V.- De las negociaciones de paz en el campo de batalla y de los muchos
regalos que allí dispuso el rey vencido. De cómo Ruodlieb recibió una carta y
deseó regresar a su patria. De los Doce Consejos de Oro que le dio el gran rey
como pago a sus servicios
«Así habló y ordenó a uno de sus siervos que llamasen al caballero a su
presencia. Aquél le llamó sin demorarse y Ruodlieb llegose al punto ante el
soberano. Tras mantenerse en silencio durante un momento, el rey le dijo piadosamente:
“Forzadamente y no de mi grado, querido mío, te permitiré alejarte de
mí. Siempre estabas preparado y en todo actuabas con diligencia. Por ello he de
mostrar hacia ti, mi buen amigo, la mayor gratitud. No has suscitado odios,
sino que todo el pueblo te ama. Pero, ea, dime ahora en verdad, mi más amado
súbdito, ¿he de otorgarte un premio en forma de dinero, o prefieres que te dé
sabiduría?”.
Y el caballero sopesó cuidadosamente la respuesta más apropiada:
“No deseo” —dijo— “lo que la costumbre estima que equivale al honor: las
riquezas, cuando son de todos sabidas, causan grandes insidias, pues la pobreza
obliga a muchos desventurados a hacerse ladrones; además, el dinero engendra la
envidia entre los parientes y los amigos. Asimismo incita al hermano a romper
los lazos de la lealtad. Mil veces mejor es carecer de dinero conservando el
buen juicio, y aquel que se afana por florecer en la santa sabiduría siempre
tendrá oro y plata en cantidades suficientes, siempre logrará lo que se
proponga, porque posee abundantes armas interiores. Recuerdo haber visto a
menudo a muchos insensatos que vivían en la indigencia o degenerados en el
vicio por haber perdido de la forma más estúpida todos sus bienes. Es evidente
que a éstos su riqueza no les ayudó, sino que les perjudicó.
Por ello más bien habéis de enseñarme vuestro saber, que será tan
querido para mí como si alguien me diera diez libras, si es que soy capaz de
usarlo rectamente y no soy indigno de ello. Nadie me lo arrebatará jamás ni se
enemistará conmigo o me odiará por su causa, y ningún ladrón querrá darme
muerte en emboscada por ello. La riqueza conviene que se quede en las cámaras
de los reyes y que allí abunde sobremanera. Al hombre sencillo le basta con ser
fuerte y habilidoso. No quiero, pues, dineros, que tengo sed de apurar vuestra
sabiduría”.
Y el rey, al oír estas palabras, se puso en pie y le ordenó:
“Ven conmigo”.
Al punto marcharon a sus aposentos privados y no permitieron que nadie
les siguiera. Allí el rey volvió a sentarse y entonces se puso en pie ante él
su vasallo, el caballero exiliado, al que dirigió estas palabras: “Ahora
escucha desde lo más profundo de tu corazón los Doce Consejos de Oro que te doy
como un verdadero amigo:
I. Que nunca un pelirrojo
llegue a ser un amigo especial para ti. Si alguna vez monta en cólera, no
recordará sus votos de lealtad, pues su ira es impetuosa, cruel y duradera.
Nunca será buen amigo, sino que en todo momento estará ocultando algún engaño
que no podrás evitar y te mancillará como si tocas la pez: difícilmente puedes
limpiarte de ella las uñas.
II. Aunque el sendero que
tomes para atravesar una aldea sea cenagoso y accidentado, nunca te desvíes por
los campos que estén sembrados, no sea que algún villano te vaya a atacar y a
quitarte las riendas tras increparte por haberle dado una respuesta soberbia.
III. Cuando estés en camino y
busques hospedaje, si te encuentras con un anciano que tiene una joven mujer,
no le pidas que te honre con su hospitalidad, pues recaerá sobre ti una gran
sospecha, aunque seas inocente. El anciano temerá y la joven te deseará —pues
así gira la rueda de la fortuna entre ellos—. Pero cuando te encuentres con un
hombre joven que tenga por esposa a una mujer mayor, pídele a él que te
hospede; no te temerá aquel ni te deseará aquella. Ahí estarás seguro y podrás
pernoctar sin causar sospecha alguna.
IV. Si algún conciudadano te
pide que le prestes para arar sus tierras una yegua preñada justo antes de dar
a luz, no se la des, a no ser que quieras echarla a perder, pues perderá el
potrillo si le obligas a arar un terreno.
V. Que no te sea tan caro
ninguno de tus parientes de suerte que le importunes con tu visita demasiado a
menudo, pues más suele agradar lo ocasional que lo acostumbrado. Para el hombre
aquello que es frecuente pronto pierde su valor y se envilece.
