Lo completamente distinto
«En el transcurso de 1937, se restringió aún más el número de alumnos
judíos matriculados en las escuelas alemanas. Y sólo en casos excepcionales se
les concedían a los judíos pasaportes para viajar al extranjero.
Al promulgarse esta ley, Else tuvo por primera vez una sensación
eminentemente angustiosa, como si hubiera caído en una trampa a punto de
cerrarse. No porque esa norma hubiera podido aplicársele a ella —al fin y al
cabo estaba casada con un alemán del Reich y tenían una hija común—, sino por
sus padres, por parientes y amigos a los que afectaba dicha ley.
Entonces sí se planteó a sí misma la pregunta de qué otras medidas
monstruosas adoptarían los nazis y cuándo se les pararían los pies.
Erich, igual de alarmado que ella, dijo que ahora sí era momento de
hacer ciertas reflexiones cautelares respecto a la situación. No porque a los
hijos los amenazara peligro alguno, tampoco a los padres de ella, venerables
ancianitos, sino simplemente porque no holgaba meditar sobre qué hacer si…
Else, también por primera vez, habló sin rodeos con sus padres acerca
del estado de cosas, pero solo encontró resignación, jocosa por parte de su
padre, melancólica por la de su madre.
—De todas formas, con nosotros ya nada se pierde —dijo Minna.
—Ya no nos proponemos viajar alrededor del mundo —sonrió Daniel.
—Sí, pero los jóvenes —suspiró Minna—, da miedo por ellos. Por suerte,
los sionistas entre nosotros ya están en Palestina: Paula, Bruno y los niños,
Lotte y su marido, Emanuel con su mujer y sus hijos. Pero, vaya por Dios, con
los árabes tampoco se estará mejor. Además, uno no escapa a su destino.
—No te preocupes por nosotros, Elschen —la tranquilizó Daniel—, no es el
león tan fiero como lo pintan y las cosas se calmarán.
Peter, el hijo de Else, no opinaba lo mismo. Dijo que las cosas no se
calmarían, ni mucho menos, y que ella haría bien en no dejarse tranquilizar.
¡Era lo que a Else le faltaba! Lo que buscaba era la confirmación de que
a los nazis no había que tomarlos tan en serio, y no la advertencia de que
nunca se les podía tomar lo suficientemente en serio.
Que por qué siempre y en todo tenía que exagerar sin medida, le preguntó
irritada. ¿Acaso no estaba en edad de volverse adulto y, de paso, más
equilibrado? Que ella consideraba más importante que reflexionara sobre su vida
y no sobre el señor Hitler y su calaña. Que lo que estaba haciendo no era en el
fondo más que una maniobra de distracción para escurrir el bulto de las
decisiones personales. Si de verdad quería ayudarla y evitarle penas y pesares,
sin duda no lo conseguiría con sombríos pronósticos políticos, sino dándole una
dirección y un contenido a su vida.
Que no sabía que ella fuera tan
influenciable en sus análisis y pareceres, replicó Peter. Que la imagen que
tenía de él debía de haber salido de la cabeza de Erich, y la que se hacía de
Alemania, también. Peter, un botarate perezoso y superficial, y los alemanes,
un pueblo de poetas y pensadores que por un breve momento se dejaba tentar por
el diablo, como todos los grandes espíritus, pero que naturalmente volvería a
encontrar su senda y conectar con su tradición. Si allí había un irresponsable
o insensato redomado ese era Erich y no él. Consideraba a Erich un hombre
demasiado débil para resistir una gran presión y demasiado ajeno a la realidad
como para darse cuenta de lo que de veras ocurría a su alrededor. Ella no
debería apostar por Erich en esos dos puntos.
¿Acaso debería apostar por él?, preguntó Else, irónica.
¡Ay, aquel hijo, aquel iluso, aquel lunático! ¡Como si supiera dónde
estaba arriba y dónde abajo! Ciertamente, Erich era débil y ajeno a la
realidad y seguía bajo la influencia de su familia, de la que ella nunca se
había fiado. No obstante, era la única persona en la que podía confiar
plenamente. Él nunca actuaría en contra de su conciencia, en contra de sus
principios éticos.
