domingo, 30 de abril de 2023

Tú no eres como otras madres.- Angelika Schrobsdorff (1927-2016)


Editorial Periférica
Lo completamente distinto


  «En el transcurso de 1937, se restringió aún más el número de alumnos judíos matriculados en las escuelas alemanas. Y sólo en casos excepcionales se les concedían a los judíos pasaportes para viajar al extranjero.
 Al promulgarse esta ley, Else tuvo por primera vez una sensación eminentemente angustiosa, como si hubiera caído en una trampa a punto de cerrarse. No porque esa norma hubiera podido aplicársele a ella —al fin y al cabo estaba casada con un alemán del Reich y tenían una hija común—, sino por sus padres, por parientes y amigos a los que afectaba dicha ley.
 Entonces sí se planteó a sí misma la pregunta de qué otras medidas monstruosas adoptarían los nazis y cuándo se les pararían los pies.
 Erich, igual de alarmado que ella, dijo que ahora sí era momento de hacer ciertas reflexiones cautelares respecto a la situación. No porque a los hijos los amenazara peligro alguno, tampoco a los padres de ella, venerables ancianitos, sino simplemente porque no holgaba meditar sobre qué hacer si…
 Else, también por primera vez, habló sin rodeos con sus padres acerca del estado de cosas, pero solo encontró resignación, jocosa por parte de su padre, melancólica por la de su madre.
 —De todas formas, con nosotros ya nada se pierde —dijo Minna.
 —Ya no nos proponemos viajar alrededor del mundo —sonrió Daniel.
 —Sí, pero los jóvenes —suspiró Minna—, da miedo por ellos. Por suerte, los sionistas entre nosotros ya están en Palestina: Paula, Bruno y los niños, Lotte y su marido, Emanuel con su mujer y sus hijos. Pero, vaya por Dios, con los árabes tampoco se estará mejor. Además, uno no escapa a su destino.
 —No te preocupes por nosotros, Elschen —la tranquilizó Daniel—, no es el león tan fiero como lo pintan y las cosas se calmarán.
 Peter, el hijo de Else, no opinaba lo mismo. Dijo que las cosas no se calmarían, ni mucho menos, y que ella haría bien en no dejarse tranquilizar.
 ¡Era lo que a Else le faltaba! Lo que buscaba era la confirmación de que a los nazis no había que tomarlos tan en serio, y no la advertencia de que nunca se les podía tomar lo suficientemente en serio.
 Que por qué siempre y en todo tenía que exagerar sin medida, le preguntó irritada. ¿Acaso no estaba en edad de volverse adulto y, de paso, más equilibrado? Que ella consideraba más importante que reflexionara sobre su vida y no sobre el señor Hitler y su calaña. Que lo que estaba haciendo no era en el fondo más que una maniobra de distracción para escurrir el bulto de las decisiones personales. Si de verdad quería ayudarla y evitarle penas y pesares, sin duda no lo conseguiría con sombríos pronósticos políticos, sino dándole una dirección y un contenido a su vida.
 Que no sabía que ella fuera tan influenciable en sus análisis y pareceres, replicó Peter. Que la imagen que tenía de él debía de haber salido de la cabeza de Erich, y la que se hacía de Alemania, también. Peter, un botarate perezoso y superficial, y los alemanes, un pueblo de poetas y pensadores que por un breve momento se dejaba tentar por el diablo, como todos los grandes espíritus, pero que naturalmente volvería a encontrar su senda y conectar con su tradición. Si allí había un irresponsable o insensato redomado ese era Erich y no él. Consideraba a Erich un hombre demasiado débil para resistir una gran presión y demasiado ajeno a la realidad como para darse cuenta de lo que de veras ocurría a su alrededor. Ella no debería apostar por Erich en esos dos puntos.
 ¿Acaso debería apostar por él?, preguntó Else, irónica.
 Que no se lo podía asegurar, pero en cualquier caso siempre estaba dispuesto a deliberar con ella y apoyarla moralmente.
