domingo, 9 de abril de 2023

La otra parte.- Alfred Kubin (1877-1959)


Alfred Kubin - Wikipedia, la enciclopedia libre
Perla

Capítulo III: La vida cotidiana
IV

  «Quisiera ilustrar ahora nuestra actividad financiera con ayuda de algunos ejemplos. Uno de los primeros días que pasamos en Perla se me antojó comprar un plano de la ciudad. Me dirigí a una de las grandes tiendas de objetos usados que había en nuestra calle. (Me parece que fue la de Max Blumenstich, que quedaba al lado.)
  —¿Un plano de la ciudad? Los nuevos todavía no han llegado, pero me imagino que una edición antigua le será igualmente útil, ¿verdad? —luego, el dependiente empezó a hurgar y rebuscar entre un revoltijo de cornamentas de ciervo, arañas de cristal y cofres antiguos, pero no encontró absolutamente nada. Por último me trajo un horrible tintero de bronce colado.
  —¡Llévese esto, seguro que lo necesita! ¡Tiene que comprarlo, es una necesidad! Setenta y dos florines solamente —y, con voz zalamera, sacó a relucir todas sus artes persuasivas. Yo le di un florín y recibí una tijera de uñas por añadidura. Los recién llegados querían aprovechar estas circunstancias para hacer su negocio, pero pronto se percataban de que no habían contado con la huéspeda. El Hado de los sueños era implacable: toda riqueza acumulada con avidez se desvanecía en un abrir y cerrar de ojos. Así por ejemplo, los más listos tenían que pagar precios exorbitantes por una serie de artículos de primera necesidad, de lo contrario les llovían los mandatos postales, que, de ser rechazados, traían consigo nuevas calamidades. Enfermedades, por ejemplo, y los honorarios de los médicos eran entonces elevadísimos. Surgían acreedores que nunca le habían prestado nada a uno y, sin embargo, reclamaban su dinero. Y no había manera de protegerse contra ellos, pues presentaban testigos en el acto. De este modo se compensaba siempre una cosa con la otra, y nadie obtenía beneficios ni sufría pérdidas en aquel extraño universo transaccional. El invisible calculador no transigía nunca. En cuanto hube comprendido el insólito mecanismo, las cosas empezaron a marchar bien para mí.
  Catorce días después de nuestra llegada vino a vernos un criado de librea. Su amo —y mencionó un apellido altisonante— esperaba con impaciencia los cinco dibujos que me había comprado: él tenía el encargo de recogerlos. ¿Qué podía hacer yo? Envolví cinco de mis mejores apuntes y además escribí una amable carta, presentándole mis excusas. ¿Adónde se dirigían aquellas cosas? No tenía la menor idea.
  Diariamente visitaba el Café situado en la acera de enfrente. En cierta ocasión, cuando volví a casa, mi mujer me señaló una canasta gigantesca y repleta de espléndidas verduras, espárragos, coliflores, fruta de primera calidad y hasta dos perdices.
  —Lo compré todo en el mercado de verduras. Adivina cuánto me ha costado —me preguntó en tono de júbilo.
  —¿Cuánto?
  —Veinte kreutzers todo.
  Entonces di un respingo y le confesé que, en el Café, había tenido que pagar cinco florines por una caja de cerillas.
  Tan pronto tenía uno miles en los bolsillos, como podía hallarse sin un céntimo. Después de todo, sin dinero tampoco se pasaba tan mal. Bastaba con hacer como si se estuviera dando algo. En algunas ocasiones hasta se podía correr el riesgo de aceptar algo a cambio de nada. Todo era siempre compensado.
 Allí las ilusiones eran simple y llanamente realidades. Lo maravilloso del caso era que aquellas quimeras surgían al mismo tiempo en varios cerebros. La gente acababa por verse seriamente comprometida en sus sugestiones.
  Quisiera citar un caso típico. Un próspero padre de familia se despierta una mañana convencido de estar en la miseria más absoluta. Su esposa se pone a llorar y sus amigos lo compadecen. Ya llega el ejecutor del auto de embargo, se procede a subastar el inmueble y tal vez el nuevo propietario se instale aquel mismo día. Varios mozos de cuerda mudan los enseres más indispensables del ex propietario a una casucha destartalada y paupérrima. Sin embargo, al cabo de un mes todo habrá vuelto a arreglarse, pues no faltarán nuevas circunstancias dichosas.
