acciones; para los fascistas, el término extremo del mal son los partisanos y no existe en ellos polémica alguna llevada a cabo con los instrumentos de la razón, más allá del instinto de defensa y de la oportunidad de la ofensa.
 Los únicos intermedios que apaciguan la violencia de la acción y llevan a los autores a una problemática más rica y tranquila, los produce el rechazo de la guerra en sí misma o, por lo menos, de sus excesos: la indignación ante el ultraje a la persona humana en sus derechos a la salud y la felicidad; pero se trata de intermedios que prescinden también de una ideología y más bien se apoyan en un sentimiento lírico de la vida como valor trascendental y sagrado. A nosotros nos parece que tanto una como otra de estas características de la narrativa-documento han sido importantes para la renovación de nuestra literatura: la primera por la ágil firmeza, carente de adornos, concreta, que el rechazo de las argumentaciones ideológicas ha dado a nuestra prosa, remozándola al prescindir de aquellas formas literarias de las que ya Vittorini había intentado liberarla; la segunda por el calor de humanidad violada que la distancia de la crónica, sacando nuevamente a la luz la temática de la "persona" que ya Vittorini había mitificado en sus alegorías narrativas. También nos parece que son importantes como síntomas de una situación moral en Italia y, por tanto, por la influencia que han ejercido sobre los autores de los años siguientes, más que por sus valores artísticos absolutos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Guadarrama, 1969, en traducción de José Miguel Velloso, pp. 176-179. Depósito legal: M. 24.902-1969.]
 

domingo, 13 de abril de 2025

Utopía.- Tomás Moro (1478-1535)