 ¡Ay, aquel hijo, aquel iluso, aquel lunático! ¡Como si supiera dónde estaba arriba y dónde abajo! Ciertamente, Erich era débil y ajeno a la realidad y seguía bajo la influencia de su familia, de la que ella nunca se había fiado. No obstante, era la única persona en la que podía confiar plenamente. Él nunca actuaría en contra de su conciencia, en contra de sus principios éticos.
Tú no eres como otras madres: Historia de una mujer apasionada ... Fue poco después de aquel enfrentamiento con su hijo cuando Else, en la tradicional comida de los domingos en casa de los Schrobsdorff, descubrió la insignia del partido en el imponente y floreado pecho de su suegra. No daba crédito a sus ojos, pero cada vez que miraba y apartaba la mirada veía la esvástica, y Annemarie, al parecer del todo inconsciente de la afrenta, se comportaba con la habitual desenvoltura y exaltación.
 Erich se empeñó en hacer la vista gorda, y fue Alfred quien al final de la comida, cuando la familia se retiraba a la siesta, tomó a Else aparte diciendo que tenía que hablarle. Se dirigieron al invernadero, y Alfred cerró la puerta tras ellos.
 —O sea que ahora también tu madre se ha conchabado con los nazis —dijo Else.
 —Qué remedio, qué remedio —repuso Alfred con una risita—. Como mi “viejo señor” no puede afiliarse al partido por masón, ha tenido que ser ella la que se arrime a la miel. Alguien tenía que hacerlo, de lo contrario los negocios se resentirían. ¡Puro oportunismo! A mi padre esos plebeyos no le agradan, y mi madre sólo sabe que ese sujeto se llama Hitler y que se le pone un “Heil” delante.
 Se descuajaringó de risa.
 —No me parece tan hilarante.
 —Si todo fuera tan divertido como eso —dijo Alfred poniéndose serio—, podríamos morirnos de risa tranquilamente, pero por desgracia no es el caso. La situación se está poniendo muy, pero que muy peliaguda. ¿Qué hago con mi suegra? Quiero a la anciana dama, es una persona callada y exquisita, ¿pero qué voy a hacer ahora con ella? Anja, que ya me hace la vida imposible por todo y por nada, no para de machacarme con el asunto. Quiere que saque a su madre, pero, en primer lugar, ya no le dan pasaporte y, en segundo, no puedo dejarla donde sea y decirle, hala, ahora búscate la vida. ¡Una situación abominable! Dime una cosa: ¿qué vas a hacer tú con tus padres?
 —Nada —dijo Else con sequedad, porque la pregunta pasaba de castaño oscuro. A Alfred nunca se le había podido tomar en serio, pero ahora, para colmo, se estaba volviendo loco.
 —Nada —repitió Alfred—, ya.
 —¿Acaso puedes darme una razón por la cual debería "hacer algo" con ellos?
 —Para prevenir que sean los nazis quienes hagan algo con ellos.
 —¡Por favor, Alfred! Son dos ancianitos inofensivos, ciudadanos alemanes de nacimiento, personas intachables en lo que se refiere a su conducta política y privada. O sea que haz el favor de no perder el juicio.
 —No soy yo el que pierde el juicio, Esnuf, son nuestros magníficos gobernantes. Aquí no se trata de ser intachable o no, joven o viejo, de tener nacionalidad alemana o china; aquí se trata de la raza. Que mi hermano Erilein vive en la luna ya lo sabía yo, pero que tú también te hayas retirado a su órbita me resulta nuevo. Tú y Anja estáis protegidas por el matrimonio con nosotros y los hijos comunes. Y Ulli lo está por descontado. Tiene por cónyuge a un camarada del partido y sus padres se han esfumado como por arte de magia. Es a los que no están casados con “ciudadanos arios del Reich” a quienes les van a buscar la yugular. ¡La yugular! Y muchos de los que eran contrarios a los nazis —me refiero ahora a los arios— empezarán a tambalearse, pues aunque no les busquen la yugular irán a por sus posiciones y fortunas y familias y lo que sea. ¡Así que baja de la luna y estate un poco más alerta!»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica & Errata naturae, 2016, en traducción de Richard Gross, pp. 181-183. ISBN: 978-8416544134.]

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