domingo, 30 de abril de 2023

Tú no eres como otras madres.- Angelika Schrobsdorff (1927-2016)


Editorial Periférica
Lo completamente distinto


  «En el transcurso de 1937, se restringió aún más el número de alumnos judíos matriculados en las escuelas alemanas. Y sólo en casos excepcionales se les concedían a los judíos pasaportes para viajar al extranjero.
 Al promulgarse esta ley, Else tuvo por primera vez una sensación eminentemente angustiosa, como si hubiera caído en una trampa a punto de cerrarse. No porque esa norma hubiera podido aplicársele a ella —al fin y al cabo estaba casada con un alemán del Reich y tenían una hija común—, sino por sus padres, por parientes y amigos a los que afectaba dicha ley.
 Entonces sí se planteó a sí misma la pregunta de qué otras medidas monstruosas adoptarían los nazis y cuándo se les pararían los pies.
 Erich, igual de alarmado que ella, dijo que ahora sí era momento de hacer ciertas reflexiones cautelares respecto a la situación. No porque a los hijos los amenazara peligro alguno, tampoco a los padres de ella, venerables ancianitos, sino simplemente porque no holgaba meditar sobre qué hacer si…
 Else, también por primera vez, habló sin rodeos con sus padres acerca del estado de cosas, pero solo encontró resignación, jocosa por parte de su padre, melancólica por la de su madre.
 —De todas formas, con nosotros ya nada se pierde —dijo Minna.
 —Ya no nos proponemos viajar alrededor del mundo —sonrió Daniel.
 —Sí, pero los jóvenes —suspiró Minna—, da miedo por ellos. Por suerte, los sionistas entre nosotros ya están en Palestina: Paula, Bruno y los niños, Lotte y su marido, Emanuel con su mujer y sus hijos. Pero, vaya por Dios, con los árabes tampoco se estará mejor. Además, uno no escapa a su destino.
 —No te preocupes por nosotros, Elschen —la tranquilizó Daniel—, no es el león tan fiero como lo pintan y las cosas se calmarán.
 Peter, el hijo de Else, no opinaba lo mismo. Dijo que las cosas no se calmarían, ni mucho menos, y que ella haría bien en no dejarse tranquilizar.
 ¡Era lo que a Else le faltaba! Lo que buscaba era la confirmación de que a los nazis no había que tomarlos tan en serio, y no la advertencia de que nunca se les podía tomar lo suficientemente en serio.
 Que por qué siempre y en todo tenía que exagerar sin medida, le preguntó irritada. ¿Acaso no estaba en edad de volverse adulto y, de paso, más equilibrado? Que ella consideraba más importante que reflexionara sobre su vida y no sobre el señor Hitler y su calaña. Que lo que estaba haciendo no era en el fondo más que una maniobra de distracción para escurrir el bulto de las decisiones personales. Si de verdad quería ayudarla y evitarle penas y pesares, sin duda no lo conseguiría con sombríos pronósticos políticos, sino dándole una dirección y un contenido a su vida.
 Que no sabía que ella fuera tan influenciable en sus análisis y pareceres, replicó Peter. Que la imagen que tenía de él debía de haber salido de la cabeza de Erich, y la que se hacía de Alemania, también. Peter, un botarate perezoso y superficial, y los alemanes, un pueblo de poetas y pensadores que por un breve momento se dejaba tentar por el diablo, como todos los grandes espíritus, pero que naturalmente volvería a encontrar su senda y conectar con su tradición. Si allí había un irresponsable o insensato redomado ese era Erich y no él. Consideraba a Erich un hombre demasiado débil para resistir una gran presión y demasiado ajeno a la realidad como para darse cuenta de lo que de veras ocurría a su alrededor. Ella no debería apostar por Erich en esos dos puntos.
 ¿Acaso debería apostar por él?, preguntó Else, irónica.
 Que no se lo podía asegurar, pero en cualquier caso siempre estaba dispuesto a deliberar con ella y apoyarla moralmente.
 ¡Ay, aquel hijo, aquel iluso, aquel lunático! ¡Como si supiera dónde estaba arriba y dónde abajo! Ciertamente, Erich era débil y ajeno a la realidad y seguía bajo la influencia de su familia, de la que ella nunca se había fiado. No obstante, era la única persona en la que podía confiar plenamente. Él nunca actuaría en contra de su conciencia, en contra de sus principios éticos.
Tú no eres como otras madres: Historia de una mujer apasionada ... Fue poco después de aquel enfrentamiento con su hijo cuando Else, en la tradicional comida de los domingos en casa de los Schrobsdorff, descubrió la insignia del partido en el imponente y floreado pecho de su suegra. No daba crédito a sus ojos, pero cada vez que miraba y apartaba la mirada veía la esvástica, y Annemarie, al parecer del todo inconsciente de la afrenta, se comportaba con la habitual desenvoltura y exaltación.
 Erich se empeñó en hacer la vista gorda, y fue Alfred quien al final de la comida, cuando la familia se retiraba a la siesta, tomó a Else aparte diciendo que tenía que hablarle. Se dirigieron al invernadero, y Alfred cerró la puerta tras ellos.
 —O sea que ahora también tu madre se ha conchabado con los nazis —dijo Else.
 —Qué remedio, qué remedio —repuso Alfred con una risita—. Como mi “viejo señor” no puede afiliarse al partido por masón, ha tenido que ser ella la que se arrime a la miel. Alguien tenía que hacerlo, de lo contrario los negocios se resentirían. ¡Puro oportunismo! A mi padre esos plebeyos no le agradan, y mi madre sólo sabe que ese sujeto se llama Hitler y que se le pone un “Heil” delante.
 Se descuajaringó de risa.
 —No me parece tan hilarante.
 —Si todo fuera tan divertido como eso —dijo Alfred poniéndose serio—, podríamos morirnos de risa tranquilamente, pero por desgracia no es el caso. La situación se está poniendo muy, pero que muy peliaguda. ¿Qué hago con mi suegra? Quiero a la anciana dama, es una persona callada y exquisita, ¿pero qué voy a hacer ahora con ella? Anja, que ya me hace la vida imposible por todo y por nada, no para de machacarme con el asunto. Quiere que saque a su madre, pero, en primer lugar, ya no le dan pasaporte y, en segundo, no puedo dejarla donde sea y decirle, hala, ahora búscate la vida. ¡Una situación abominable! Dime una cosa: ¿qué vas a hacer tú con tus padres?
 —Nada —dijo Else con sequedad, porque la pregunta pasaba de castaño oscuro. A Alfred nunca se le había podido tomar en serio, pero ahora, para colmo, se estaba volviendo loco.
 —Nada —repitió Alfred—, ya.
 —¿Acaso puedes darme una razón por la cual debería "hacer algo" con ellos?
 —Para prevenir que sean los nazis quienes hagan algo con ellos.
 —¡Por favor, Alfred! Son dos ancianitos inofensivos, ciudadanos alemanes de nacimiento, personas intachables en lo que se refiere a su conducta política y privada. O sea que haz el favor de no perder el juicio.
 —No soy yo el que pierde el juicio, Esnuf, son nuestros magníficos gobernantes. Aquí no se trata de ser intachable o no, joven o viejo, de tener nacionalidad alemana o china; aquí se trata de la raza. Que mi hermano Erilein vive en la luna ya lo sabía yo, pero que tú también te hayas retirado a su órbita me resulta nuevo. Tú y Anja estáis protegidas por el matrimonio con nosotros y los hijos comunes. Y Ulli lo está por descontado. Tiene por cónyuge a un camarada del partido y sus padres se han esfumado como por arte de magia. Es a los que no están casados con “ciudadanos arios del Reich” a quienes les van a buscar la yugular. ¡La yugular! Y muchos de los que eran contrarios a los nazis —me refiero ahora a los arios— empezarán a tambalearse, pues aunque no les busquen la yugular irán a por sus posiciones y fortunas y familias y lo que sea. ¡Así que baja de la luna y estate un poco más alerta!»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica & Errata naturae, 2016, en traducción de Richard Gross, pp. 181-183. ISBN: 978-8416544134.]