VI. Aunque una de tus siervas
sea de hermosura sin par, nunca la trates como a una esposa ni tengas trato de
igual con ella, para que no te menosprecie y te trate con soberbia o acaso vaya
a pensar que debe ocupar un lugar preeminente en la casa, si comparte lecho y
mesa contigo. Pues al comer contigo y al pernoctar a tu lado, querrá al punto
convertirse en la dueña absoluta de todas las cosas. Estos asuntos suelen crear
una fama ignominiosa.
VII. Si es de tu gusto
contraer nupcias con una noble esposa, a fin de engendrar amados hijos,
entonces búscate una mujer de alta alcurnia, ¡y no busques sino donde tu madre
te aconseje! Y cuando la hallares, es menester que la colmes de honores y que
la trates con suavidad. Sin embargo, hazte su maestro y que no tenga ningún
litigio contigo, pues no hay mayor desgracia entre los hombres que ser súbditos
de aquellos a quienes deberían dominar.
Y aunque conviene que vuestros corazones estén de acuerdo en todo, nunca
debes descubrir enteramente tus intenciones, por si acaso después ella,
reprendida por una mala acción, osa recriminarte, que no pueda echarte nada en
cara que pueda disminuir el amor y el respeto entre vosotros.
VIII. Que nunca se apodere de
ti la cólera repentina tan gravemente que no puedas pasar la noche sin llevar a
cabo tu venganza, sobre todo cuando el asunto sea dudoso y no hubiere ocurrido
como se te comunicó. Quizás al día siguiente te alegres de haber contenido tu
ira.
IX. Nunca mantengas una lid
con tu señor o tu maestro, puesto que, aunque no puedan vencerte en derecho, lo
harán en poder. Nunca les prestes nada, porque en verdad lo perderás. Cuando tu
señor te pida que le prestes algo, empero, será mejor entonces que se lo des,
porque encontrará alguna culpa por la que quitarte aquello. Y entonces perderás
dos cosas, pues no te dará ni su agradecimiento ni el objeto. Mas cuando seas
despojado por él, di solamente: “gracias, tómalo”, e inclínate al punto en
alabanza de tu señor por haber salido sano y salvo y con vida, estimando en
nada tu pérdida.
X. Que nunca sea tu viaje tan
apresurado que te llegue a pasar por alto, al ver una iglesia, encomendarte a
sus santos patronos o bendecirles. Cuando doblen las campanas o se cante la
misa, baja siempre del caballo y acude a toda prisa a la iglesia, a fin de que
puedas participar de la paz católica. Esto no prolongará tu camino, sino que lo
acortará, ya que te marcharás de allí más seguro y temerás menos al enemigo.
XI. Si un hombre cualquiera
te insta y te ruega por el amor del misericordioso Cristo que rompas tu ayuno,
nunca te niegues. No romperás sus mandamientos, sino que los estarás cumpliendo
fielmente.
XII. Si posees tierras cerca
de las plazas públicas, no caves hoyos para evitar que la gente llegue hasta
los sembrados, pues en torno a los fosos que caves se irá formando un sendero
sobre el suelo seco por el que la gente camine. Si no los cavas tendrás menos
daños».
Cuando el rey terminó de hablar y sus sabios consejos cesaron, los dos
volvieron caminando a la sala y el rey se volvió a sentar en su trono y alabó
ante todos las virtudes militares del caballero —en tanto, los murmullos de
alegría se multiplicaban—, y éste dio las gracias al rey y a todo el pueblo. El
rey dijo:
“Vete a tu patria ahora, colmado de todos los honores. Vete a ver a tu
madre y a todas tus posesiones, mas solamente, sin embargo, si puedes vivir en
tu país como en éste y si tus señores desean cumplir lo que te prometieron.
Pero si te fallan conviene que tú, a la vez, le falles a ellos y que no les
sirvas puesto que tantas veces te han defraudado. Nadie que sea avaro o
deshonesto merece que le sirvan. Y si acaso esto ocurriera, que no vacile tu
ánimo acerca de dónde dirigir tus pasos, y si te hastía tu propia patria,
vuelve a mí y me encontrarás con la misma disposición con que ahora te dejo
marchar; no tengas ninguna duda sobre esto”.
Al punto señaló con el dedo al mayordomo que estaba delante de él y
susurró a su oído, según era costumbre, ordenando que el camarero real le
trajese los sacos en cuyo interior se
guardaban los opulentos panes espolvoreados con harina por fuera y llenos de
riquezas por dentro.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Celeste, 2002, en traducción de David Hernández
de la Fuente, pp. 47-51. ISBN: 978-8482113395.]
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