 Libro I

 «[...] cuyo rey, el primer día que llega al poder, es obligado bajo juramento, a la vez que se ofrecen grandes sacrificios, a no tener jamás en su tesoro más allá de mil libras de oro a un tiempo o la plata que equivale al valor de ese oro. Dicen que esta ley fue implantada, a modo de traba contra una acumulación tan grande de dinero que provocase su escasez entre el pueblo, por un rey sumamente bueno a quien preocupaba más el bienestar de la patria que sus riquezas personales. Comprendía, en efecto, que eso tesoro le bastaría al rey caso de que hubiera de combatir contra insurrectos, y al reino caso de que hubiera de hacerlo contra las incursiones de los enemigos. Por otra parte, era lo bastante exiguo como para no inspirar el deseo de apoderarse de lo ajeno, lo que fue el motivo principalísimo de la ley; el motivo inmediato fue que de esta manera -pensó- se proveía para que no faltara la moneda que se utiliza en las transacciones cotidianas de los ciudadanos. Y como al rey le era preciso distribuir todo lo de su tesoro que superara la cota legítima, juzgó que no andaría buscando ocasiones de agraviar. Tal rey infundiría temor a los malos y sería amado de los buenos.
 Si les largara, pues, estas y otras cosas parecidas a hombres fuertemente inclinados en contrario, ¿a qué tipo de sordos estaría yo contando esta fábula?
 -A sordísimos, sin duda -le dije-. Y, a fe, que no me extraña. A decir verdad, tampoco me parece que se haya de largar tales discursos ni dar tales consejos cuando estás seguro de que no serán recibidos jamás. ¿Pues qué puede aprovechar o cómo puede penetrar un discurso tan desusado en su pecho si una convicción diametralmente diferente se ha apoderado ya de sus ánimos y se asienta en ellos? En una conversación familiar entre amigos entrañables esta filosofía escolástica no es insuave. Mas en los consejos de los príncipes, donde se tratan grandes cosas con grande autoridad, no hay lugar para estas cosas.
 -Esto es lo que yo decía de que al lado de los príncipes no hay lugar para la filosofía.
 -Desde luego es verdad -dije yo-, aunque no para esta filosofía escolástica, que piensa que cualquier cosa pega bien dondequiera. Pero hay otra filosofía más política, que conoce su campo, y, acomodándose a él, se reserva puntualmente y con decoro un papel en la fábula que traemos entre manos. De ésta te has de servir. De otra suerte, es como si representándose una comedia de Plauto, al tiempo que unos esclavos intercambian entre sí simplezas, apareces tú en el escenario con continente filosófico y te pones a recitar el pasaje de Octavia en que Séneca disputa con Nerón. ¿No te hubiera sido mejor estar de muda en lugar de armar semejante tragicomedia por recitar lo que no viene a cuento? Pues de igual manera echarías a perder y torcerías la presente fábula si mezclas cosas diversas, aun cuando lo que tú aportas fuera más excelente. Cualquiera sea la fábula que tienes en mano, represéntala lo mejor que puedas y no vengas a estropearla entera porque te venga a la mente otra distinta más ingeniosa. Así ocurre en la República, así en las consultas de lo príncipes. Si no se pueden arrancar de raíz las malas opiniones, si no puedes poner remedio a los vicios recibidos por tradición tan allá como tú quisieras, no por eso, sin embargo, se ha de dar de mano a la República, como tampoco en caso de tempestad se debe abandonar la nave porque no puedes calmar los vientos. Pero no hay que endosar un discurso peregrino y desusado, que te consta no tendrá afecto en quienes están persuadidos de otra cosa, antes hay que intentar un camino oblicuo y te has de forzar lo más que puedas por llegar a tratarlo todo pertinentemente, y conseguir que lo que no puedes tornar en bueno resulte lo manos malo posible. Pues no puede todo andar bien si no son todos buenos, lo que aun no espero vaya a ocurrir de aquí a algunos años.
 -Por este método -dijo- lo único que ocurrirá es que mientras trato de curar la locura de los otros me vuelva yo tan loco como ellos. Pues si quiero decir la verdad tendré que decir cosas como las que tengo referidas. Por lo demás, decir falsedades no sé si cuadra a un filósofo, pero, desde luego, no a mí. 
Aunque comprendo que el discurso ese mío pudiera quizá serles desagradable y molesto, no veo empero por qué haya de parecerles desusado hasta la necedad. Porque si dijera lo que Platón se inventa en su República o lo que los utopienses hacen en la suya, aunque sea (que lo es ciertamente) mejor, puede parecer extraño no obstante, ya que, mientras aquí las posesiones de cada uno son privadas, allí son todas las cosas comunes. Mas mi exposición, fuera de que a los que se han propuesto abalanzarse de cabeza por otro camino no puede caerles divertido quien les recuerda y señala los peligros, ¿qué contenía de raro que no convenga o no se deba decir dondequiera? Por cierto que si hubiera de omitirse por desusado y absurdo cuanto han hecho aparecer extraño las perversas costumbres de los hombres, es preciso que entre nosotros, los cristianos, disimulemos casi todo lo que Cristo nos enseñó; y disimularlo lo prohibió a tal punto que incluso lo que él susurrase a los suyos al oído mandó predicarlo públicamente desde los tejados (1), estando la mayor parte de ello muchísimo más lejos de nuestras costumbres que lo estuvo mi discurso. Claro que los predicadores, hombres astutos ellos, tengo la impresión de que han seguido tu consejo cuando, viendo que los hombres consentían a duras penas en adaptar sus costumbres a la norma de Cristo, acomodaron su doctrina, como una plomada, a sus costumbres, para que al menos de alguna suerte se ajustaran. No veo en absoluto qué ganancia hayan tenido con esto, como no sea que se pueda ser malos o mejor recaudo y que a este fin precisamente venga a ser yo provechoso en los consejos de los príncipes. Pues u opino diferente, lo que es tanto como no opinar nada, o lo mismo, y soy el apoyo de su locura, como dice Mición (2) el de Terencio (3).»

 (1) Mat. 10, 27.
 (2) Los Adelfos, I, 2, 145-147.
 (3) República, 6, 496 d.

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1997, en traducción de Emilio García Estébanez, pp. 38-41. ISBN: 84-487-0137-2.] 

domingo, 6 de abril de 2025

La deshumanización del arte.- José Ortega y Gasset (1883-1955)

 

