Libro II
El nudo gordiano
«Una vez Alejandro en Gordio, se apoderó de él un vivo deseo de subir a
la ciudadela, donde se encontraba el palacio de Gordio y de su hijo Midas, para
ver su carro y el nudo del yugo de su carro. Existía una leyenda muy difundida
entre los habitantes de la región a propósito de aquel carro. Decían, en
efecto, que Gordio fue un antiguo pobre frigio que sólo poseía un puñado de
tierra que trabajar y dos yuntas de bueyes; una le servía para arar, y con la
otra Gordio llevaba el carro. Encontrándose cierto día arando, un águila se
posó sobre el yugo y permaneció posada en él hasta que fue la hora de desuncir
los bueyes; Gordio, maravillado ante lo que veía, se puso en marcha a dar
conocimiento del prodigio a los adivinos telmiseos, ya que estos telmiseos eran
sabios en la interpretación de prodigios, don éste que habían heredado (y que
también poseían sus mujeres y niños) de sus mayores. Al acercarse a un poblado
telmiseo, se encontró con una joven que estaba sacando agua, y le contó lo que
le había sucedido con el águila. Ella (que también era de familia adivina) le
ordenó que regresara a aquel sitio e hiciera un sacrificio a Zeus Rey. Pidióle
él que le acompañara y le explicara el sacrificio, y Gordio lo celebró tal como
ella le había indicado. De sus relaciones con la muchacha les nació un hijo al
que llamaron Midas. Llegado a la edad adulta, fue Midas un hombre noble y de
buen porte; pues bien, sufrían por aquel entonces los frigios una guerra civil
y les había vaticinado el oráculo que un carro les traería un rey que pondría
fin a su guerra fratricida. Cuando aún estaban éstos deliberando sobre ello,
apareció Midas acompañado de su padre y de su madre, e hizo detener su carro en
plena asamblea. Los frigios, interpretando el oráculo, reconocieron en él a
aquel hombre que, según el dios, vendría en el carro. A continuación le
hicieron su rey, y fue así como Midas puso fin a la guerra civil. En
agradecimiento a Zeus Rey por haberle enviado el águila, depositó el carro de
su padre como ofrenda en la acrópolis de la ciudad.
A más de ésta, corría otra leyenda sobre este
carro: estaba vaticinado que quien fuera capaz de soltar el nudo del yugo del
carro gobernaría en toda el Asia. El nudo era de hilachas de cornejo, y parecía
no tener principio ni fin. Alejandro, en vista de lo difícil que resultaba
encontrar un modo de desatarlo y como, de otra parte, no podía consentir que
quedara atado, no fuera a ser que ello influyera en el ánimo de sus hombres, cercenó
—según dicen— el nudo con un golpe de su espada y exclamó: ¡Ya está desatado!
Aristobulo, sin embargo, cuenta que Alejandro,
desenganchando la clavija de la lanza del carro (se trataba de una estaquilla
que atraviesa de parte a parte la lanza), sujetó simultáneamente el nudo hasta
liberar el yugo de la lanza del carro.
No puedo yo precisar de qué modo actuó
Alejandro en este asunto del nudo; el caso es que él y los suyos dejaron el
carro seguros de que el oráculo sobre la liberación del nudo estaba cumplido,
pues además también aquella noche hubo truenos y relámpagos en el cielo, como
indicios de algo prodigioso. Alejandro, a la vista de ello, ofreció al día
siguiente sacrificios en honor de los dioses que habían manifestado estas
señales por la desatadura del nudo.
Alejandro enfermo
Al día siguiente, Alejandro se puso en camino hacia Ancira, en Galacia.
Se presentó ante él una embajada del pueblo paflagonio con ofertas de sumisión
y promesas de formalizar un pacto, solicitándole a cambio no entrar en el país
por la fuerza. Alejandro les ordenó que prestaran obediencia a Cala, el sátrapa
de Frigia, mientras él se adentraba en la región de Capadocia, atrayéndose a su
bando a toda la zona hasta el río Halis, y gran parte de la del otro lado del
río. Dejó a Sabictas como sátrapa de Capadocia, y se puso al frente de sus
tropas en dirección a las Puertas Cilicias.
Al poco llegó al campamento de Ciro (a quien
acompañara Jenofonte en su expedición), y al ver que las Puertas estaban
custodiadas por una poderosa guarnición, dejó allí a Parmenión con los
batallones de infantería que estaban dotados de armamento más pesado, mientras
que él, a la hora del cambio de la primera guardia, tomó a sus hipaspistas,
arqueros y agrianes, y avanzó durante la noche contra las Puertas, con
intención de caer sobre la guardia cogiéndolos por sorpresa. Aunque su avance
no pasó desapercibido, su acto de osadía tuvo el mismo efecto, ya que los
centinelas, al ver que era el propio Alejandro quien abría la expedición,
abandonaron su puesto y se retiraron en huida. Al día siguiente, a la hora del
alba, cruzó con todas sus fuerzas las Puertas, iniciando así el descenso hacia
Cilicia. Le llegaron noticias por entonces de que Arsames, que antes planeaba
conservar la ciudad de Tarso para los persas, pensó ahora abandonarla al
haberse enterado de que Alejandro ya había sobrepasado las Puertas, por lo cual
los habitantes de Tarso temían que Arsames se entregara al saqueo de la ciudad
antes de abandonarla. Enterado de esto Alejandro, llevó a la carrera hacia
Tarso a la caballería y las tropas más ligeras, para que Arsames, al percatarse
de lo inmediato de su ataque, abandonara Tarso y se reuniera con el rey Darío
sin dejarle expoliar la ciudad.
