II
«Me viene hambre. Sin embargo, advierto que
entre mi llegada y el momento de comer mediará la cola de un suceso que ha
puesto vehículos y gente por donde está mi casa, o cerca.
Me molesta un chorro de luz petrificada que
echa un faro.
En la esquina bebe —o ha estado bebiendo— una
gruesa serpiente que se arrastra por la calle. El bombero que la cuida en esta
punta me quita la aprensión: no se trata de mi hogar. Es al lado, el
tallercito; también los dormitorios de la casa de la viuda.
Ya ocurrió y ellos ya no vuelcan agua. Se han
llevado a los heridos (o quemados), que son dos.
Alguien, un desconocido para mí, me reconoce y
da un aviso: «Aquí viene».
Del grupo sale mi mujer. Solloza. Lo cual no
significa nada en particular porque suele hacerlo con frecuencia, últimamente,
y esta noche tiene motivos razonables.
Le pregunto por el niño y por mi madre. Me
responde de un modo considerablemente extraño: que si ahora pienso en ellos. Y
más todavía me reprocha:
—¡Antes, debiste!…
Noto el cerco, pero es gente indiscreta, nada
más. Reviste un significado diferente, y lo percibo, la actitud de espera del
oficial de policía.
* * *
He dicho no, que no fui yo, cada vez que ha
venido la pregunta. No insisten. Sin embargo, detienen demasiado la mirada
cuando advierten las pestañas y las cejas chamuscadas.
No me defiendo.
Se ha posesionado de mí un
recuerdo, de una lectura, y la repito en mi mente como puedo: a este respecto,
en verdad, si no en otro, creo que tengo algo de común con Sócrates. Porque
cuando fue acusado y estaba a punto de ser juzgado, su demonio le prohibió que
se defendiera.
Quizás faltan palabras, o cambio algunas, pero
si recomienzo siempre son ésas y ninguna otra.
No sé cuál puede ser mi demonio, ni cómo es un
demonio. Pero hay algo que me impide cargar de argumentos mi simple negación.
Nina me ha abandonado. La comprendo. Viviendo
así como vivimos los sentimientos se han ido desgastando.
Mañana vendrá ese vehículo especial. Entrará
al segundo patio de la comisaría. Seré su pasajero, no sé si el único del
viaje. Cuando me hagan descender, estaré en la cárcel de encausados.
Mi madre está enterada.
Me reconviene:
—¡Si te defendieras!…
Tengo conciencia de que hablo como hablaría
Besarión:
—Los mártires, me parece, no pueden
defenderse. Nadie los escucha.
Ella no lo dice, pero se le sale el asombro
por mi alarde.
“Mártir de la pretensión de vivir mi vida y no
la vida ajena, la vida impuesta”, clama la justificación dentro de mí.
No la pronuncio.
Hará conmigo el viaje. Entretanto compartimos
el banco de la galería y la sombra del guardián. Aunque él se mezquina y me
descarta.
Quedo bajo la mirada de los empleados y los
estudiantes que gestionan su certificado de conducta.
Yo tenía un certificado de esa clase. Caducó.
Si quisiera otro, tendría que acreditar la conducta. Siempre, algunos, tenemos
que dar pruebas. Ahora ya no lo hago. Pero ahora estoy excluido.
Una mirada absorta gravita sobre mí. Viene de
esa muchacha. La miro, me ve mirarla y retira su mirada. No es compasión, tal
vez. Tal vez ella se avergüenza de mi condición.
Sí, es absurdo. Segregarse de la libertad es
un absurdo.
Ella se ha ido. Pero yo tengo que meditar su
mirada.
No removió la parte mala de mi ser.
El vehículo especial penetra en retroceso y
desembarca guardiacárceles.
Reconocen al hombre de mi lado:
—¿Otra vez?…
Los desafía:
—No será por mucho tiempo.
Recupero su historia, escuchada en el recreo
de sol, estos días de convivencia percudida. Es ratero, diestro en deslizarse
por los techos. Lo llaman "el techista". Un celador ignoraba el motivo del
apodo y lo puso en una cuadrilla que trabajaba en el arreglo de las tejas de la
cárcel. También de ese techo se escurrió.
