domingo, 2 de abril de 2023

El mito del votante racional.- Bryan Caplan (1971)


Bryan Caplan | New Media New Media
Capítulo 5: Irracionalidad racional

Creencias preferidas

   «El ansia por conocer la verdad puede entrar en conflicto con otras motivaciones. El interés material es el principal sospechoso; desconfiamos de los vendedores porque pueden ganar más si enmascaran la verdad. Algo parecido se da en los mercados de ideas cuando la gente acusa a sus adversarios de estar comprados, de tener las opiniones corrompidas por un flujo de dinero que cesaría de manar si cambiasen de parecer. Dasgupta y Stiglitz ridiculizan la crítica liberal de las leyes antimonopolio por “recibir muchos fondos” pero “tener escaso fondo”. Aunque puede que algunos admitan financiación de partes interesadas y continúen diciendo lo que piensan abiertamente, la tentación de alcanzar un equilibrio entre tener dinero y tener razón está ahí.
 La presión social hacia el conformismo es otra de las fuerzas que porfían contra la búsqueda de la verdad. Abrazar opiniones impopulares a menudo te convierte en alguien impopular y muy pocos desean terminar como unos parias, así que la autocensura se impone. Si, además, un paria lo tiene más difícil para ser contratado, entonces el conformismo se confunde con el conflicto de intereses. No obstante, incluso pasando por alto la posible motivación económica, ¿hay alguien que desee ser odiado? La tentación en este caso es alcanzar un equilibrio entre tener razón y tener aprecio.
 Pero el ánimo de lucro y el conformismo no son las únicas fuerzas en conflicto con la verdad. Las personas albergan también motivaciones cognitivas ambivalentes. Uno de los objetivos que nos marcamos es el de alcanzar respuestas correctas para así poder actuar en consecuencia, pero ésa no es la única meta a la que nuestro juicio aspira. En muchas materias, hay algún punto de vista que resulta mucho más reconfortante, halagador o apasionante, lo que agudiza el riesgo de que nuestras valoraciones se vean afectadas no por el interés pecuniario o la búsqueda del visto bueno social, sino por nuestras propias pasiones.
 Incluso si fuésemos náufragos habitando islas desiertas, habría creencias que harían que nos sintiésemos mejor con nosotros mismos. Gustave Le Bon hace referencia a “ese poquito de esperanza e ilusión sin el cual [los hombres] no pueden vivir”. La religión nos brinda el ejemplo más evidente. Como parece estar considerado de mala educación señalar tal hecho, dejaré que sea Gaetano Mosca quien plantee la cuestión en mi lugar:
  A los cristianos debe permitírseles creer con orgullo que cualquier persona que no comulgue con la fe cristiana será condenada. El brahmán ha de tener motivos para poder regocijarse en el hecho de que sólo él desciende de la cabeza de Brahma y posee el alto honor de leer los textos sagrados. El budista debe ser esmeradamente instruido para poder apreciar el privilegio que posee de alcanzar el nirvana antes que nadie. El musulmán debe acordarse con satisfacción de que sólo él es un verdadero creyente y de que el resto son perros infieles en esta vida y serán perros martirizados en la futura. El socialista radical ha de convencerse de que cualquiera que no piense como él se trata de un egoísta, o un burgués corrompido por el dinero o un simplón servil e ignorante. Los ejemplos anteriores ofrecen argumentaciones que atienden a las necesidades de aprecio hacia uno mismo y su religión, y de desprecio y aversión hacia las otras.
 Las diferentes visiones del mundo tienen más de refugio mental confortable que de empeño riguroso por interpretar el mundo: “Las fantasías perduran porque casi todas las personas necesitan fantasía, y de un modo tan perentorio como el de cubrir sus necesidades materiales”. Las investigaciones empíricas actuales sugieren que Mosca iba por buen camino: los individuos religiosos están más satisfechos con su vida. Con razón, pues, la gente protege sus creencias de la crítica y se aferra a ellas si las evidencias en su contra comienzan a sobrepasar sus líneas de defensa.
 Para la mayoría de la gente, la existencia de motivaciones cognitivas contradictorias es tan evidente que aportar pruebas parece superfluo. Jost y el resto de coautores, con la mayor naturalidad, observan en el Psychological Bulletin que “casi todo el mundo es consciente de que la gente es capaz de creer lo que quiere creer, siquiera dentro de ciertos límites”. Pero es poco probable que mis colegas economistas se den por satisfechos así de fácilmente. Si un economista le dice a otro: “Tus teorías no son más que una forma de religión”, el presunto religioso no da importancia a la distinción entre “ideólogo emocional” e “investigador desapasionado” y se ve a sí mismo automáticamente como lo segundo. Sin embargo, cuando sostenemos que las preferencias entre convicciones existen, muchos economistas impugnan la totalidad del concepto. ¿Cómo sabemos que tales preferencias existen? Hay ilustres economistas que dan a entender que eso es algo imposible de saber puesto que las preferencias no son observables.
 Se equivocan. Todos los días yo compruebo la existencia de preferencias en una persona: yo mismo. Dentro de su ámbito de influencia, confío en mi propia introspección más de lo que puedo llegar a confiar en el trabajo de cualquier otro economista. La introspección me dice que estoy empezando a sentir hambre y con gusto pagaría un dólar por un helado. Si hay algo que merezca la calificación de dato en bruto, es eso. De hecho, se trata de algo más difícil de cuestionar que otros datos en bruto que los economistas aceptan automáticamente, como esas informaciones que la gente aporta acerca de sus propios ingresos.
 Algo que mi introspección me revela es que ciertas creencias poseen más atractivo emocional que sus contrarias. Por ejemplo, me gusta pensar que llevo la razón. Si bien admitir el error o perder dinero a causa de ese mismo error puede ser peor, el error por sí mismo sin más ya me resulta preocupante. Abrigar estos sentimientos no quiere decir que me deje llevar por ellos, del mismo modo que recibir un encargo por dinero de un cliente que tenga sus propias motivaciones no quiere decir que yo no vaya a escribir con sinceridad lo que pienso. Pero la tentación está ahí.
 La introspección nos ofrece una espléndida forma de descubrir nuestras propias preferencias. Sin embargo, ¿qué ocurre con las preferencias de los otros? Tal vez uno mismo sea tan raro que resulte absolutamente engañoso tomarse como referencia para extrapolar acerca del resto de las personas. La forma más sencilla de comprobarlo consiste en escuchar qué dicen otros sobre sus preferencias.
 En una ocasión, durante una cena, Gary Becker se burló de esta idea. Su postura, grosso modo, se resumía en que “no puedes creer lo que la gente dice”. Su posición es de una lógica contundente, a pesar de que él prestase mucha atención al camarero cuando le recitó los platos especiales de la casa. Las personas a menudo no reflexionan detenidamente, y muchas veces mienten. Pero, al contrario de lo que opina Becker, esto no es razón para pasar por alto sus palabras. Sí hay que recelar de lo que la gente dice cuando habla sin pensar o cuando tiene incentivos para mentir, pero escuchar resulta siempre más informativo que taparse los oídos. A fin de cuentas, las personas pueden mentir, pero también saben detectar las mentiras. La psicología experimental documenta casos en los que los mentirosos se delatan a través de su comportamiento o de las contradicciones de sus relatos.
 En cuanto empezamos a tener en cuenta seriamente los testimonios de las personas, los casos de preferencias entre convicciones son abundantes, porque la gente no los silencia. Considere las palabras del filósofo George Berkeley:
  Puedo fácilmente pasar por alto cualesquiera de mis actuales pesadumbres cuando medito el hecho de que está en mi mano la posibilidad de ser feliz de aquí a mil años. De no ser por tal reflexión, preferiría ser una ostra a un hombre.
 El propio Paul Samuelson se deleita en su revelación keynesiana y cita a Wordsworth con aquiescencia para poder captar su propio gozo en la Teoría general:
  Estar vivo en aquella alborada era puro júbilo,
  ¡pero ser joven era el cielo mismo!
  Muchas autobiografías describen el dolor que provoca tener que abandonar ideas que en el pasado dieron sentido a las vidas de sus autores. Tal y como lo expresa Whittaker Chambers:
  Un esfuerzo tan gigantesco, aparte de los riesgos físicos y para la vida diaria que conlleva, no se puede dar sin una intensa turbación espiritual. Nadie puede desandar a la ligera el rumbo que la fe que ha seguido durante toda una vida adulta le ha marcado, mantenido de forma inexorable hasta rebasar el límite de lo criminal. Sólo puede desandarse haciendo uso de una violencia mayor que la de la fe que se repudia.
  No es de extrañar que, según sus propias palabras, Chambers rompiese con el comunismo de modo “lento, de mala gana, agónico”. Para Arthur Koestler, el abandono de su fe constituyó un “harakiri emocional”. Además añade: “Los que fueron seducidos por la mayor quimera de nuestra época y han vivido según su moral y su perversión intelectual, o bien se entregan a una adicción nueva de sentido contrario o bien están condenados a la pena de soportar una resaca de por vida”. Richard Wright se aflige porque: “Yo sentía en el fondo de mi corazón que nunca volvería a experimentar esa sencilla y penetrante percepción de la vida, nunca volvería a expresar unas esperanzas tan apasionadas, nunca volvería a abrazar con tal entrega ninguna fe”.
 Incluso en las enfermedades mentales, el anhelo de esperanza y fantasía desempeña un papel importante. Según su biógrafo, el premio nobel y esquizofrénico paranoide John Nash a menudo prefería su mundo fantástico —en el cual él era una figura mesiánica divina— a la dura realidad:
 Para Nash, la recuperación del proceso mental corriente generaba un sentimiento de merma y pérdida. […] Él se refiere a sus periodos de alivio no como a felices retornos a una situación de buena salud, sino como a “intermedios, por así llamarlos, de racionalidad impuesta”.
Mito del votante racional: Amazon.es: Caplan Bryan, Caplan Bryan ...  Los historiadores del pensamiento también aportan a menudo casos de apoyo entusiástico a dogmas sospechosos. Esto es lo que dice Böhm-Bawerk cuando bosqueja el atractivo psicológico de la teoría marxista de la explotación:
  Desplazó la línea del frente de batalla hasta un ámbito en el cual el corazón, además de la razón, está habituado a hablar. Lo que la gente desea creer, eso cree sin ningún reparo. […] Cuando las repercusiones que acarrea una teoría van en la línea de incrementar las demandas de los pobres y disminuir las de los ricos, muchas almas se enfrentarán a dicha teoría con una actitud sesgada desde el principio, de suerte que faltarán al cuidado de aplicar la agudeza crítica que normalmente consagrarían a un análisis que requiriese de conformidad científica. Por supuesto, huelga decir que las masas se manifestarán devotas de tales doctrinas. La reflexión crítica no es asunto que les preocupe, ni puede serlo; ellas sencillamente siguen la inclinación de sus propios deseos. Creen en la teoría de la explotación porque da acomodo a sus preferencias a pesar de las falsedades que contiene. Y continuarían creyendo en ella aun cuando sus fundamentos científicos fuesen todavía más endebles de lo que ya son.
  Si ninguna de estas vías de verificación de la existencia de creencias preferidas es de su gusto, todavía hay una última: invierta el sentido del razonamiento. El humo indica que, con toda probabilidad, hay fuego. Cuanto más estrafalario resulte un error, más difícil será atribuirlo a falta de información. Si uno de sus amigos cree ser Napoleón, es posible que haya pistas engañosas en cantidad suficiente como para convencer a cualquiera de nosotros. Pero resulta tremendamente sospechoso que adopte en concreto la complaciente opinión de ser una figura principal en la historia universal en lugar de, digamos, el ayuda de cámara de Napoleón. Pues bien, suponga ahora que una persona contempla el comercio como un juego de suma cero. Puesto que cada día su experiencia es la contraria, resulta muy difícil achacar su error a falta de información. Lo más verosímil será, al igual que hace quien achaca la derrota de su equipo al juego sucio, que considerar el comercio como una forma de disfrazar la explotación disipa las inquietudes de aquellos a quienes desagradan los resultados que el mercado produce.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ininsfree, 2018, en traducción de Miguel Vicuña, pp. 142-147. ISBN: 978-1909870369.]

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