Dice Aristobulo que Alejandro fue víctima aquí
de una enfermedad; según otros, sin embargo, ocurrió que Alejandro contrajo
unas fuertes fiebres que le provocaron convulsiones e insomnio después de
haberse bañado (sudoroso y acalorado como estaba) durante un buen rato en el
río Cidno, cuyas aguas fluyen puras y frías por medio de la ciudad, después de
atravesar una zona despejada desde las cimas del monte Tauro. Los médicos
creyeron que Alejandro no sobreviviría, aunque Filipo, un médico acarnanio que
acompañaba a Alejandro y que gozaba de fama de hombre entendido en medicina, y
que era además de acreditado comportamiento en el campo de batalla, fue
partidario de purgar a Alejandro, quien a su vez se mostraba plenamente de
acuerdo con el tratamiento. Mas ocurrió que cuando ya le preparaban la copa, le
fue entregada a Alejandro una carta de parte de Parmenión que decía: “Cuídate
de Filipo, he oído que ha sido comprado por el dinero de Darío para darte
muerte mediante un brebaje.” Alejandro leyó la nota con atención, y teniéndola
aún en la mano, cogió la copa de purgante y dio a leer a Filipo la nota,
bebiéndose el purgante al tiempo que Filipo leía la nota de Parmenión.
Al poco rato se hizo evidente que Filipo había
acertado plenamente en la prescripción del remedio; es más, no se turbó
siquiera al leer la nota, sino que lo único que le rogó a Alejandro fue que le
obedeciera hasta el final en cuanto le había recomendado, porque su salvación
dependía de que siguiera sus instrucciones. En verdad, el purgante hizo efecto
y cesó su dolencia.
Alejandro dio pruebas así a Filipo de ser un
amigo que da crédito a sus amigos, y las dio también a sus generales de que él
confiaba plenamente en sus amigos incluso ante circunstancias insospechadas,
demostrándoles al mismo tiempo su valentía frente a la muerte.
Alejandro en Tarso
Poco después envió a Parmenión hacia el otro
paso que divide el territorio cilicio del asirio para que lo ocupara él primero
y poder controlar desde allí todos los accesos. Cedió a Parmenión para que le
acompañaran toda la infantería aliada, los mercenarios griegos y los tracios
que mandaba Sitalces, así como los jinetes tesalios. Alejandro fue el último en
levantar el campamento de Tarso, para llegar al día siguiente a la ciudad de
Anquíalo, que, según la leyenda, había construido el asirio Sardanápalo. Por su
perímetro y por los cimientos de sus murallas se veía que esta ciudad había
sido una gran construcción, y que su poderío había debido alcanzar gran
importancia. La tumba de Sardanápalo está cerca de los muros de Anquíalo, y el
propio Sardanápalo está sentado sobre ella, con sus manos entrelazadas como si
fuera a tocar palmas, y había inscrito en ella un epigrama en caracteres
asirios; según los asirios, era una inscripción en verso y el sentido de sus
palabras, el siguiente: "SARDANÁPALO, EL HIJO DE ANACINDARAJES, CONSTRUYÓ LAS
CIUDADES DE ANQUÍALO Y TARSO EN UN SOLO DÍA. TÚ, EXTRANJERO, COME Y BEBE Y
DIVIÉRTETE, PORQUE TODO LO DEMÁS EN LA VIDA NO VALE ESTO" (aludía al aplauso
que las palmas hacen al batir), aunque decían que el "DIVIÉRTETE" tenía en
lengua asiria mayor picardía.
Desde Anquíalo llegó Alejandro a Solos, e
impuso a sus habitantes una guarnición y los penalizó con una multa de
doscientos talentos de plata por haberse mostrado mejor predispuestos para con
los persas. Reuniendo tres batallones de infantería macedonios, todos los
arqueros y los agrianes, partió desde aquí contra los cilicios que ocupaban las
alturas. En total empleó siete días en desalojar por la fuerza a unos y
atraerse a otros mediante pactos; al cabo de este tiempo regresó a Solos.
Tuvo noticias entonces de que Tolomeo y
Asandro habían derrotado a Orontóbates, el persa encargado de la protección de
la ciudadela de Halicarnaso y de la custodia de Mindo, Cauno, Tera y Calípolis,
y a quien estaban sometidas también Cos y Triopio. La nota le decía que
Orontóbates había sido derrotado en una gran batalla en la que habían muerto
setecientos de sus infantes y unos cincuenta jinetes, a más de habérsele
capturado no menos de mil prisioneros. En Solos, Alejandro ofreció un
sacrificio a Asclepio, participando él en persona y todo el ejército, y celebró
una carrera de antorchas e instituyó un certamen gimnástico y literario. A los
habitantes de la ciudad les permitió gobernarse según su régimen democrático.
Poco después se puso de nuevo en marcha en
dirección a Tarso, y mientras tanto envió a Filotas al frente de la caballería
para que se dirigiera a través de la llanura de Aleia hacia el río Píramo,
mientras él se acercaba con la infantería y el escuadrón real a Magarso, donde
ofreció sacrificios a Atenea de Magarso. Desde aquí marchó a Malo, y sacrificó
según correspondía a su héroe Anfíloco. Acabó con la revuelta civil en que encontró
a sus habitantes, y perdonó los tributos que pagaban al rey Darío, ya que la
ciudad de Malo era una colonia de Argos, y él se consideraba descendiente de
los Heraclidas de Argos.»
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