domingo, 12 de febrero de 2023

El silenciero.- Antonio di Benedetto (1922-1986)


Antonio Di Benedetto: carne y ciberespacio – Lecturas Sumergidas
II


  «Me viene hambre. Sin embargo, advierto que entre mi llegada y el momento de comer mediará la cola de un suceso que ha puesto vehículos y gente por donde está mi casa, o cerca.
 Me molesta un chorro de luz petrificada que echa un faro.
 En la esquina bebe —o ha estado bebiendo— una gruesa serpiente que se arrastra por la calle. El bombero que la cuida en esta punta me quita la aprensión: no se trata de mi hogar. Es al lado, el tallercito; también los dormitorios de la casa de la viuda.
 Ya ocurrió y ellos ya no vuelcan agua. Se han llevado a los heridos (o quemados), que son dos.
 Alguien, un desconocido para mí, me reconoce y da un aviso: «Aquí viene».
 Del grupo sale mi mujer. Solloza. Lo cual no significa nada en particular porque suele hacerlo con frecuencia, últimamente, y esta noche tiene motivos razonables.
 Le pregunto por el niño y por mi madre. Me responde de un modo considerablemente extraño: que si ahora pienso en ellos. Y más todavía me reprocha:
 —¡Antes, debiste!…
 Noto el cerco, pero es gente indiscreta, nada más. Reviste un significado diferente, y lo percibo, la actitud de espera del oficial de policía.

* * *
  Estoy solo, con la espalda de un agente uniformado allá en la puerta, en una oficina inactiva, excedida de luz blanca.
 He dicho no, que no fui yo, cada vez que ha venido la pregunta. No insisten. Sin embargo, detienen demasiado la mirada cuando advierten las pestañas y las cejas chamuscadas.
 No me defiendo.
Se ha posesionado de mí un recuerdo, de una lectura, y la repito en mi mente como puedo: a este respecto, en verdad, si no en otro, creo que tengo algo de común con Sócrates. Porque cuando fue acusado y estaba a punto de ser juzgado, su demonio le prohibió que se defendiera.
 Quizás faltan palabras, o cambio algunas, pero si recomienzo siempre son ésas y ninguna otra.
 No sé cuál puede ser mi demonio, ni cómo es un demonio. Pero hay algo que me impide cargar de argumentos mi simple negación.
 Nina me ha abandonado. La comprendo. Viviendo así como vivimos los sentimientos se han ido desgastando.

 Mañana vendrá ese vehículo especial. Entrará al segundo patio de la comisaría. Seré su pasajero, no sé si el único del viaje. Cuando me hagan descender, estaré en la cárcel de encausados.
 Mi madre está enterada.
 Me reconviene:
 —¡Si te defendieras!…
 Tengo conciencia de que hablo como hablaría Besarión:
 —Los mártires, me parece, no pueden defenderse. Nadie los escucha.
 Ella no lo dice, pero se le sale el asombro por mi alarde.
 “Mártir de la pretensión de vivir mi vida y no la vida ajena, la vida impuesta”, clama la justificación dentro de mí.
 No la pronuncio.

 Hará conmigo el viaje. Entretanto compartimos el banco de la galería y la sombra del guardián. Aunque él se mezquina y me descarta.
 Quedo bajo la mirada de los empleados y los estudiantes que gestionan su certificado de conducta.
 Yo tenía un certificado de esa clase. Caducó. Si quisiera otro, tendría que acreditar la conducta. Siempre, algunos, tenemos que dar pruebas. Ahora ya no lo hago. Pero ahora estoy excluido.
 Una mirada absorta gravita sobre mí. Viene de esa muchacha. La miro, me ve mirarla y retira su mirada. No es compasión, tal vez. Tal vez ella se avergüenza de mi condición.
 Sí, es absurdo. Segregarse de la libertad es un absurdo.
 Ella se ha ido. Pero yo tengo que meditar su mirada.
 No removió la parte mala de mi ser.

