1.-Tonada de la calle larga
«Por la Calle Larga iban y venían los rostros, las mercaderías, las
gentes, los enseres; los nombres y apellidos, los apodos que eran como el
nombre del nombre; los viejos memoriosos, las vecinas parlantes, el vecindario
de antes y los recién llegados a afincarse en el Barrio, los saludos rituales,
los entierros.
Por ahí, inevitablemente, pasaban los adultos con historia, algunos
perdularios, la fauna marginal que se hacinaba en el recodo perverso de mi
barrio la Media Luna, donde convivíamos pacíficos obreros, lavanderas,
modistas, peones de todo oficio, macrós,
prostitutas, rateros y donde me estrené de hombre con La Dejada, una noche que
venía de pelar la pava en la esquina y ella estaba en la puerta de su pieza,
como siempre, y pidiéndome un cigarrillo se puso a contarme que a Don José, el
Hormiga —mi marido, dijo—, se lo habían llevado esa tarde y que, seguramente,
ahora tendría para rato.
—Porqué no pasa, dijo.
Y yo le expliqué temblando que sólo tenía un peso en monedas, cuando más
y ella dijo:
—No importa.
Y ahí me enseñó, me tranquilizó, me hundió en el misterio infinito de su
cuerpo de mujer usada y después me explicó que ella sólo tenía el gustazo con
su marido y no con los clientes, pero que esa noche sí porque yo debutaba,
aunque si Don José, el Hormiga, lo sabía, nos mataba a los dos:
—Porque lo pi’or que le puede pasar a un hombre es que le gorreen,
joven.
Era por los atardeceres de la Calle Larga, primera penumbra, olor a
patios regados, que solía pasar Almirón, el ebanista, ajustado traje negro,
zapato de tacón alto, impecable como un futre, una mano en el bolsillo del
pantalón bombilla y la otra, balanceando en la cadencia del brazo que
acompañaba su modo de caminar ladeado, al modo de un compadrito salido de un
tango de Villoldo o Celedonio Flores, chambergo volcado sobre el ojo derecho,
insólito entre el polvo folklórico de este barrio secado a los solazos, donde
menudeaban las botas, las bombachas paisanas, el overol y las alpargatas
directamente proletarias. Pasaba pisando en una franja de misterio, como hacia
el Centro siempre y saludaba con una venia corta al coro de muchachones que,
sin saber porqué, callábamos a su paso, respetuosos de su exilio en la tierra,
él, que se nos antojaba venido del Patio de la Morocha, por lo menos, o de lo
del mitológico Hansen y acaso yendo, cada tarde, a apurar un trago con Gardel
en algún estaño atrabiliario del Barrio del Abasto.
—¡Ahí va Almirón…!
Decíamos en una media voz admirativa, una admiración que creció de
asombro hasta la copa de los Carolinos que bordeaban la calle, cuando supimos
—nunca supimos por boca de quien— que Almirón, el mítico peatón de los
anocheceres de la Calle Larga, era comunista. Entonces, para nosotros, el
misterio tuvo otro misterio que seguía a Almirón calle arriba, entre
adivinaciones:
—Son como los Masones: no creen en Dios.
—¿Y en qué creen?
—En nada.
—¿Cómo no van a creer en nada…?
—Los Masones creen en el diablo.
—Estos tampoco creen en el diablo.
—No hay nadies que no crea en nada.
Y él seguía subiendo por el misterio, calle arriba.
Por esa Calle Larga, había corrido mi niñez entre juegos, peleas y
oficios de la intemperie —diariero, changador, lustra bota—, huérfano de padre
muerto en pelea, estaqueado por el frío de las madrugadas de julio, cuando a
las cuatro de la mañana iba a sacar los diarios que mal vendía trepado a los
tranvías cansinos de la ciudad vieja, esos tranvías que cuando pasaron por
primera vez atronando el silencio provinciano la gente se había echado a las
calles gritando:
—¡Tiembla!
Según los recuerdos de mi madre. La vieja ciudad que recorrí palmo a
palmo mientras la pavimentaban, llevándole el almuerzo a uno de los obreros,
conchabado por la novia que me pagaba siete pesos por mes. Así que le seguí la
pavimentación cuadra por cuadra, hasta llegar años después a saberla de
memoria: barrio por barrio, calle por calle, sin omitir el más oscuro e
intrincado rincón de la ciudad en la que recalaba por las tardes y hasta bien
entrada la noche con mi cajón de lustrar; demorándome en los cafetines para
calentar el cuerpo, hasta que no quedaban en ellos sino los viejos jubilados,
agitando los cubiletes de los dados donde la muerte hacía un ruido a huesos que
helaba la sangre.
Por esta Calle Larga fui y volví, alucinado o sonso, aprendiéndome de
memoria el Martin Fierro, deletreando a Góngora, comiéndome a Garcilaso,
desentrañando a manotazos el viejo español de Quevedo, el giro de sus frases
alucinantes cuando me picó el bicho de la lectura a troche moche, tal, que fui
a la Biblioteca Principal de la Provincia y empecé por el primer libro del
primer estante, hasta que el sorprendido encargado me dijo un día:
—Usted joven lee sin ton ni son.