El techo…
“El techo”, esa porción superior de mis
propósitos, vuelve a mí como la dignidad volvió hace un momento.
Pero me están diciendo que suba, que apure.
No será por mucho tiempo.
Y el que sea, a favor del silencio del
encierro, sólo para algo enteramente noble: para escribir las páginas con que
mi libro, por fin, tendrá comienzo.
Nos descienden. Piso el pedregullo y me sé
desnudo al sol.
Nos embretan los requisitos del acceso.
Nuestro cuerpo es entregado por alguien y alguien lo recibe. Nosotros asistimos
a la transacción.
Después toman nuestra ropa y nos dan un
pantalón y una casaca, el colchón, la almohada y la frazada.
Oigo música. Oigo voces de locución profesional.
Este es el camino: un pasillo, una puerta de
barrotes, otro pasillo y otra puerta de barrotes.
Oigo una canción que termina. Oigo voces de
locutor y locutora que detallan virtudes comerciales.
Desembocamos en un patio, tal vez octogonal.
Allí están todos esos hombres, inactivos contra el muro, relajados, dialogando
como si se mantuvieran sin hablar. Allí están, en las paredes, dos, cuatro
altoparlantes que amplifican los sonidos de una radio.
Humillados mis hombros por la carga del
colchón, la almohada y la frazada, hago mi camino por el patio, de extremo a
extremo. Y un poco más, todavía, me desgarro.
Este es el pabellón y en su interior, sobre la
puerta de barrotes, otro altavoz sensibiliza el aire que tendré que respirar.
Me dicen cuál será mi cama. Descargo. Dejo
caer los brazos, a lo largo de mi cuerpo, para darles su descanso. Quedo
expuesto delante del guardián. No sé qué harán conmigo ahora.
Tampoco sabe el guardián qué espero, me
parece. Porque me dice que, si lo deseo, puedo salir al patio. Ya me darán de
comer.
No pienso en comida. Me sube un ademán lento,
con los dedos separados y combados a la altura de la frente, igual que si
envolviera la redondez de una manzana. Pregunto, desolado:
—¿Y esa radio?…
Es un hombre bondadoso; me contesta como si le
alegrara poder ofrecerme una compensación:
—¿Le gusta? La tendrá siempre.
Él no puede saber.
Estoy sentado en una piedra, en un monte de
naturaleza agradable, aunque bien triste.
Viene, desde lejos, un pastor. Me dice:
—No te es permitido permanecer en este sitio.
Voy a preguntar por qué y él se anticipa:
—Porque sobre esa piedra un cordero fue
sacrificado.
Retiro mi cuerpo del descanso y quedo de pie
ante el anciano.
Él se satisface de mi obediencia y reemprende
su camino.
Instalado en una piedra más pequeña, examino
la mayor como si acabara de proponerme un enigma, no una prohibición.
Me sorprende el pastor con un regreso
repentino y me amonesta:
—¡Y no pretendas haber sido dado en
sacrificio, ser un inmolado!
Voy a rechazar tal presunción (no obstante
vislumbrar que revela la verdad); intento reprocharle su altivez, que no repara
en mi humildad… Sin embargo, balbuceo y no lo logro: me perturba un sonido que
acaba de llegar. Pasa a mi lado. Lo veo como un punto móvil, que se dora en el
aire. Es una abeja.
El zumbido me asedia. Se asienta en mi mejilla
y no cesa su vibración sonora. Lo golpeo y cae. No es una abeja, es una mosca.
Desaparece la claridad que hacía tan nítidos y
creíbles esos sueños que yo estaba soñando. No obstante, el sonido continúa.
Rehago mi entendimiento y lo adapto al lugar
donde en verdad me hallo. Ya sé… Es la sierra de los penados meritorios, que
trabajan en el taller, con permiso especial y a cambio de salario, hasta las
tres de la mañana.
Siento el cerebro machucado; como si estuviese
al cabo de un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro.
Pero mi cansancio no es feliz.
La noche sigue… y no es hacia la paz adonde fluye.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Adriana Hidalgo, 2007, pp. 182-190. ISBN: 978-9879396001.]
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