domingo, 23 de abril de 2023

Dios era olvido.- Armando Tejada Gómez (1929-1992)


POETAS SIGLO XXI - ANTOLOGIA MUNDIAL + 20.000 POETAS: Editor ...
1.-Tonada de la calle larga


  «Por la Calle Larga iban y venían los rostros, las mercaderías, las gentes, los enseres; los nombres y apellidos, los apodos que eran como el nombre del nombre; los viejos memoriosos, las vecinas parlantes, el vecindario de antes y los recién llegados a afincarse en el Barrio, los saludos rituales, los entierros.
  Por ahí, inevitablemente, pasaban los adultos con historia, algunos perdularios, la fauna marginal que se hacinaba en el recodo perverso de mi barrio la Media Luna, donde convivíamos pacíficos obreros, lavanderas, modistas, peones de todo oficio, macrós, prostitutas, rateros y donde me estrené de hombre con La Dejada, una noche que venía de pelar la pava en la esquina y ella estaba en la puerta de su pieza, como siempre, y pidiéndome un cigarrillo se puso a contarme que a Don José, el Hormiga —mi marido, dijo—, se lo habían llevado esa tarde y que, seguramente, ahora tendría para rato.
  —Porqué no pasa, dijo.
  Y yo le expliqué temblando que sólo tenía un peso en monedas, cuando más y ella dijo:
  —No importa.
  Y ahí me enseñó, me tranquilizó, me hundió en el misterio infinito de su cuerpo de mujer usada y después me explicó que ella sólo tenía el gustazo con su marido y no con los clientes, pero que esa noche sí porque yo debutaba, aunque si Don José, el Hormiga, lo sabía, nos mataba a los dos:
  —Porque lo pi’or que le puede pasar a un hombre es que le gorreen, joven.
  Era por los atardeceres de la Calle Larga, primera penumbra, olor a patios regados, que solía pasar Almirón, el ebanista, ajustado traje negro, zapato de tacón alto, impecable como un futre, una mano en el bolsillo del pantalón bombilla y la otra, balanceando en la cadencia del brazo que acompañaba su modo de caminar ladeado, al modo de un compadrito salido de un tango de Villoldo o Celedonio Flores, chambergo volcado sobre el ojo derecho, insólito entre el polvo folklórico de este barrio secado a los solazos, donde menudeaban las botas, las bombachas paisanas, el overol y las alpargatas directamente proletarias. Pasaba pisando en una franja de misterio, como hacia el Centro siempre y saludaba con una venia corta al coro de muchachones que, sin saber porqué, callábamos a su paso, respetuosos de su exilio en la tierra, él, que se nos antojaba venido del Patio de la Morocha, por lo menos, o de lo del mitológico Hansen y acaso yendo, cada tarde, a apurar un trago con Gardel en algún estaño atrabiliario del Barrio del Abasto.
  —¡Ahí va Almirón…!
  Decíamos en una media voz admirativa, una admiración que creció de asombro hasta la copa de los Carolinos que bordeaban la calle, cuando supimos —nunca supimos por boca de quien— que Almirón, el mítico peatón de los anocheceres de la Calle Larga, era comunista. Entonces, para nosotros, el misterio tuvo otro misterio que seguía a Almirón calle arriba, entre adivinaciones:
  —Son como los Masones: no creen en Dios.
  —¿Y en qué creen?
  —En nada.
  —¿Cómo no van a creer en nada…?
  —Los Masones creen en el diablo.
  —Estos tampoco creen en el diablo.
  —No hay nadies que no crea en nada.
  Y él seguía subiendo por el misterio, calle arriba.
  Por esa Calle Larga, había corrido mi niñez entre juegos, peleas y oficios de la intemperie —diariero, changador, lustra bota—, huérfano de padre muerto en pelea, estaqueado por el frío de las madrugadas de julio, cuando a las cuatro de la mañana iba a sacar los diarios que mal vendía trepado a los tranvías cansinos de la ciudad vieja, esos tranvías que cuando pasaron por primera vez atronando el silencio provinciano la gente se había echado a las calles gritando:
  —¡Tiembla!
  Según los recuerdos de mi madre. La vieja ciudad que recorrí palmo a palmo mientras la pavimentaban, llevándole el almuerzo a uno de los obreros, conchabado por la novia que me pagaba siete pesos por mes. Así que le seguí la pavimentación cuadra por cuadra, hasta llegar años después a saberla de memoria: barrio por barrio, calle por calle, sin omitir el más oscuro e intrincado rincón de la ciudad en la que recalaba por las tardes y hasta bien entrada la noche con mi cajón de lustrar; demorándome en los cafetines para calentar el cuerpo, hasta que no quedaban en ellos sino los viejos jubilados, agitando los cubiletes de los dados donde la muerte hacía un ruido a huesos que helaba la sangre.
  Por esta Calle Larga fui y volví, alucinado o sonso, aprendiéndome de memoria el Martin Fierro, deletreando a Góngora, comiéndome a Garcilaso, desentrañando a manotazos el viejo español de Quevedo, el giro de sus frases alucinantes cuando me picó el bicho de la lectura a troche moche, tal, que fui a la Biblioteca Principal de la Provincia y empecé por el primer libro del primer estante, hasta que el sorprendido encargado me dijo un día:
  —Usted joven lee sin ton ni son.
Dios era olvido: Amazon.es: Tejada Gomez, Armando: Libros  Y era cierto. Porque en la hilera me daba con Fisiología del Placer de Mantegazza, El Genio de Bovio, La Divina Comedia, un libro enorme con ilustraciones de Doré o Así hablaba Zaratustra de Nietzche, todo en remolino, a lo toro, como quien carga bolsas de cultura y las estiba en los insomnios de las noches alumbradas a velas. O revolviendo librerías de viejos. O pidiendo prestado. O dándose con el milagro de encontrar dos tomos del Quijote en un tacho de basura, edición facsimilar de la primera de gruesa tipografía y en lengua romance que traducía noche y día al castellano que yo tartamudeaba y sin saber ni querer me daba el lujo de leer a Cervantes en el original. O aquella Literatura Preceptiva que me prestó una señorita a la que le pintamos la casa con el Mazamorra, donde, como dijo ella, estaban “las leyes del verso” y me llenó de Manrique, Tirso de Molina, Lope de Vega, hasta andar como tonto o sonámbulo, sea porque andaba todo el día atravesado por sus tempestades o porque leyendo, dormía dos horas por noche o no dormía y el capataz de la obra me tenía que decir dos veces qué tenía que hacer. Así, a brazadas de náufrago, a cabezazos de tinieblas, a remolinos de luz y sombra di con Rubén Darío y me quedé en ayunas largos meses y un día revolviendo títulos en la librería de Don Fernández me topé con Walt Whitman, cuyas Hojas de Hierbas desentrañé una mañana en que iba para la obra. Era una de esas mañanas transparentes del oeste en las que se le ve la pelusa al aire y de entre sus versos vi asomar sus largas barbas patriarcales, su hermandad gigantesca, su colosal amor por todo lo que vive y gira y hierve y huele y canta y quema y duele y grita y muere. Me tiré en el pasto de las orillas del Canal y el uso bárbaro de su idioma me rompió los sonetos y un plumerío de madrigales y romancillos volaron por el aire y toda la preceptiva aprendida de memoria se me derrumbó estrepitosamente dejándome desnudo, intacto. Adán de una cultura que iba a empezar de nuevo en mi conciencia para no cesar ya nunca, porque entre las barbas de Walt entreví que yo también, uno entre millones, podía usar la palabra a partir de mí mismo. Y dejé el box y los boliches del día de pago y las corajeadas inútiles y los bailes de los sábados porque ya en la puerta de la juventud, el hambre de saber venía a sustituir al viejo hambre del hambre por el que me había probado en las cosechas de frutas, los “piques” esporádicos de la Estación de Cargas o los obrajes de arriba, en la cordillera, donde pagaban más pero había que estar dos o tres meses «sin verle la cara a Dios», porque a esas alturas, entre peones y soldados, ni equivocando el camino subían las mujeres.
  Por esta Calle Larga, salí un amanecer a cumplir dos años de Servicio militar en la Marina, haciendo crujir la escarcha a mi paso, porque ese día y calle arriba, el mundo me había abierto las puertas de par en par.
  Por esta Calle Larga vuelvo, como un niño al regazo; ensimismado volvía, dolido, lastimado por la noticia de la muerte del Compadre que me adelantó Eloy en su carta última —El Compadre, semejante hechura de hombre, muerto en una sonsa pelea de boliche—; una lastimadura cierta y honda, porque yo lo quería como a pocos al Compadre. Por esta Calle Larga vuelvo, con una licencia larga de la Baja del Servicio, a recuperar en estos treinta días lo sido y lo vivido, a reunir el alma y los amigos, antes de volver a engancharme definitivamente como voluntario y dejar para siempre este sol que me atormentaba en los veranos de pico y pala y que ahora, en el regreso, parece el abrazo de un viejo amigo, paternal, luminoso, tanto, que hasta parece mentira que yo lo haya odiado alguna vez.
  Y es que ya he visto el mar y el mundo allende, porque me ligué el viaje de los Cadetes de la Vieja y Gloriosa Fragata Sarmiento y los puertos de otras tierras me han agrandado los ojos y tengo, a partir del enganche, un trabajo seguro para que la vieja no padezca más necesidades y salgamos de este tierral al sol donde uno termina su vida como lonja de charqui, si es que la muerte no lo deja llegar a viejo y le sale antes, cuchillo en mano, como al pobre viejo mío sin que haya visto el mundo más allá del Canal-Zanjón o al mismo Compadre que ha venido a desangrar sus días en una pelea de boliche.
  Por esta Calle Larga vuelvo trayendo intacta esta ansiedad por la vida que me llevé hace dos años, pero ahora con un futuro por delante, aunque esta lágrima se me venga abajo y me haga mirar toda nuestra pobreza raída y provinciana de un modo transparente y la ternura pase sin saludarme, sin reconocerme, porque vengo vestido de futre y acaso en algún lugar de mí o de ellos, ya haya comenzado a ser otro, un no sé quién que llora porque, calle abajo, ya le están ladrando los perros, ya.»