Y era cierto. Porque en la hilera me daba con Fisiología del Placer de Mantegazza, El Genio de Bovio, La Divina
Comedia, un libro enorme con ilustraciones de Doré o Así hablaba Zaratustra de Nietzche, todo en remolino, a lo toro,
como quien carga bolsas de cultura y las estiba en los insomnios de las noches
alumbradas a velas. O revolviendo librerías de viejos. O pidiendo prestado. O
dándose con el milagro de encontrar dos tomos del Quijote en un tacho de basura, edición facsimilar de la primera de
gruesa tipografía y en lengua romance que traducía noche y día al castellano
que yo tartamudeaba y sin saber ni querer me daba el lujo de leer a Cervantes
en el original. O aquella Literatura Preceptiva que me prestó una señorita a la
que le pintamos la casa con el Mazamorra, donde, como dijo ella, estaban “las
leyes del verso” y me llenó de Manrique, Tirso de Molina, Lope de Vega, hasta
andar como tonto o sonámbulo, sea porque andaba todo el día atravesado por sus
tempestades o porque leyendo, dormía dos horas por noche o no dormía y el
capataz de la obra me tenía que decir dos veces qué tenía que hacer. Así, a
brazadas de náufrago, a cabezazos de tinieblas, a remolinos de luz y sombra di
con Rubén Darío y me quedé en ayunas largos meses y un día revolviendo títulos
en la librería de Don Fernández me topé con Walt Whitman, cuyas Hojas de
Hierbas desentrañé una mañana en que iba para la obra. Era una de esas mañanas
transparentes del oeste en las que se le ve la pelusa al aire y de entre sus
versos vi asomar sus largas barbas patriarcales, su hermandad gigantesca, su
colosal amor por todo lo que vive y gira y hierve y huele y canta y quema y
duele y grita y muere. Me tiré en el pasto de las orillas del Canal y el uso
bárbaro de su idioma me rompió los sonetos y un plumerío de madrigales y
romancillos volaron por el aire y toda la preceptiva aprendida de memoria se me
derrumbó estrepitosamente dejándome desnudo, intacto. Adán de una cultura que
iba a empezar de nuevo en mi conciencia para no cesar ya nunca, porque entre
las barbas de Walt entreví que yo también, uno entre millones, podía usar la
palabra a partir de mí mismo. Y dejé el box y los boliches del día de pago y
las corajeadas inútiles y los bailes de los sábados porque ya en la puerta de
la juventud, el hambre de saber venía a sustituir al viejo hambre del hambre
por el que me había probado en las cosechas de frutas, los “piques” esporádicos
de la Estación de Cargas o los obrajes de arriba, en la cordillera, donde
pagaban más pero había que estar dos o tres meses «sin verle la cara a Dios»,
porque a esas alturas, entre peones y soldados, ni equivocando el camino subían
las mujeres.
Por esta Calle Larga, salí un amanecer a cumplir dos años de Servicio
militar en la Marina, haciendo crujir la escarcha a mi paso, porque ese día y
calle arriba, el mundo me había abierto las puertas de par en par.
Por esta Calle Larga vuelvo, como un niño al regazo; ensimismado volvía,
dolido, lastimado por la noticia de la muerte del Compadre que me adelantó Eloy
en su carta última —El Compadre, semejante hechura de hombre, muerto en una
sonsa pelea de boliche—; una lastimadura cierta y honda, porque yo lo quería
como a pocos al Compadre. Por esta Calle Larga vuelvo, con una licencia larga
de la Baja del Servicio, a recuperar en estos treinta días lo sido y lo vivido,
a reunir el alma y los amigos, antes de volver a engancharme definitivamente
como voluntario y dejar para siempre este sol que me atormentaba en los veranos
de pico y pala y que ahora, en el regreso, parece el abrazo de un viejo amigo,
paternal, luminoso, tanto, que hasta parece mentira que yo lo haya odiado
alguna vez.
Y es que ya he visto el mar y el mundo allende, porque me ligué el viaje
de los Cadetes de la Vieja y Gloriosa Fragata Sarmiento y los puertos de otras
tierras me han agrandado los ojos y tengo, a partir del enganche, un trabajo
seguro para que la vieja no padezca más necesidades y salgamos de este tierral
al sol donde uno termina su vida como lonja de charqui, si es que la muerte no
lo deja llegar a viejo y le sale antes, cuchillo en mano, como al pobre viejo
mío sin que haya visto el mundo más allá del Canal-Zanjón o al mismo Compadre
que ha venido a desangrar sus días en una pelea de boliche.
Por esta Calle Larga vuelvo trayendo intacta esta ansiedad por la vida
que me llevé hace dos años, pero ahora con un futuro por delante, aunque esta
lágrima se me venga abajo y me haga mirar toda nuestra pobreza raída y
provinciana de un modo transparente y la ternura pase sin saludarme, sin
reconocerme, porque vengo vestido de futre y acaso en algún lugar de mí o de
ellos, ya haya comenzado a ser otro, un no sé quién que llora porque, calle
abajo, ya le están ladrando los perros, ya.»
[El texto pertenece
a la edición en español de Ediciones Albia, 1979, pp. 26-30. ISBN: 978-8474360158.]
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