Fue poco después de aquel enfrentamiento con su hijo cuando Else, en la
tradicional comida de los domingos en casa de los Schrobsdorff, descubrió la
insignia del partido en el imponente y floreado pecho de su suegra. No daba
crédito a sus ojos, pero cada vez que miraba y apartaba la mirada veía la
esvástica, y Annemarie, al parecer del todo inconsciente de la afrenta, se
comportaba con la habitual desenvoltura y exaltación.
Erich se empeñó en hacer la vista gorda, y fue Alfred quien al final de
la comida, cuando la familia se retiraba a la siesta, tomó a Else aparte
diciendo que tenía que hablarle. Se dirigieron al invernadero, y Alfred cerró
la puerta tras ellos.
—O sea que ahora también tu madre se ha conchabado con los nazis —dijo
Else.
—Qué
remedio, qué remedio —repuso Alfred con una risita—. Como mi “viejo señor” no
puede afiliarse al partido por masón, ha tenido que ser ella la que se arrime a
la miel. Alguien tenía que hacerlo, de lo contrario los negocios se
resentirían. ¡Puro oportunismo! A mi padre esos plebeyos no le agradan, y mi
madre sólo sabe que ese sujeto se llama Hitler y que se le pone un “Heil”
delante.
Se descuajaringó de risa.
—No me parece tan hilarante.
—Si todo fuera tan divertido como eso —dijo Alfred poniéndose serio—,
podríamos morirnos de risa tranquilamente, pero por desgracia no es el caso. La
situación se está poniendo muy, pero que muy peliaguda. ¿Qué hago con mi
suegra? Quiero a la anciana dama, es una persona callada y exquisita, ¿pero qué
voy a hacer ahora con ella? Anja, que ya me hace la vida imposible por todo y
por nada, no para de machacarme con el asunto. Quiere que saque a su madre,
pero, en primer lugar, ya no le dan pasaporte y, en segundo, no puedo dejarla
donde sea y decirle, hala, ahora búscate la vida. ¡Una situación abominable!
Dime una cosa: ¿qué vas a hacer tú con tus padres?
—Nada —dijo Else con sequedad, porque la pregunta pasaba de castaño
oscuro. A Alfred nunca se le había podido tomar en serio, pero ahora, para
colmo, se estaba volviendo loco.
—Nada —repitió Alfred—, ya.
—¿Acaso puedes darme una razón por la cual debería "hacer algo" con
ellos?
—Para prevenir que sean los nazis quienes hagan algo con ellos.
—¡Por favor, Alfred! Son dos ancianitos inofensivos, ciudadanos alemanes
de nacimiento, personas intachables en lo que se refiere a su conducta política
y privada. O sea que haz el favor de no perder el juicio.
—No soy yo el que pierde el juicio, Esnuf, son nuestros magníficos
gobernantes. Aquí no se trata de ser intachable o no, joven o viejo, de tener
nacionalidad alemana o china; aquí se trata de la raza. Que mi hermano Erilein
vive en la luna ya lo sabía yo, pero que tú también te hayas retirado a su
órbita me resulta nuevo. Tú y Anja estáis protegidas por el matrimonio con
nosotros y los hijos comunes. Y Ulli lo está por descontado. Tiene por cónyuge
a un camarada del partido y sus padres se han esfumado como por arte de magia.
Es a los que no están casados con “ciudadanos arios del Reich” a quienes les
van a buscar la yugular. ¡La yugular! Y muchos de los que eran contrarios a los
nazis —me refiero ahora a los arios— empezarán a tambalearse, pues aunque no
les busquen la yugular irán a por sus posiciones y fortunas y familias y lo que
sea. ¡Así que baja de la luna y estate un poco más alerta!»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Periférica & Errata naturae, 2016, en
traducción de Richard Gross, pp. 181-183. ISBN: 978-8416544134.]