             [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Albia, 1979, pp. 26-30. ISBN: 978-8474360158.]

domingo, 16 de abril de 2023

Cantar de Ruodlieb.- Anónimo (h. 1030)


Ruodlieb - Wikipedia, la enciclopedia libre
V.- De las negociaciones de paz en el campo de batalla y de los muchos regalos que allí dispuso el rey vencido. De cómo Ruodlieb recibió una carta y deseó regresar a su patria. De los Doce Consejos de Oro que le dio el gran rey como pago a sus servicios


   «Así habló y ordenó a uno de sus siervos que llamasen al caballero a su presencia. Aquél le llamó sin demorarse y Ruodlieb llegose al punto ante el soberano. Tras mantenerse en silencio durante un momento, el rey le dijo piadosamente:
  “Forzadamente y no de mi grado, querido mío, te permitiré alejarte de mí. Siempre estabas preparado y en todo actuabas con diligencia. Por ello he de mostrar hacia ti, mi buen amigo, la mayor gratitud. No has suscitado odios, sino que todo el pueblo te ama. Pero, ea, dime ahora en verdad, mi más amado súbdito, ¿he de otorgarte un premio en forma de dinero, o prefieres que te dé sabiduría?”.
  Y el caballero sopesó cuidadosamente la respuesta más apropiada:
  “No deseo” —dijo— “lo que la costumbre estima que equivale al honor: las riquezas, cuando son de todos sabidas, causan grandes insidias, pues la pobreza obliga a muchos desventurados a hacerse ladrones; además, el dinero engendra la envidia entre los parientes y los amigos. Asimismo incita al hermano a romper los lazos de la lealtad. Mil veces mejor es carecer de dinero conservando el buen juicio, y aquel que se afana por florecer en la santa sabiduría siempre tendrá oro y plata en cantidades suficientes, siempre logrará lo que se proponga, porque posee abundantes armas interiores. Recuerdo haber visto a menudo a muchos insensatos que vivían en la indigencia o degenerados en el vicio por haber perdido de la forma más estúpida todos sus bienes. Es evidente que a éstos su riqueza no les ayudó, sino que les perjudicó.
  Por ello más bien habéis de enseñarme vuestro saber, que será tan querido para mí como si alguien me diera diez libras, si es que soy capaz de usarlo rectamente y no soy indigno de ello. Nadie me lo arrebatará jamás ni se enemistará conmigo o me odiará por su causa, y ningún ladrón querrá darme muerte en emboscada por ello. La riqueza conviene que se quede en las cámaras de los reyes y que allí abunde sobremanera. Al hombre sencillo le basta con ser fuerte y habilidoso. No quiero, pues, dineros, que tengo sed de apurar vuestra sabiduría”.
  Y el rey, al oír estas palabras, se puso en pie y le ordenó:
  “Ven conmigo”.
  Al punto marcharon a sus aposentos privados y no permitieron que nadie les siguiera. Allí el rey volvió a sentarse y entonces se puso en pie ante él su vasallo, el caballero exiliado, al que dirigió estas palabras: “Ahora escucha desde lo más profundo de tu corazón los Doce Consejos de Oro que te doy como un verdadero amigo:

