II
«Nunca olvidaré a Eslanda Goode Robeson, la esposa de Paul Robeson, el
cantante, que aquel año fue llamada a declarar ante el Comité de Actividades
Antiamericanas. Cuando Cohn y McCarthy le preguntaron si era comunista, aquella
orgullosa mujer de color, con su sombrero y su vestido floreados, rehusó
responder, amparándose en la Quinta y la Decimoquinta Enmiendas.
—¿La Decimoquinta? —le preguntó un nervioso Roy Cohn.
—Sí, señor, la Decimoquinta —repuso ella egregiamente—. Yo soy negra,
¿comprende?, desde niña me enseñaron a ampararme en la Decimoquinta, por mi
color de piel.
Cohn comentó que aquello era una tontería, que esa enmienda se refería
al derecho al voto.
—Yo siempre me he amparado en ella... —repuso la mujer negando con la
cabeza—. Y es que, en este país, soy ciudadana de segunda clase y por esa razón
he de acogerme a la Decimoquinta. No soy igual que los blancos.
Cohn no pudo sacarla de aquí; la versión de la señora Robeson de la vida
en nuestro país resultaba intraducible.
En los colegios no se enseña la asignatura Eslanda Goode Robeson. En los
libros de texto, entre la miríada de batallas y tratados, no hay sitio para las
esposas de la Historia. Pero a mí no se me olvidó lo que dijo acerca de que
necesitaba una coraza extra para protegerse. Fue la luz que iluminó mi
pensamiento; guió mi vida como un sextante.
Nosotros éramos la única familia negra de Sunset. Todo habría sido
distinto si hubiera tenido una amiga de confianza, una mujer de color dispuesta
a escondernos a mí y a Sonny en su cuarto de costura, como protegería a una
esposa maltratada; habría podido refugiarme en sus brazos. Pero no era una
mujer maltratada; en cierto modo, era una mujer amada. Tampoco tenía ninguna
amiga. Ni siquiera podía recurrir a Edith, la única judía del barrio, que era
el reflejo de mi propia soledad desde el otro lado de la calle. Asimismo,
aquella noche no podía ni pensar en huir con Sonny; imagínate a una mujer de
color por la carretera con un hijo tullido, buscando la ayuda de otros
viajeros. No era la manera de salvarlo. Lo más natural habría sido dirigirme a
la comunidad negra de Fillmore, pero también nos habíamos apartado de aquel
mundo.
En aquel tiempo culpaba a las tías de Holland. Afirmaban ser oriundas de
Hawai, descendientes por línea paterna de la hija de un capitán de la Compañía
de las Indias Occidentales y de un nieto del capitán Cook, leyenda inverosímil
pero bonita que les permitía sentirse diferentes. Eran el producto típico de la
vieja sociedad negra de San Francisco: culta, intelectual, siempre buscando el
buen matrimonio, hombres con bastón de paseo y mujeres con broche de camafeo de
mujer blanca. Se consideraban aparte del resto de su raza, lo mismo que
Holland. Recuerdo que, en una de las primeras cenas que les preparé, me habían
dicho:
—Quizá tuvimos un antepasado africano, cuatro
o cinco generaciones atrás, pero, como puedes ver, la sangre europea lo ha
diluido.
Las escuchaba con extrañeza, casi admirada. Qué atractiva fantasía,
creer que puedes dejar atrás los problemas raciales.
No obstante, eran partidarias de la segregación.
—Así es mejor —habían asegurado—. Los negros deben trabajar, comer y
comprar juntos.
