Las reglas del juego
«Las cosas, sencillamente, ocurren. Estas frescas y breves palabras
dicen la verdad. La cuestión, ya lo advirtió Aristóteles, se centra en
distinguir entre el antes y el después. Los sucesos que ya han ocurrido ahí
están, escritos en el gran libro del universo. Es un libro en el que ninguna
corrección es posible. Ni una coma. El lector de la historia, raro y minúsculo
habitante de la última página, comprueba efectivamente que las cosas ocurren
para tejer así un pretérito que existe y que es único. Mirar hacia atrás es una
tarea plácida; ciertos, pasajes se han emborronado y, mientras no mejoren mucho
las técnicas de lectura, ya no es posible saber cuántas coces dio el caballo de
Napoleón; otros fragmentos, en cambio, como la Sinfonía Concertante de Mozart,
permanecen claros y nítidos. Por tal facultad de lectura, este individuo —el
pensador— se considera parte privilegiada del todo. El universo en su devenir
es contemplado, sí, por una de sus partes: la inteligencia. Pero todo empieza
cuando nuestro héroe vuelve el rostro hacia el después, hacia las páginas (se
diría que) en blanco. En este momento su alma se agita. Existe un solo pasado,
pero ¿cuántos futuros? Grande es entonces su inquietud, grande y fértil. Porque
el tratamiento inmediato para calmar una inquietud suele consistir en su
traducción en una o varias preguntas:
Primera pregunta: De lo escrito y de lo que puedo leer ¿es posible
conseguir alguna garantía para hacer apuestas sobre lo que está por escribir?
Segunda pregunta: ¿Acaso no puedo incluso influir, por modestamente que
sea, en la redacción de lo todavía no escrito?
La primera pregunta es el punto de partida de un valioso producto de la
inteligencia, el conocimiento científico. Y la segunda resume la esperanza de
una de las funciones más notables del conocimiento, la capacidad para elegir
nuestro devenir: ¿la libertad?
La ciencia es una forma de conocer el mundo que empieza por separar el
lector de lo escrito, el observador de lo observado, el sujeto del objeto. Es
el primer principio del método científico: si el mundo es objetivo, el
observador observa sin por ello alterar la observación; es la hipótesis
realista. El segundo principio que el científico asume tácitamente para
elaborar ciencia podría llamarse la hipótesis determinista y afecta de lleno a
esta convocatoria de Figueres: los sucesos del mundo no son independientes
entre sí, exhiben cierta regularidad, causas parecidas producen efectos
parecidos… El mundo, sí, es inteligible. Se trata de un fuerte principio que
hace que la afirmación “los sucesos ocurren” no sea, precisamente, una
tautología cándida. Dicho de otro modo, en virtud del principio determinista,
adquiere sentido nada menos que el concepto de ley de la naturaleza. Porque en
la naturaleza no todo es posible; de todos los sucesos virtuales que podrían
ser —sea el caos— no todos son. Existen conjuntos de sucesos prohibidos y,
cuando el científico cree descubrir una limitación que restringe el caos,
entonces dice haber descubierto una ley. Podemos atribuir la potencia de una
ley a su capacidad para prohibir, de modo que las leyes muy potentes pueden
llegar a dar la sensación de obligar más que de prohibir. Es, sin duda, el caso
de la física, disciplina que presume de la colección más prestigiosa de leyes
de la naturaleza. Los objetos que obedecen a tales leyes (el sistema
planetario, por ejemplo) tienen en verdad un aspecto muy poco caótico. Su
comportamiento es ordenado y armónico, decimos. El científico no afirma “éste
es el mejor de los mundos posibles”, pero sí cree que, “de todos los mundos
posibles, no es éste el de menor armonía”. Capacidad para prohibir, he aquí, al
menos, una buena aproximación al grado de determinismo que contiene una ley
científica. Pero una presunta ley que aspire al calificativo de científica debe
someterse todavía a un tercer principio: el de la dialéctica entre su enunciado
y la experiencia. Ello requiere la invención de un método de contraste, llámese
verificar, corroborar o falsar, y de ciertos mecanismos de conexión con el
mundo real, llámese percibir, observar, experimentar o simular. La esencia de
la ciencia es, pues, la investigación con un método que empuñe estos tres
principios: de la realidad, de la inteligibilidad y de la dialéctica.
Pero la complejidad de los objetos de nuestro interés puede llegar a
desanimarnos a la hora de una rigurosa observación de tales principios. ¿Cómo
ser realistas al abordar, por ejemplo, el estudio de la propia mente?, es decir,
¿cómo separar la mente de sí misma? ¿Cómo ser determinista al estudiar el
caprichoso comportamiento de un ser vivo? ¿Cómo experimentar cuando diseñamos
un programa macroeconómico a largo plazo? En tales casos, y si mantenemos
nuestra pretensión de elaborar conocimiento en forma de leyes, los principios
del método científico deben forzosamente relajarse. Por este procedimiento, por
el procedimiento de ablandar el método, la ciencia deriva hacia la ideología.
La esencia de la ideología ya no es la investigación, sino la creencia. De este
discurso se infiere que hay que rellenar con ideología todos aquellos agujeros
que la ciencia deja vacíos. Si nuestro propósito no es afrontar la segunda
pregunta, si no pretendemos utilizar el conocimiento para conducir nuestro
futuro, entonces no hay problema. Si el conocimiento que buscamos no es de
leyes, sino de imágenes del mundo, abandonar el método científico puede ser muy
recomendable; incluso puede convenir tomar principios radicalmente opuestos. Es
el caso del arte, una forma de conocimiento en la que el creador tiene muy poco
interés por distanciarse de lo creado. El conocimiento científico como
producto, como resultado, está, pues, exento de ideología; es, si se quiere,
frío, inodoro e insípido. Pero todo científico tiene, como ser humano, una
ideología. Y ningún científico puede evitar en algún momento de su trabajo la
colisión entre sus creencias y la ciencia que elabora o manipula. No hace falta
profundizar demasiado en la cuestión para percatarse de que la misión de los
tres principios del método científico consiste precisamente en ahuyentar
perturbaciones ideológicas. La mente del científico se excluye a sí misma
durante el propio proceso de investigación, pero no esquiva las interferencias
ideológicas en dos importantes fases de su trabajo: al principio, cuando encara
la formulación de sus preguntas, y al final, cuando analiza e interpreta las
respuestas obtenidas. El científico se obliga a sí mismo a ser realista,
determinista y dialéctico, por método, por oficio, pero esto no quiere decir
que su visión del mundo contenga tales ingredientes. Más aún, en ocasiones debe
admitir que los objetos que describe exhiben propiedades contrarias. ¡El objeto
se opone al método! Pero incluso en estos casos el científico se aferra con
fuerza a su método y retrocede todo lo que sea necesario para poder aplicarlo
de nuevo. Si, por ejemplo, un suceso parece aleatorio, inventa la noción de
probabilidad e intenta encontrar una ecuación determinista que utilice tal
magnitud como variable. La física cuántica nos muestra una naturaleza con falta
(entre otras cosas) de realismo y determinismo, pero realistas y deterministas
son sus ecuaciones. La heterodoxia en esta disciplina tiene su origen en la
ideología que se destila del propio método científico. Y la existencia de esta
heterodoxia (llegue o no llegue a triunfar un día) ha hecho ya correr ríos de
literatura científica, ha propuesto ya experimentos. La ideología, por tanto,
influye en la investigación durante su fase de planteamiento. Supongamos ahora
que cierta teoría (sugerida quizás en origen por cierta ideología) es elaborada
científicamente, como debe ser, sin ideología. Decir que tal teoría no puede
favorecer, a su vez, cierta ideología se parece más a un deseo o a un consejo que
a la realidad. En la intimidad, el salto de lo epistemológico a lo ontológico
es inevitable. La física cuántica dice: “El observador no puede saber…”. El
salto consiste en que cierto científico (por ejemplo, Richard Feynman) añada: “…
ni tampoco la propia naturaleza”. Es la transición del azar de la ignorancia al
azar absoluto. ¿Por qué no? Las creencias no son el producto de conclusiones,
sino, en todo caso, de estímulos. Cuando hablamos del determinismo del mundo
(todo está escrito, incluso las páginas aparentemente en blanco) parece como si
el peso de la demostración deba recaer sobre los indeterministas, sobre
aquellos que conceden un margen de contingencia a la naturaleza. La razón está
probablemente en las raíces de los grandes monoteísmos occidentales y en el
propio método científico. Sin embargo, la ideología de un científico no es
independiente de la disciplina en la que trabaja. La disciplina «marca»
ideología. No se suelen hacer encuestas ideológicas entre científicos, pero
creo que puede afirmarse que un observador de los planetas tiende a ser más
determinista que un estudioso de la evolución biológica. Las ideologías son
sensibles a los estímulos científicos. Luego las ideologías pueden debatirse
discutiendo sus respectivos estímulos científicos. Si las ideologías no se
discuten es porque los científicos que discuten entre sí son, cada día más, de
una misma disciplina. Éste es el sentido de la convocatoria de Figueres:
pensadores provenientes de diferentes disciplinas debaten sus ciencias y creencias
ante una audiencia que procede de distintas áreas del conocimiento. La
intención es conseguir un fuego cruzado de estímulos sobre una cuestión a la
que ningún científico, ningún pensador, ningún artista, ningún ser humano puede
sustraerse: el determinismo (o indeterminismo) del mundo (o del conocimiento
del mundo).
El segundo principio del método científico nos invita a una actitud
determinista. La idea es seductora si nuestra voluntad es la investigación,
pero puede entrar en conflicto con nuestra creencia. A cada uno le toca, en la
intimidad, sufrir o consolarse con su propia visión del mundo. Entre el
determinismo duro (todo estado del universo es consecuencia necesaria de
cualquier otro, todo lo que acontece —en el pasado o en el futuro— está escrito
en alguna parte) y su negación (existe el azar, no todo lo que ocurre es
necesario, tiene causa u obedece a una ley), la inteligencia busca una posición
en la que acomodar sus creencias, digamos, humanistas (la libertad, la
creatividad artística e intelectual, la responsabilidad, la ética…). La
inteligencia se enreda en un espinoso barullo de preguntas: ¿qué es el azar?
¿Un producto de nuestra ignorancia o un derecho intrínseco de la naturaleza? Si
el azar es ignorancia, ¿qué sentido tiene decir que en la evolución del mundo
interviene el despiste de un eventual observador? Es el azar ontológico (el
Azar) y el azar epistemológico (el azar). Ornar Kayyam, por ejemplo,
experimentaba amargura con la conclusión determinista:
“La
vida es tan sólo un tablero cuyos cuadros blancos
son los días y los negros
las noches
con el que el Hado se divierte con los
humanos.
Como si fueran piezas de
ajedrez nos mueve a su antojo.
Y con penas humanas da sus jaques mate.
Terminado el juego nos saca
del encasillado
para arrojarnos, uno tras otro, en el cajón
de la nada”.
Para otros, en cambio, la misma visión determinista del mundo supone la
garantía de la verdadera libertad, paz interior, incluso el más alto sentido de
la creatividad artística e intelectual. Es el citadísimo caso de Einstein que
extraía un gran consuelo del determinismo. Ésta es una frase de la carta de
condolencia que Einstein escribiera a la viuda de su íntimo amigo Michele
Besso:
“Michele
se me ha adelantado en abandonar este extraño mundo. No tiene importancia. Para
nosotros, físicos convencidos, la distinción entre pasado y futuro es una
ilusión, aunque sea una ilusión tenaz”.
En definitiva, distintos estímulos científicos favorecen actitudes
distintas frente a la concepción del mundo, y una misma concepción del mundo
puede producir muy diferentes inquietudes existenciales en el alma humana. He
aquí, pues, la relación entre las reglas del juego en Figueres (los estímulos
científicos de cada uno) y las reglas de juego del mundo (las leyes que
producen tales estímulos y su interpretación). La ciencia es, en este caso, el
anfitrión para prender la mecha de un diálogo: Peter T. Landsberg, por su
protagonismo en tantos frentes de la ciencia actual, mecánica estadística,
biofísica, pensamiento científico; Günther Ludwig, por su labor de
fundamentación en la física cuántica; René Thom, creador de la teoría de las
catástrofes, por su influencia en la evolución de las matemáticas; Evry
Schatzman, por su penetración en la astrofísica y la cosmología; Ramón
Margalef, por su contribución a las nuevas ideas en ecología y biología; e Ilya
Prigogine, animador del concepto de autoorganización como paradigma
interdisciplinar de la complejidad, por la teoría de los procesos
irreversibles. Están, pues, representados el mundo abstracto, el imperceptible
por pequeño, el imperceptible por grande y el imperceptible por complejo. En la
historia del conocimiento existen momentos luminosos en los que el intercambio
de estímulos se da espontáneamente. Ello era natural en Grecia, se dio durante
el Renacimiento italiano, y basta abrir mentalmente la puerta de una cafetería
de Viena de ciertos años de este siglo para encontrar el mismo fenómeno. En
Figueres se intenta la experiencia de forzar esta clase de espontaneidad en un
escenario que no en vano es la casa de Salvador Dalí. El intercambio de
conocimientos es más difícil que el intercambio de estímulos porque, al fin y
al cabo, uno no se alimenta sólo de lo que comprende profundamente. Es ésta,
pues, una convocatoria para remover las investigaciones y las ideologías, las
ciencias y las creencias, en torno al concepto del azar. No hay duda de que el
marxismo contiene más ideología que el psicoanálisis; que el psicoanálisis
contiene más ideología que la física atómica y que la física atómica contiene
más ideología que la topología algebraica. No hay duda de que todas estas
raciones de ideología tienen sus estímulos científicos. Por ello, las reglas
del juego de Figueres se inventaron para que, sobre todo, circulara el aire
fresco de los estímulos científicos bajo la cúpula geodésica del Teatro-Museo.
Y así ocurrió, en una atmósfera polícroma y expectante, los días uno y dos de
noviembre de mil novecientos ochenta y cinco. Cada uno se fue a su casa con su
particular dosis de estímulos y acaso algún estímulo, en algún dominio,
fructifique sin conciencia clara del momento y lugar de fecundación. El
conocimiento elaborado olvida con frecuencia sus estímulos iniciales. No es
grave. El conocimiento se nutre de la invención de reglas de juego para el
mundo y también de reglas de juego para que los pensadores se encuentren en un
mismo punto y se exciten con su mutua presencia. Este texto es el testimonio de
uno de ellos.
Mayo de 1986.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Tusquets Editores, 1986, pp. 10-18. ISBN: 978-84-7223457-4.]