  Las clases altas llevaban, claro está, un tren de vida lujosísimo. Sus infortunios, tan evidentes como su opulencia, se daban a otro nivel. De ahí que la envidia de clases no prosperase de manera especial. Cada cual vivía consagrado a su trabajo y tenía sus propias alegrías y pesares. Uno podía darse por satisfecho si las cosas marchaban a medias. En todo caso, lo cierto es que los habitantes del Reino amaban su país y su ciudad. Yo trabajaba ya como dibujante del Espejo de los sueños y, en el ínterin, había realizado varios intentos —al comienzo totalmente infructuosos— por hacerle una visita a mi amigo Patera.
  Lamentablemente, toda clase de barreras se oponían siempre a la realización de mi deseo. Una vez me dijeron que el Amo estaba tan ocupado en sus asuntos que tenían orden de no dejar pasar a nadie. En otra ocasión había salido de viaje: realmente, era como si algún duende diabólico hubiese tomado cartas en el asunto. Un día oí decir que en el Archivo daban tarjetas especiales para solicitar audiencia. Allí me dirigí, pues, sintiéndome tan culpable como un sedicioso cuando atravesé el gran portón revestido de escudos de armas. El portero estaba durmiendo. Traté de orientarme por mi cuenta y riesgo y penetré en una espaciosa antesala, donde había entre diez y doce ordenanzas.
  Pasé totalmente inadvertido por espacio de un cuarto de hora, como si hubiera sido invisible. Por último, uno de los empleados me preguntó en tono molesto qué quería, pero en vez de aguardar mi respuesta prosiguió su interrumpida conversación con uno de sus vecinos. Otro, sin duda un poco más condescendiente, se inclinó hacia mí inquiriendo sobre mis propósitos, mientras su rostro ajado y amarillento se cubría de severas arrugas. Luego aspiró unas cuantas bocanadas de su larga pipa y, señalándome con ella la habitación contigua, dijo:
  —¡Ahí dentro!
  Un cartel colgado en la puerta decía: ¡No llamar!, y “ahí dentro” había un hombre durmiendo. Bromas aparte, tuve que toser tres veces hasta que la extrema rigidez de su postura, que evocaba la de una persona sumida en profundas cavilaciones, adquiriera algún signo de vida. Luego fui recorrido por una mirada de solemne desprecio y una voz ronca exclamó:
  —¿Qué quiere usted? ¿Tiene cita con alguien? ¿Qué documentos lleva consigo?
  Allí no eran tan lacónicos como afuera, sino que, por el contrario, las informaciones afluyeron como un torrente:
  —Para obtener una solicitud de audiencia necesita usted, además de sus partidas de nacimiento, bautismo y matrimonio, el certificado de escolaridad de su padre y el de vacunación de su madre. En el corredor de la izquierda, oficina número dieciséis, tendrá que efectuar su declaración de bienes, grado de instrucción y condecoraciones obtenidas. Un certificado de buena conducta de su suegro sería también deseable, aunque no constituya requisito indispensable.
  A renglón seguido hizo un gesto altanero con la cabeza, volvió a inclinarse profundamente sobre la mesa y se puso a escribir, según pude constatar, con una pluma seca. Yo permanecí de pie, totalmente perplejo. “Por suerte no tenía que presentar también todas las facturas saldadas”. En medio de mi confusión acerté a tartamudear:
  —Tal vez me resulte imposible presentar todo lo que me exigen. Sólo tengo aquí mi pasaporte. Yo vine como huésped de Patera. Mi nombre es fulano de tal.
  No bien hube dicho estas palabras, me llevé un verdadero susto; el inflexible empleado se puso en pie de un salto:
  —Le pido mil disculpas. ¡Hace tiempo que le esperábamos! Le conduciré de inmediato al despacho de Su Excelencia.
  Se había convertido en la cortesía misma. ¿Debía creer aquello de los dos corazones latiendo bajo un solo pecho? ¡No lograba entender absolutamente nada!
  Comenzó entonces un interminable peregrinaje por pasillos desiertos, oficinas donde la gente se incorporaba precipitadamente al vernos entrar, como si los hubiéramos cogido por sorpresa, salas vacías y gabinetes repletos hasta el techo de actas y expedientes. Finalmente llegamos a una gran sala de espera, en la que había una variadísima gama de personajes sentados en semicírculo. Mi guía y yo fuimos introducidos al instante a una especie de sancta-sanctorum. Su Excelencia estaba allí sentado, solo, y esperaba. Pese a sus obsequiosas reverencias, el pobre empleado fue reprendido en términos bastante duros y desapareció.
  Su Excelencia era un hombre sumamente distinguido, lo que podía conjeturarse ya por el mobiliario de la estancia. Pero no sólo por esto, no; también había cosas que llamaban la atención en su persona. Por ejemplo, sus vestimentas hallábanse profusamente recamadas de oro y lucían una larga serie de distinciones honoríficas de todo tipo. Una ancha banda roja le cruzaba el pecho en diagonal. No podría decir con seguridad si en otras partes del cuerpo también llevaba condecoraciones. Es probable que sí. En todo caso, yo nunca se las he visto.
  Estábamos solos. A diferencia de los otros funcionarios del Archivo, éste era bastante amable. Me encanto su extrema benevolencia. Después de haberme escuchado, replicó en tono condescendiente:
  —¡Por supuesto que sí, mi estimado señor! La solicitud le será enviada de inmediato —luego se levantó y empezó a hablar mecánicamente, como dirigiéndose a un público:
  —¡Señores! ¡Señores! En interés del bienestar público y en salvaguardia de nuestro propio prestigio, el gobierno ha decidido reconocer vuestra plena y absoluta responsabilidad. No tengo reparo alguno en presentar todas vuestras solicitudes ante la Instancia suprema. En lo que respecta al socorro de la indigencia, siempre encontraréis en mí a un amigo dispuesto a ayudaros. Nuestro próximo objetivo ha de ser el mejoramiento de nuestro mundo teatral, tarea en la que espero contar con vuestra decidida colaboración. Las experiencias por las que hemos pasado al liberalizar ciertas instituciones en el Barrio francés nos garantizan… señores… estoy convencido de dirigirme a ustedes desde el fondo de mi alma. Si… si… si…
  El orador perdió el hilo repentinamente, y me lanzó una mirada fría y de total aturdimiento. Lo ayudé a salir de su atolladero despidiéndome de él entre grandes reverencias y expresiones de gratitud. En el fondo de mi corazón no sentía el menor respeto por el Archivo, y nunca más volví a interrumpir su tranquilidad.
  Lo que me tocó vivir allí sólo les pasaba a los recién llegados. Mientras siguiera aquel camino, no obtendría nunca algo positivo. Las solicitudes más urgentes eran rechazadas por presentar errores formales de escasísima importancia. Por ese lado, uno podía tener la absoluta seguridad de que sus proyectos serían siempre desbaratados. Fue así como la solicitud de audiencia me fue, efectivamente, enviada, pero al día siguiente me informaron de que ya había caducado.
  Todo aquello servía, en el Estado de los sueños, para crear simple y llanamente la ilusión paródica de un cuerpo administrativo organizado. Si hubieran suprimido el Archivo las cosas no habrían marchado mejor ni peor. Aquellas enormes pilas de expedientes —adquiridos en todos los rincones del mundo— no tenían nada que ver con el Reino de los sueños. Para decirlo sin mayores rodeos: esa atmósfera impregnada de papeles polvorientos era necesaria para producir una variedad especial del homo sapiens, que habría de aportar su nota de color a la policromía del conjunto.
  El verdadero gobierno estaba en otra parte. Tras estas experiencias abandoné por un tiempo la idea de la visita, ya que, además, otras cosas acapararon totalmente mi atención.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Siruela, 1988, en traducción de Juan José del Solar, pp. 52-57. ISBN:  978-8478440016.]

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