Habían querido vender la “propiedad de Sunset”, como llamaban a nuestra
casa, y que Holland y yo nos instaláramos más cerca de ellas, en Fillmore, el
distrito negro, que iba llenándose de familias que no encontraban en otras
zonas a alguien dispuesto a alquilarles una vivienda; pero me había opuesto. Yo
soñaba con una vida diferente, mejor. De modo que vivíamos junto al océano,
lejos de nuestra gente. A fin de cuentas, quizá no fuera una decisión acertada;
tal vez en el fondo yo trataba de pasar por blanca tanto como ellas, y como el
propio Holland. Pero recuerdo que, aquella misma primavera de 1953, Thurgood
Marshall había venido a San Francisco y declarado a la prensa que la razón por
la que los negros se mostraban favorables a un ejército segregado era porque
así podrían llegar a generales. Quizá las tías prefirieran un San Francisco
segregado, para poder ser alcaldesas de un pequeño mundo. No se daban cuenta de
lo que estaba ocurriendo, de lo que iba a suceder en nuestro país. Pobres
mujeres; creo que no eran capaces de verlo porque sólo la idea las aterraba.
Tanta culpa tenía yo como ellas, desde luego. También vivía horrorizada,
sabedora del peligro que corría mi marido. ¿Acaso había visto él la reciente
foto de Copron, a una hora de carretera de nosotros: una cruz de fuego en el
jardín de un negro candidato al Senado? ¿O también se la había ahorrado,
recortándola? Qué trágicos tiempos para un hombre como él.
Holland ignoraba cómo luchar contra un blanco; había nacido sin esa
capacidad. Pero sí sabía algo: que el silencio es como un veneno exótico —sin
olor ni sabor— que provoca en la víctima una locura insidiosa. Yo estaba medio
loca de miedo y vergüenza ahora que mi mundo, construido con tanto esmero,
había sido arrancado de sus cimientos por un tornado y las paredes y puertas
habían sido arrojadas contra mí, mientras no podía hacer más que agacharme,
esperando a que pasara. Mis dudas, mis preguntas, permanecían encerradas como
mariposas en uno de esos frascos que usan los entomólogos para dar a los
insectos una muerte rápida y piadosa. Aún guiaba mis actos un resto del sentido
de mi deber como esposa, el afán de proteger a Holland y su pasado. Buzz me
había dejado las cosas claras, pero seguía sintiendo el sincopado latido de un
corazón desviado, y experimentaba la misma sensación que una enfermera que, al
hacer la ronda, descubre que sus pacientes han huido durante la noche. ¿Qué
vida salvará ahora? ¿La suya?
No podía dormir recordando cómo el azar nos había unido —dos veces— y
calculando, igual que la mujer que está a punto de empeñar una reliquia familiar,
qué podía reportarme aquello, cuál era su valor, a qué iba a renunciar. No se
trataba sólo de nuestro matrimonio sino también de lo que nos había conducido a
él, aquella historia secreta. Nuestra historia de amor, podría llamarse. Era
una historia de la guerra normal y corriente, pero no la versión que yo contaba
a amigos y conocidos. La verdadera me la callaba. Creía que ya habíamos dejado
atrás todo aquello, que ya estaba sumergido para siempre, pero ahora afloraba,
como un cadáver que emerge.
Era el verano de 1943, aún no habíamos cumplido los veinte. Una tarde,
mientras estábamos en el porche de su casa escuchando la radio, la madre de
Holland le había dado la tarjeta de reclutamiento.
—Vaya, mira esto —había dicho él.
Era un chico reservado, así que no era fácil adivinar qué pensaba de la
muerte. Tanto podía resultarle extraña como aterrorizarlo; pero su madre, una
viuda flaca y enérgica, la conocía bien.
—Escucha, hijo, no firmes. No es nuestra guerra. No quiero perderte
—declaró con firmeza.
Holland me miró levantando su hermosa cara angulosa, bebió un sorbo de
té y entonces oímos tintinear el hielo en el vaso que sostenía con mano
trémula. Pobres muchachos asustados, llamados a luchar. Igual que la gente ve
cómo va aproximándose un ciclón, lo sentíamos llegar: era el fin de la
juventud.
—¿Qué dices tú, Pearlie? —me preguntó, pasándose un pañuelo por la
frente, oscurecida por el sol del verano. En el pelo le brillaban gotitas de
sudor.
Holland, ¿recuerdas mi silencio, mi espanto? ¿Sentada en aquella
mecedora, sin hablar? Una abeja atrapada en la lámpara zumbaba como la alarma
de un banco. Nos mecíamos al compás de la radio, oyendo Good As I Been to You, una canción de lo más triste. Al fin tuve el
valor de mirarte. Tu cara hermosa, tu mano asustada. Sabía lo que quería, pero
ignoraba si tenía derecho a quererlo, y no sabía cómo decir que no fueras, que
te necesitaba. ¿Qué sería mi vida sin ti? Sólo dije “¡Oh!”. Y entonces me
miraste fijamente, como si comprendieras, y eso fue cuanto hablamos sobre el
asunto.
Holland optó por no hacer nada. Ese es un lujo que los hombres pueden
permitirse a veces. Pasó el plazo de alistamiento y el formulario marrón,
clavado con una tachuela oxidada a la cabecera de la cama, amarilleó al sol. Su
madre, que sabía lo que suponía dejar pasar el tiempo, había entrado una mañana
en la habitación y, tras bajar la persiana, había arrancado el formulario.
Cuando iba hacia la puerta, Holland se levantó en la penumbra y le preguntó qué
estaba haciendo.
—Voy a tirarlo —respondió la madre.
—Pero es que pienso enviarlo.
De pie en el pasillo, ella se secó las manos con su gran delantal de
flores. Era viuda de un granjero, acostumbrada a preservar lo que el mundo
trataba de arrebatarle.
—Ya no puedes enviarlo.
—Voy a hacerlo.
—Ya he dicho a los vecinos que te fuiste el lunes. Deja echada la
persiana y quédate aquí arriba. ¿Has oído? Está decidido.
Y, sin más, la madre bajó la escalera mientras
él permanecía en el dormitorio, sin otra luz que la que se filtraba por un
agujero de la persiana, un rayo de sol polvoriento que iluminaba una baraja.
Holland se había quedado mirando la persiana un momento. Luego había cerrado la
puerta.
¿Cómo
lograste sobrevivir? Tu mundo era tan reducido como el de un marinero: un
dormitorio oscuro, un orinal y el metro de pasillo que no se divisaba desde la
calle. No podías salir a la calle, ni asomarte a una ventana, ni cantar, ni
lanzar una pelota contra la pared; en resumen: no podías ser un muchacho. Eras
como un monje, con tu silencio y los libros que yo te llevaba, enclaustrado
para protegerte de los peligros del mundo exterior. ¿Cómo no te desmoronaste,
sabiendo que, si te veía algún vecino, antes del anochecer tendrías allí a todo
el pueblo haciendo sonar las cacerolas, para dar un baño de pintura amarilla a
aquel negrata holgazán y cobarde? Sé que estabas al tanto de cada batalla de
aquella guerra, de cada buque cargado de soldados negros que volaba por los
aires en el Pacífico. Llevabas la cuenta de las bajas del mismo modo que otros
chicos aprenden las estadísticas del béisbol, y sé que lo hacías para entrar en
contacto con el mundo real de vez en cuando, para exponerte al dolor, para
sentirte vivo. Habitabas al otro lado del espejo, en el tronco hueco de un
árbol, en un mundo sin muerte que unas mujeres habían creado para ti.
Visitaba aquella cárcel con las paredes cubiertas de papel de periódico
varias veces a la semana, cuando llegaba con la carpeta de música debajo del
brazo, para dar mi supuesta clase. La madre se quedaba en la planta baja,
sentada al destartalado piano, tocando Rock
of Ages una y otra vez, mientras yo subía a ver al hijo. Le llevaba libros
escondidos entre las partituras; debí de sacar en préstamo todos los volúmenes
de la biblioteca del pueblo. Y leíamos juntos, en silencio o susurros, hasta
que llegaba la hora en que debía volver a la extraña luz de un día que tú no
veías.
Memoricé cada rincón de tu habitación. Por supuesto, estaba enamorada.»
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