Impopularidad del arte nuevo

 «Entre las muchas ideas geniales, aunque mal desarrolladas, del genial francés Guyau, hay que contar su intento de estudiar el arte desde el punto de vista sociológico. Al pronto le ocurriría a uno pensar que parejo tema es estéril. Tomar el arte por el lado de sus efectos sociales se parece mucho a tomar el rábano por las hojas o estudiar el hombre por su sombra. Los efectos sociales del arte son, a primera vista, cosa tan extrínseca, tan remota de la esencia artística, que no se ve bien cómo, partiendo de ellos, se puede penetrar en la intimidad de los estilos. Guyau, ciertamente, no extrajo de su genial intento el mejor jugo. La brevedad de su vida y aquella su trágica prisa hacia la muerte impidieron que serenase sus aspiraciones y, dejando a un lado todo lo que es obvio y primerizo, pudiese insistir en lo más sustancial y recóndito. Puede decirse que de su libro El arte desde el punto de vista sociológico sólo existe el título; el resto está aún por escribir.
 La fecundidad de una sociología del arte me fue revelada inesperadamente cuando, hace unos años, se me ocurrió un día escribir algo sobre la nueva época musical que empieza con Debussy. Yo me proponía definir con la mayor claridad posible la diferencia de estilo entre la nueva música y la tradicional. El problema era rigurosamente estético y, sin embargo, me encontré con que el camino más corto hacia él partía de un fenómeno sociológico: la impopularidad de la nueva música.
 Hoy quisiera hablar más en general y referirme a todas las artes que aún tienen en Europa algún vigor; por tanto, junto a la música nueva, la nueva pintura, la nueva poesía, el nuevo teatro. Es, en verdad, sorprendente y misteriosa la compacta solidaridad consigo misma que cada época histórica mantiene en todas sus manifestaciones. Una inspiración idéntica, un mismo estilo biológico pulsa en las artes más diversas. Sin darse de ello cuenta, el músico joven aspira a realizar con sonidos exactamente los mismos valores estéticos que el pintor, el poeta y el dramaturgo, sus contemporáneos. Y esta identidad de sentido estético había de rendir, por fuerza, idéntica consecuencia sociológica. En efecto, a la impopularidad de la nueva música responde una impopularidad de igual cariz en las demás musas. Todo el arte joven es impopular, y no por caso y accidente, sino en virtud de su destino esencial.
 Se dirá que todo estilo recién llegado sufre una etapa de lazareto y se recordará la batalla de Hernani y los demás combates acaecidos en el advenimiento del romanticismo. Sin embargo, la impopularidad del arte nuevo es de muy distinta fisonomía. Conviene distinguir entre lo que no es popular y lo que es impopular. El estilo que innova tarda algún tiempo en conquistar la popularidad; no es popular, pero tampoco impopular. El ejemplo de la irrupción romántica que suele aducirse fue, como fenómeno sociológico, perfectamente inverso del que ahora ofrece el arte. El romanticismo conquistó muy pronto al "pueblo", para el cual el viejo arte clásico no había sido nunca cosa entrañable. El enemigo con quien el romanticismo tuvo que pelear fue precisamente una minoría selecta que se había quedado anquilosada en las formas arcaicas del "antiguo régimen" poético. Las obras románticas son las primeras -desde la invención de la imprenta- que han gozado de grandes tiradas. El romanticismo ha sido por excelencia el estilo popular. Primogénito de la democracia, fue tratado con el mayor mimo por la masa.
 En cambio, el arte nuevo tiene la masa en contra suya y la tendrá siempre. Es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra cualquiera por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por un reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil. (Dejemos a un lado la fauna equívoca de los snobs). Actúa, pues, la obra de arte como un poder social que crea dos grupos antagónicos, que separa y selecciona en el montón informe de la muchedumbre dos castas diferentes de hombres.
 ¿Cuál es el principio diferenciador de estas dos castas? Toda obra de arte suscita divergencias: a unos les gusta, a otros no; a unos les gusta menos, a otros más. Esta disociación no tiene carácter orgánico, no obedece a un principio. El azar de nuestra índole individual nos colocará entre los unos y entre los otros. Pero en el caso del arte nuevo la disyunción se produce en un plano más profundo de aquel en que se mueven las variedades del gusto individual. No se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende. Las viejas coletas que asistían a las representaciones de Hernani entendían muy bien el drama de Víctor Hugo y precisamente porque lo entendían no les gustaba. Fieles a determinada sensibilidad estética, sentían repugnancia por los nuevos valores artísticos que el romántico les proponía.
 A mi juicio, lo característico del arte nuevo, "desde el punto de vista sociológico", es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros; que son dos variedades distintas de la especie humana. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Espasa Libros, 2010, pp. 159-162. ISBN: 978-84-674-9436-5.]