 El vehículo especial penetra en retroceso y desembarca guardiacárceles.
 Reconocen al hombre de mi lado:
 —¿Otra vez?…
 Los desafía:
 —No será por mucho tiempo.
 Recupero su historia, escuchada en el recreo de sol, estos días de convivencia percudida. Es ratero, diestro en deslizarse por los techos. Lo llaman "el techista". Un celador ignoraba el motivo del apodo y lo puso en una cuadrilla que trabajaba en el arreglo de las tejas de la cárcel. También de ese techo se escurrió.
 El techo…
 “El techo”, esa porción superior de mis propósitos, vuelve a mí como la dignidad volvió hace un momento.
 Pero me están diciendo que suba, que apure.
 No será por mucho tiempo.
 Y el que sea, a favor del silencio del encierro, sólo para algo enteramente noble: para escribir las páginas con que mi libro, por fin, tendrá comienzo.

 Nos descienden. Piso el pedregullo y me sé desnudo al sol.
 Nos embretan los requisitos del acceso. Nuestro cuerpo es entregado por alguien y alguien lo recibe. Nosotros asistimos a la transacción.
DESDE LA CIUDAD SIN CINES: El silenciero, por Antonio Di Benedetto Oigo música.
 Después toman nuestra ropa y nos dan un pantalón y una casaca, el colchón, la almohada y la frazada.
 Oigo música. Oigo voces de locución profesional.
 Este es el camino: un pasillo, una puerta de barrotes, otro pasillo y otra puerta de barrotes.
 Oigo una canción que termina. Oigo voces de locutor y locutora que detallan virtudes comerciales.
 Desembocamos en un patio, tal vez octogonal. Allí están todos esos hombres, inactivos contra el muro, relajados, dialogando como si se mantuvieran sin hablar. Allí están, en las paredes, dos, cuatro altoparlantes que amplifican los sonidos de una radio.
 Humillados mis hombros por la carga del colchón, la almohada y la frazada, hago mi camino por el patio, de extremo a extremo. Y un poco más, todavía, me desgarro.

 Este es el pabellón y en su interior, sobre la puerta de barrotes, otro altavoz sensibiliza el aire que tendré que respirar.
 Me dicen cuál será mi cama. Descargo. Dejo caer los brazos, a lo largo de mi cuerpo, para darles su descanso. Quedo expuesto delante del guardián. No sé qué harán conmigo ahora.
 Tampoco sabe el guardián qué espero, me parece. Porque me dice que, si lo deseo, puedo salir al patio. Ya me darán de comer.
 No pienso en comida. Me sube un ademán lento, con los dedos separados y combados a la altura de la frente, igual que si envolviera la redondez de una manzana. Pregunto, desolado:
 —¿Y esa radio?…
 Es un hombre bondadoso; me contesta como si le alegrara poder ofrecerme una compensación:
 —¿Le gusta? La tendrá siempre.
 Él no puede saber.

 Estoy sentado en una piedra, en un monte de naturaleza agradable, aunque bien triste.
 Viene, desde lejos, un pastor. Me dice:
 —No te es permitido permanecer en este sitio.
 Voy a preguntar por qué y él se anticipa:
 —Porque sobre esa piedra un cordero fue sacrificado.
 Retiro mi cuerpo del descanso y quedo de pie ante el anciano.
 Él se satisface de mi obediencia y reemprende su camino.
 Instalado en una piedra más pequeña, examino la mayor como si acabara de proponerme un enigma, no una prohibición.
 Me sorprende el pastor con un regreso repentino y me amonesta:
 —¡Y no pretendas haber sido dado en sacrificio, ser un inmolado!
 Voy a rechazar tal presunción (no obstante vislumbrar que revela la verdad); intento reprocharle su altivez, que no repara en mi humildad… Sin embargo, balbuceo y no lo logro: me perturba un sonido que acaba de llegar. Pasa a mi lado. Lo veo como un punto móvil, que se dora en el aire. Es una abeja.
 El zumbido me asedia. Se asienta en mi mejilla y no cesa su vibración sonora. Lo golpeo y cae. No es una abeja, es una mosca.
 Desaparece la claridad que hacía tan nítidos y creíbles esos sueños que yo estaba soñando. No obstante, el sonido continúa.
 Rehago mi entendimiento y lo adapto al lugar donde en verdad me hallo. Ya sé… Es la sierra de los penados meritorios, que trabajan en el taller, con permiso especial y a cambio de salario, hasta las tres de la mañana.
 Siento el cerebro machucado; como si estuviese al cabo de un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro.
  Pero mi cansancio no es feliz.
  La noche sigue… y no es hacia la paz adonde fluye.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Adriana Hidalgo, 2007, pp. 182-190. ISBN: 978-9879396001.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: