Capítulo 5: Irracionalidad racional
Creencias preferidas
«El ansia por conocer la verdad puede entrar en conflicto con otras
motivaciones. El interés material es el principal sospechoso; desconfiamos de
los vendedores porque pueden ganar más si enmascaran la verdad. Algo parecido
se da en los mercados de ideas cuando la gente acusa a sus adversarios de estar
comprados, de tener las opiniones corrompidas por un flujo de dinero que
cesaría de manar si cambiasen de parecer. Dasgupta y Stiglitz ridiculizan la
crítica liberal de las leyes antimonopolio por “recibir muchos fondos” pero “tener
escaso fondo”. Aunque puede que algunos admitan financiación de partes
interesadas y continúen diciendo lo que piensan abiertamente, la tentación de
alcanzar un equilibrio entre tener dinero y tener razón está ahí.
La presión social hacia el conformismo es
otra de las fuerzas que porfían contra la búsqueda de la verdad. Abrazar
opiniones impopulares a menudo te convierte en alguien impopular y muy pocos
desean terminar como unos parias, así que la autocensura se impone. Si, además,
un paria lo tiene más difícil para ser contratado, entonces el conformismo se
confunde con el conflicto de intereses. No obstante, incluso pasando por alto
la posible motivación económica, ¿hay alguien que desee ser odiado? La
tentación en este caso es alcanzar un equilibrio entre tener razón y tener
aprecio.
Pero el ánimo de lucro y el conformismo no
son las únicas fuerzas en conflicto con la verdad. Las personas albergan
también motivaciones cognitivas ambivalentes. Uno de los objetivos que nos
marcamos es el de alcanzar respuestas correctas para así poder actuar en
consecuencia, pero ésa no es la única meta a la que nuestro juicio aspira. En muchas
materias, hay algún punto de vista que resulta mucho más reconfortante,
halagador o apasionante, lo que agudiza el riesgo de que nuestras valoraciones
se vean afectadas no por el interés pecuniario o la búsqueda del visto bueno
social, sino por nuestras propias pasiones.
Incluso si fuésemos náufragos habitando
islas desiertas, habría creencias que harían que nos sintiésemos mejor con
nosotros mismos. Gustave Le Bon hace referencia a “ese poquito de esperanza e
ilusión sin el cual [los hombres] no pueden vivir”. La religión nos brinda el
ejemplo más evidente. Como parece estar considerado de mala educación señalar
tal hecho, dejaré que sea Gaetano Mosca quien plantee la cuestión en mi lugar:
A los cristianos debe
permitírseles creer con orgullo que cualquier persona que no comulgue con la fe
cristiana será condenada. El brahmán ha de tener motivos para poder regocijarse
en el hecho de que sólo él desciende de la cabeza de Brahma y posee el alto
honor de leer los textos sagrados. El budista debe ser esmeradamente instruido
para poder apreciar el privilegio que posee de alcanzar el nirvana antes que
nadie. El musulmán debe acordarse con satisfacción de que sólo él es un
verdadero creyente y de que el resto son perros infieles en esta vida y serán perros
martirizados en la futura. El socialista radical ha de convencerse de que
cualquiera que no piense como él se trata de un egoísta, o un burgués
corrompido por el dinero o un simplón servil e ignorante. Los ejemplos
anteriores ofrecen argumentaciones que atienden a las necesidades de aprecio
hacia uno mismo y su religión, y de desprecio y aversión hacia las otras.
Las diferentes visiones del mundo tienen
más de refugio mental confortable que de empeño riguroso por interpretar el
mundo: “Las fantasías perduran porque casi todas las personas necesitan
fantasía, y de un modo tan perentorio como el de cubrir sus necesidades
materiales”. Las investigaciones empíricas actuales sugieren que Mosca iba por
buen camino: los individuos religiosos están más satisfechos con su vida. Con
razón, pues, la gente protege sus creencias de la crítica y se aferra a ellas
si las evidencias en su contra comienzan a sobrepasar sus líneas de defensa.
Para la mayoría de la gente, la existencia
de motivaciones cognitivas contradictorias es tan evidente que aportar pruebas
parece superfluo. Jost y el resto de coautores, con la mayor naturalidad,
observan en el Psychological Bulletin
que “casi todo el mundo es consciente de que la gente es capaz de creer lo que
quiere creer, siquiera dentro de ciertos límites”. Pero es poco probable que
mis colegas economistas se den por satisfechos así de fácilmente. Si un
economista le dice a otro: “Tus teorías no son más que una forma de religión”,
el presunto religioso no da importancia a la distinción entre “ideólogo
emocional” e “investigador desapasionado” y se ve a sí mismo automáticamente
como lo segundo. Sin embargo, cuando sostenemos que las preferencias entre
convicciones existen, muchos economistas impugnan la totalidad del concepto.
¿Cómo sabemos que tales preferencias existen? Hay ilustres economistas que dan
a entender que eso es algo imposible de saber puesto que las preferencias no
son observables.
Se equivocan. Todos los días yo compruebo
la existencia de preferencias en una persona: yo mismo. Dentro de su ámbito de
influencia, confío en mi propia introspección más de lo que puedo llegar a
confiar en el trabajo de cualquier otro economista. La introspección me dice
que estoy empezando a sentir hambre y con gusto pagaría un dólar por un helado.
Si hay algo que merezca la calificación de dato en bruto, es eso. De hecho, se
trata de algo más difícil de cuestionar que otros datos en bruto que los economistas aceptan automáticamente, como
esas informaciones que la gente aporta acerca de sus propios ingresos.
Algo que mi introspección me revela es que
ciertas creencias poseen más atractivo emocional que sus contrarias. Por
ejemplo, me gusta pensar que llevo la razón. Si bien admitir el error o perder
dinero a causa de ese mismo error puede ser peor, el error por sí mismo sin más
ya me resulta preocupante. Abrigar estos sentimientos no quiere decir que me
deje llevar por ellos, del mismo modo que recibir un encargo por dinero de un
cliente que tenga sus propias motivaciones no quiere decir que yo no vaya a
escribir con sinceridad lo que pienso. Pero la tentación está ahí.
La introspección nos ofrece una espléndida
forma de descubrir nuestras propias preferencias. Sin embargo, ¿qué ocurre con
las preferencias de los otros? Tal vez uno mismo sea tan raro que resulte
absolutamente engañoso tomarse como referencia para extrapolar acerca del resto
de las personas. La forma más sencilla de comprobarlo consiste en escuchar qué
dicen otros sobre sus preferencias.
En una ocasión, durante una cena, Gary
Becker se burló de esta idea. Su postura, grosso modo, se resumía en que “no
puedes creer lo que la gente dice”. Su posición es de una lógica contundente, a
pesar de que él prestase mucha atención al camarero cuando le recitó los platos
especiales de la casa. Las personas a menudo no reflexionan detenidamente, y
muchas veces mienten. Pero, al contrario de lo que opina Becker, esto no es
razón para pasar por alto sus palabras. Sí hay que recelar de lo que la gente
dice cuando habla sin pensar o cuando tiene incentivos para mentir, pero
escuchar resulta siempre más informativo que taparse los oídos. A fin de
cuentas, las personas pueden mentir, pero también saben detectar las mentiras.
La psicología experimental documenta casos en los que los mentirosos se delatan
a través de su comportamiento o de las contradicciones de sus relatos.
En cuanto empezamos a tener en cuenta
seriamente los testimonios de las personas, los casos de preferencias entre
convicciones son abundantes, porque la gente no los silencia. Considere las
palabras del filósofo George Berkeley:
Puedo fácilmente pasar por
alto cualesquiera de mis actuales pesadumbres cuando medito el hecho de que
está en mi mano la posibilidad de ser feliz de aquí a mil años. De no ser por
tal reflexión, preferiría ser una ostra a un hombre.
El propio Paul Samuelson se deleita en su
revelación keynesiana y cita a Wordsworth con aquiescencia para poder captar su
propio gozo en la Teoría general:
Estar
vivo en aquella alborada era puro júbilo,
¡pero ser joven era el cielo
mismo!
Muchas autobiografías describen el dolor
que provoca tener que abandonar ideas que en el pasado dieron sentido a las
vidas de sus autores. Tal y como lo expresa Whittaker Chambers:
Un
esfuerzo tan gigantesco, aparte de los riesgos físicos y para la vida diaria
que conlleva, no se puede dar sin una intensa turbación espiritual. Nadie puede
desandar a la ligera el rumbo que la fe que ha seguido durante toda una vida
adulta le ha marcado, mantenido de forma inexorable hasta rebasar el límite de
lo criminal. Sólo puede desandarse haciendo uso de una violencia mayor que la
de la fe que se repudia.
No es de extrañar que, según sus propias
palabras, Chambers rompiese con el comunismo de modo “lento, de mala gana,
agónico”. Para Arthur Koestler, el abandono de su fe constituyó un “harakiri emocional”. Además añade: “Los
que fueron seducidos por la mayor quimera de nuestra época y han vivido según
su moral y su perversión intelectual, o bien se entregan a una adicción nueva
de sentido contrario o bien están condenados a la pena de soportar una resaca
de por vida”. Richard Wright se aflige porque: “Yo sentía en el fondo de mi
corazón que nunca volvería a experimentar esa sencilla y penetrante percepción
de la vida, nunca volvería a expresar unas esperanzas tan apasionadas, nunca
volvería a abrazar con tal entrega ninguna fe”.
Incluso en las enfermedades mentales, el
anhelo de esperanza y fantasía desempeña un papel importante. Según su biógrafo,
el premio nobel y esquizofrénico paranoide John Nash a menudo prefería su mundo
fantástico —en el cual él era una figura mesiánica divina— a la dura realidad:
Para Nash, la recuperación
del proceso mental corriente generaba un sentimiento de merma y pérdida. […] Él
se refiere a sus periodos de alivio no como a felices retornos a una situación
de buena salud, sino como a “intermedios, por así llamarlos, de racionalidad
impuesta”.
Los historiadores del pensamiento también
aportan a menudo casos de apoyo entusiástico a dogmas sospechosos. Esto es lo
que dice Böhm-Bawerk cuando bosqueja el atractivo psicológico de la teoría
marxista de la explotación:
Desplazó
la línea del frente de batalla hasta un ámbito en el cual el corazón, además de
la razón, está habituado a hablar. Lo que la gente desea creer, eso cree sin
ningún reparo. […] Cuando las repercusiones que acarrea una teoría van en la
línea de incrementar las demandas de los pobres y disminuir las de los ricos,
muchas almas se enfrentarán a dicha teoría con una actitud sesgada desde el
principio, de suerte que faltarán al cuidado de aplicar la agudeza crítica que
normalmente consagrarían a un análisis que requiriese de conformidad
científica. Por supuesto, huelga decir que las masas se manifestarán devotas de
tales doctrinas. La reflexión crítica no es asunto que les preocupe, ni puede
serlo; ellas sencillamente siguen la inclinación de sus propios deseos. Creen
en la teoría de la explotación porque da acomodo a sus preferencias a pesar de
las falsedades que contiene. Y continuarían creyendo en ella aun cuando sus
fundamentos científicos fuesen todavía más endebles de lo que ya son.
Si ninguna de estas vías de verificación de
la existencia de creencias preferidas es de su gusto, todavía hay una última:
invierta el sentido del razonamiento. El humo indica que, con toda
probabilidad, hay fuego. Cuanto más estrafalario resulte un error, más difícil
será atribuirlo a falta de información. Si uno de sus amigos cree ser Napoleón,
es posible que haya pistas engañosas en cantidad suficiente como para convencer
a cualquiera de nosotros. Pero resulta tremendamente sospechoso que adopte en
concreto la complaciente opinión de ser una figura principal en la historia
universal en lugar de, digamos, el ayuda de cámara de Napoleón. Pues bien,
suponga ahora que una persona contempla el comercio como un juego de suma cero.
Puesto que cada día su experiencia es la contraria, resulta muy difícil achacar
su error a falta de información. Lo más verosímil será, al igual que hace quien
achaca la derrota de su equipo al juego sucio, que considerar el comercio como
una forma de disfrazar la explotación disipa las inquietudes de aquellos a
quienes desagradan los resultados que el mercado produce.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Ininsfree, 2018, en traducción de Miguel Vicuña, pp. 142-147.
ISBN: 978-1909870369.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: