Perla
Capítulo III: La vida cotidiana
IV
«Quisiera ilustrar ahora nuestra actividad financiera con ayuda de
algunos ejemplos. Uno de los primeros días que pasamos en Perla se me antojó
comprar un plano de la ciudad. Me dirigí a una de las grandes tiendas de
objetos usados que había en nuestra calle. (Me parece que fue la de Max
Blumenstich, que quedaba al lado.)
—¿Un plano de la ciudad? Los nuevos todavía no han llegado, pero me
imagino que una edición antigua le será igualmente útil, ¿verdad? —luego, el
dependiente empezó a hurgar y rebuscar entre un revoltijo de cornamentas de
ciervo, arañas de cristal y cofres antiguos, pero no encontró absolutamente
nada. Por último me trajo un horrible tintero de bronce colado.
—¡Llévese esto, seguro que lo necesita! ¡Tiene que comprarlo, es una
necesidad! Setenta y dos florines solamente —y, con voz zalamera, sacó a
relucir todas sus artes persuasivas. Yo le di un florín y recibí una tijera de
uñas por añadidura. Los recién llegados querían aprovechar estas circunstancias
para hacer su negocio, pero pronto se percataban de que no habían contado con
la huéspeda. El Hado de los sueños era implacable: toda riqueza acumulada con
avidez se desvanecía en un abrir y cerrar de ojos. Así por ejemplo, los más
listos tenían que pagar precios exorbitantes por una serie de artículos de
primera necesidad, de lo contrario les llovían los mandatos postales, que, de
ser rechazados, traían consigo nuevas calamidades. Enfermedades, por ejemplo, y
los honorarios de los médicos eran entonces elevadísimos. Surgían acreedores
que nunca le habían prestado nada a uno y, sin embargo, reclamaban su dinero. Y
no había manera de protegerse contra ellos, pues presentaban testigos en el
acto. De este modo se compensaba siempre una cosa con la otra, y nadie obtenía
beneficios ni sufría pérdidas en aquel extraño universo transaccional. El
invisible calculador no transigía nunca. En cuanto hube comprendido el insólito
mecanismo, las cosas empezaron a marchar bien para mí.
Catorce días después de nuestra llegada vino a vernos un criado de
librea. Su amo —y mencionó un apellido altisonante— esperaba con impaciencia
los cinco dibujos que me había comprado: él tenía el encargo de recogerlos.
¿Qué podía hacer yo? Envolví cinco de mis mejores apuntes y además escribí una
amable carta, presentándole mis excusas. ¿Adónde se dirigían aquellas cosas? No
tenía la menor idea.
Diariamente visitaba el Café situado en la acera de enfrente. En cierta
ocasión, cuando volví a casa, mi mujer me señaló una canasta gigantesca y
repleta de espléndidas verduras, espárragos, coliflores, fruta de primera
calidad y hasta dos perdices.
—Lo compré todo en el mercado de verduras. Adivina cuánto me ha costado
—me preguntó en tono de júbilo.
—¿Cuánto?
—Veinte kreutzers todo.
Entonces di un respingo y le confesé que, en el Café, había tenido que
pagar cinco florines por una caja de cerillas.
Tan pronto tenía uno miles en los bolsillos, como podía hallarse sin un
céntimo. Después de todo, sin dinero tampoco se pasaba tan mal. Bastaba con
hacer como si se estuviera dando algo. En algunas ocasiones hasta se podía
correr el riesgo de aceptar algo a cambio de nada. Todo era siempre compensado.
Quisiera citar un caso típico. Un próspero padre de familia se despierta
una mañana convencido de estar en la miseria más absoluta. Su esposa se pone a
llorar y sus amigos lo compadecen. Ya llega el ejecutor del auto de embargo, se
procede a subastar el inmueble y tal vez el nuevo propietario se instale aquel
mismo día. Varios mozos de cuerda mudan los enseres más indispensables del ex
propietario a una casucha destartalada y paupérrima. Sin embargo, al cabo de un
mes todo habrá vuelto a arreglarse, pues no faltarán nuevas circunstancias
dichosas.
Las clases altas llevaban, claro está, un tren de vida lujosísimo. Sus
infortunios, tan evidentes como su opulencia, se daban a otro nivel. De ahí que
la envidia de clases no prosperase de manera especial. Cada cual vivía
consagrado a su trabajo y tenía sus propias alegrías y pesares. Uno podía darse
por satisfecho si las cosas marchaban a medias. En todo caso, lo cierto es que
los habitantes del Reino amaban su país y su ciudad. Yo trabajaba ya como
dibujante del Espejo de los sueños y, en el ínterin, había realizado varios
intentos —al comienzo totalmente infructuosos— por hacerle una visita a mi
amigo Patera.
Lamentablemente, toda clase de barreras se oponían siempre a la
realización de mi deseo. Una vez me dijeron que el Amo estaba tan ocupado en
sus asuntos que tenían orden de no dejar pasar a nadie. En otra ocasión había
salido de viaje: realmente, era como si algún duende diabólico hubiese tomado
cartas en el asunto. Un día oí decir que en el Archivo daban tarjetas
especiales para solicitar audiencia. Allí me dirigí, pues, sintiéndome tan culpable
como un sedicioso cuando atravesé el gran portón revestido de escudos de armas.
El portero estaba durmiendo. Traté de orientarme por mi cuenta y riesgo y
penetré en una espaciosa antesala, donde había entre diez y doce ordenanzas.
Pasé totalmente inadvertido por espacio de un cuarto de hora, como si
hubiera sido invisible. Por último, uno de los empleados me preguntó en tono
molesto qué quería, pero en vez de aguardar mi respuesta prosiguió su
interrumpida conversación con uno de sus vecinos. Otro, sin duda un poco más
condescendiente, se inclinó hacia mí inquiriendo sobre mis propósitos, mientras
su rostro ajado y amarillento se cubría de severas arrugas. Luego aspiró unas
cuantas bocanadas de su larga pipa y, señalándome con ella la habitación contigua,
dijo:
—¡Ahí dentro!
Un cartel colgado en la puerta decía: ¡No llamar!, y “ahí dentro” había
un hombre durmiendo. Bromas aparte, tuve que toser tres veces hasta que la
extrema rigidez de su postura, que evocaba la de una persona sumida en profundas
cavilaciones, adquiriera algún signo de vida. Luego fui recorrido por una
mirada de solemne desprecio y una voz ronca exclamó:
—¿Qué quiere usted? ¿Tiene cita con alguien? ¿Qué documentos lleva
consigo?
Allí no eran tan lacónicos como afuera, sino que, por el contrario, las
informaciones afluyeron como un torrente:
—Para obtener una solicitud de audiencia necesita usted, además de sus
partidas de nacimiento, bautismo y matrimonio, el certificado de escolaridad de
su padre y el de vacunación de su madre. En el corredor de la izquierda,
oficina número dieciséis, tendrá que efectuar su declaración de bienes, grado
de instrucción y condecoraciones obtenidas. Un certificado de buena conducta de
su suegro sería también deseable, aunque no constituya requisito indispensable.
—Tal vez me resulte imposible presentar todo lo que me exigen. Sólo
tengo aquí mi pasaporte. Yo vine como huésped de Patera. Mi nombre es fulano de
tal.
No bien hube dicho estas palabras, me llevé un verdadero susto; el
inflexible empleado se puso en pie de un salto:
—Le pido mil disculpas. ¡Hace tiempo que le esperábamos! Le conduciré de
inmediato al despacho de Su Excelencia.
Se había convertido en la cortesía misma. ¿Debía creer aquello de los
dos corazones latiendo bajo un solo pecho? ¡No lograba entender absolutamente
nada!
Comenzó entonces un interminable peregrinaje por pasillos desiertos,
oficinas donde la gente se incorporaba precipitadamente al vernos entrar, como
si los hubiéramos cogido por sorpresa, salas vacías y gabinetes repletos hasta
el techo de actas y expedientes. Finalmente llegamos a una gran sala de espera,
en la que había una variadísima gama de personajes sentados en semicírculo. Mi
guía y yo fuimos introducidos al instante a una especie de sancta-sanctorum. Su Excelencia estaba allí sentado, solo, y
esperaba. Pese a sus obsequiosas reverencias, el pobre empleado fue reprendido
en términos bastante duros y desapareció.
Su Excelencia era un hombre sumamente distinguido, lo que podía
conjeturarse ya por el mobiliario de la estancia. Pero no sólo por esto, no;
también había cosas que llamaban la atención en su persona. Por ejemplo, sus
vestimentas hallábanse profusamente recamadas de oro y lucían una larga serie
de distinciones honoríficas de todo tipo. Una ancha banda roja le cruzaba el
pecho en diagonal. No podría decir con seguridad si en otras partes del cuerpo
también llevaba condecoraciones. Es probable que sí. En todo caso, yo nunca se
las he visto.
Estábamos solos. A diferencia de los otros funcionarios del Archivo,
éste era bastante amable. Me encanto su extrema benevolencia. Después de
haberme escuchado, replicó en tono condescendiente:
—¡Por supuesto que sí, mi estimado señor! La solicitud le será enviada
de inmediato —luego se levantó y empezó a hablar mecánicamente, como
dirigiéndose a un público:
—¡Señores! ¡Señores! En interés del bienestar público y en salvaguardia
de nuestro propio prestigio, el gobierno ha decidido reconocer vuestra plena y
absoluta responsabilidad. No tengo reparo alguno en presentar todas vuestras
solicitudes ante la Instancia suprema. En lo que respecta al socorro de la
indigencia, siempre encontraréis en mí a un amigo dispuesto a ayudaros. Nuestro
próximo objetivo ha de ser el mejoramiento de nuestro mundo teatral, tarea en
la que espero contar con vuestra decidida colaboración. Las experiencias por
las que hemos pasado al liberalizar ciertas instituciones en el Barrio francés
nos garantizan… señores… estoy convencido de dirigirme a ustedes desde el fondo
de mi alma. Si… si… si…
El orador perdió el hilo repentinamente, y me lanzó una mirada fría y de
total aturdimiento. Lo ayudé a salir de su atolladero despidiéndome de él entre
grandes reverencias y expresiones de gratitud. En el fondo de mi corazón no
sentía el menor respeto por el Archivo, y nunca más volví a interrumpir su
tranquilidad.
Lo que me tocó vivir allí sólo les pasaba a los recién llegados.
Mientras siguiera aquel camino, no obtendría nunca algo positivo. Las
solicitudes más urgentes eran rechazadas por presentar errores formales de
escasísima importancia. Por ese lado, uno podía tener la absoluta seguridad de
que sus proyectos serían siempre desbaratados. Fue así como la solicitud de
audiencia me fue, efectivamente, enviada, pero al día siguiente me informaron
de que ya había caducado.
Todo aquello servía, en el Estado de los sueños, para crear simple y
llanamente la ilusión paródica de un cuerpo administrativo organizado. Si
hubieran suprimido el Archivo las cosas no habrían marchado mejor ni peor.
Aquellas enormes pilas de expedientes —adquiridos en todos los rincones del
mundo— no tenían nada que ver con el Reino de los sueños. Para decirlo sin
mayores rodeos: esa atmósfera impregnada de papeles polvorientos era necesaria
para producir una variedad especial del homo sapiens, que habría de aportar su
nota de color a la policromía del conjunto.
El verdadero gobierno estaba en otra parte. Tras estas experiencias
abandoné por un tiempo la idea de la visita, ya que, además, otras cosas
acapararon totalmente mi atención.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Siruela, 1988, en
traducción de Juan José del Solar, pp. 52-57. ISBN: 978-8478440016.]
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