  I. Que nunca un pelirrojo llegue a ser un amigo especial para ti. Si alguna vez monta en cólera, no recordará sus votos de lealtad, pues su ira es impetuosa, cruel y duradera. Nunca será buen amigo, sino que en todo momento estará ocultando algún engaño que no podrás evitar y te mancillará como si tocas la pez: difícilmente puedes limpiarte de ella las uñas.
  II. Aunque el sendero que tomes para atravesar una aldea sea cenagoso y accidentado, nunca te desvíes por los campos que estén sembrados, no sea que algún villano te vaya a atacar y a quitarte las riendas tras increparte por haberle dado una respuesta soberbia.
  III. Cuando estés en camino y busques hospedaje, si te encuentras con un anciano que tiene una joven mujer, no le pidas que te honre con su hospitalidad, pues recaerá sobre ti una gran sospecha, aunque seas inocente. El anciano temerá y la joven te deseará —pues así gira la rueda de la fortuna entre ellos—. Pero cuando te encuentres con un hombre joven que tenga por esposa a una mujer mayor, pídele a él que te hospede; no te temerá aquel ni te deseará aquella. Ahí estarás seguro y podrás pernoctar sin causar sospecha alguna.
  IV. Si algún conciudadano te pide que le prestes para arar sus tierras una yegua preñada justo antes de dar a luz, no se la des, a no ser que quieras echarla a perder, pues perderá el potrillo si le obligas a arar un terreno.
  V. Que no te sea tan caro ninguno de tus parientes de suerte que le importunes con tu visita demasiado a menudo, pues más suele agradar lo ocasional que lo acostumbrado. Para el hombre aquello que es frecuente pronto pierde su valor y se envilece.
  VI. Aunque una de tus siervas sea de hermosura sin par, nunca la trates como a una esposa ni tengas trato de igual con ella, para que no te menosprecie y te trate con soberbia o acaso vaya a pensar que debe ocupar un lugar preeminente en la casa, si comparte lecho y mesa contigo. Pues al comer contigo y al pernoctar a tu lado, querrá al punto convertirse en la dueña absoluta de todas las cosas. Estos asuntos suelen crear una fama ignominiosa.
Cantar de Ruodlieb. Epopeya anónima de caballería del siglo XI ...  VII. Si es de tu gusto contraer nupcias con una noble esposa, a fin de engendrar amados hijos, entonces búscate una mujer de alta alcurnia, ¡y no busques sino donde tu madre te aconseje! Y cuando la hallares, es menester que la colmes de honores y que la trates con suavidad. Sin embargo, hazte su maestro y que no tenga ningún litigio contigo, pues no hay mayor desgracia entre los hombres que ser súbditos de aquellos a quienes deberían dominar.
  Y aunque conviene que vuestros corazones estén de acuerdo en todo, nunca debes descubrir enteramente tus intenciones, por si acaso después ella, reprendida por una mala acción, osa recriminarte, que no pueda echarte nada en cara que pueda disminuir el amor y el respeto entre vosotros.
  VIII. Que nunca se apodere de ti la cólera repentina tan gravemente que no puedas pasar la noche sin llevar a cabo tu venganza, sobre todo cuando el asunto sea dudoso y no hubiere ocurrido como se te comunicó. Quizás al día siguiente te alegres de haber contenido tu ira.
  IX. Nunca mantengas una lid con tu señor o tu maestro, puesto que, aunque no puedan vencerte en derecho, lo harán en poder. Nunca les prestes nada, porque en verdad lo perderás. Cuando tu señor te pida que le prestes algo, empero, será mejor entonces que se lo des, porque encontrará alguna culpa por la que quitarte aquello. Y entonces perderás dos cosas, pues no te dará ni su agradecimiento ni el objeto. Mas cuando seas despojado por él, di solamente: “gracias, tómalo”, e inclínate al punto en alabanza de tu señor por haber salido sano y salvo y con vida, estimando en nada tu pérdida.
  X. Que nunca sea tu viaje tan apresurado que te llegue a pasar por alto, al ver una iglesia, encomendarte a sus santos patronos o bendecirles. Cuando doblen las campanas o se cante la misa, baja siempre del caballo y acude a toda prisa a la iglesia, a fin de que puedas participar de la paz católica. Esto no prolongará tu camino, sino que lo acortará, ya que te marcharás de allí más seguro y temerás menos al enemigo.
  XI. Si un hombre cualquiera te insta y te ruega por el amor del misericordioso Cristo que rompas tu ayuno, nunca te niegues. No romperás sus mandamientos, sino que los estarás cumpliendo fielmente.
  XII. Si posees tierras cerca de las plazas públicas, no caves hoyos para evitar que la gente llegue hasta los sembrados, pues en torno a los fosos que caves se irá formando un sendero sobre el suelo seco por el que la gente camine. Si no los cavas tendrás menos daños».

   Cuando el rey terminó de hablar y sus sabios consejos cesaron, los dos volvieron caminando a la sala y el rey se volvió a sentar en su trono y alabó ante todos las virtudes militares del caballero —en tanto, los murmullos de alegría se multiplicaban—, y éste dio las gracias al rey y a todo el pueblo. El rey dijo:
  “Vete a tu patria ahora, colmado de todos los honores. Vete a ver a tu madre y a todas tus posesiones, mas solamente, sin embargo, si puedes vivir en tu país como en éste y si tus señores desean cumplir lo que te prometieron. Pero si te fallan conviene que tú, a la vez, le falles a ellos y que no les sirvas puesto que tantas veces te han defraudado. Nadie que sea avaro o deshonesto merece que le sirvan. Y si acaso esto ocurriera, que no vacile tu ánimo acerca de dónde dirigir tus pasos, y si te hastía tu propia patria, vuelve a mí y me encontrarás con la misma disposición con que ahora te dejo marchar; no tengas ninguna duda sobre esto”.
  Al punto señaló con el dedo al mayordomo que estaba delante de él y susurró a su oído, según era costumbre, ordenando que el camarero real le trajese los sacos en cuyo  interior se guardaban los opulentos panes espolvoreados con harina por fuera y llenos de riquezas por dentro.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Celeste, 2002, en traducción de David Hernández de la Fuente, pp. 47-51. ISBN: 978-8482113395.]