domingo, 5 de febrero de 2023

Historia de un matrimonio.- Andrew Sean Greer (1970)


This Week in Fiction: Andrew Sean Greer on the Alluring Tyranny of ...
II


 «Nunca olvidaré a Eslanda Goode Robeson, la esposa de Paul Robeson, el cantante, que aquel año fue llamada a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Cuando Cohn y McCarthy le preguntaron si era comunista, aquella orgullosa mujer de color, con su sombrero y su vestido floreados, rehusó responder, amparándose en la Quinta y la Decimoquinta Enmiendas.
  —¿La Decimoquinta? —le preguntó un nervioso Roy Cohn.
  —Sí, señor, la Decimoquinta —repuso ella egregiamente—. Yo soy negra, ¿comprende?, desde niña me enseñaron a ampararme en la Decimoquinta, por mi color de piel.
  Cohn comentó que aquello era una tontería, que esa enmienda se refería al derecho al voto.
  —Yo siempre me he amparado en ella... —repuso la mujer negando con la cabeza—. Y es que, en este país, soy ciudadana de segunda clase y por esa razón he de acogerme a la Decimoquinta. No soy igual que los blancos.
  Cohn no pudo sacarla de aquí; la versión de la señora Robeson de la vida en nuestro país resultaba intraducible.
  En los colegios no se enseña la asignatura Eslanda Goode Robeson. En los libros de texto, entre la miríada de batallas y tratados, no hay sitio para las esposas de la Historia. Pero a mí no se me olvidó lo que dijo acerca de que necesitaba una coraza extra para protegerse. Fue la luz que iluminó mi pensamiento; guió mi vida como un sextante.
  Nosotros éramos la única familia negra de Sunset. Todo habría sido distinto si hubiera tenido una amiga de confianza, una mujer de color dispuesta a escondernos a mí y a Sonny en su cuarto de costura, como protegería a una esposa maltratada; habría podido refugiarme en sus brazos. Pero no era una mujer maltratada; en cierto modo, era una mujer amada. Tampoco tenía ninguna amiga. Ni siquiera podía recurrir a Edith, la única judía del barrio, que era el reflejo de mi propia soledad desde el otro lado de la calle. Asimismo, aquella noche no podía ni pensar en huir con Sonny; imagínate a una mujer de color por la carretera con un hijo tullido, buscando la ayuda de otros viajeros. No era la manera de salvarlo. Lo más natural habría sido dirigirme a la comunidad negra de Fillmore, pero también nos habíamos apartado de aquel mundo.
  En aquel tiempo culpaba a las tías de Holland. Afirmaban ser oriundas de Hawai, descendientes por línea paterna de la hija de un capitán de la Compañía de las Indias Occidentales y de un nieto del capitán Cook, leyenda inverosímil pero bonita que les permitía sentirse diferentes. Eran el producto típico de la vieja sociedad negra de San Francisco: culta, intelectual, siempre buscando el buen matrimonio, hombres con bastón de paseo y mujeres con broche de camafeo de mujer blanca. Se consideraban aparte del resto de su raza, lo mismo que Holland. Recuerdo que, en una de las primeras cenas que les preparé, me habían dicho:
 —Quizá tuvimos un antepasado africano, cuatro o cinco generaciones atrás, pero, como puedes ver, la sangre europea lo ha diluido.
  Las escuchaba con extrañeza, casi admirada. Qué atractiva fantasía, creer que puedes dejar atrás los problemas raciales.
  No obstante, eran partidarias de la segregación.
  —Así es mejor —habían asegurado—. Los negros deben trabajar, comer y comprar juntos.
  Habían querido vender la “propiedad de Sunset”, como llamaban a nuestra casa, y que Holland y yo nos instaláramos más cerca de ellas, en Fillmore, el distrito negro, que iba llenándose de familias que no encontraban en otras zonas a alguien dispuesto a alquilarles una vivienda; pero me había opuesto. Yo soñaba con una vida diferente, mejor. De modo que vivíamos junto al océano, lejos de nuestra gente. A fin de cuentas, quizá no fuera una decisión acertada; tal vez en el fondo yo trataba de pasar por blanca tanto como ellas, y como el propio Holland. Pero recuerdo que, aquella misma primavera de 1953, Thurgood Marshall había venido a San Francisco y declarado a la prensa que la razón por la que los negros se mostraban favorables a un ejército segregado era porque así podrían llegar a generales. Quizá las tías prefirieran un San Francisco segregado, para poder ser alcaldesas de un pequeño mundo. No se daban cuenta de lo que estaba ocurriendo, de lo que iba a suceder en nuestro país. Pobres mujeres; creo que no eran capaces de verlo porque sólo la idea las aterraba.
  Tanta culpa tenía yo como ellas, desde luego. También vivía horrorizada, sabedora del peligro que corría mi marido. ¿Acaso había visto él la reciente foto de Copron, a una hora de carretera de nosotros: una cruz de fuego en el jardín de un negro candidato al Senado? ¿O también se la había ahorrado, recortándola? Qué trágicos tiempos para un hombre como él.
  Holland ignoraba cómo luchar contra un blanco; había nacido sin esa capacidad. Pero sí sabía algo: que el silencio es como un veneno exótico —sin olor ni sabor— que provoca en la víctima una locura insidiosa. Yo estaba medio loca de miedo y vergüenza ahora que mi mundo, construido con tanto esmero, había sido arrancado de sus cimientos por un tornado y las paredes y puertas habían sido arrojadas contra mí, mientras no podía hacer más que agacharme, esperando a que pasara. Mis dudas, mis preguntas, permanecían encerradas como mariposas en uno de esos frascos que usan los entomólogos para dar a los insectos una muerte rápida y piadosa. Aún guiaba mis actos un resto del sentido de mi deber como esposa, el afán de proteger a Holland y su pasado. Buzz me había dejado las cosas claras, pero seguía sintiendo el sincopado latido de un corazón desviado, y experimentaba la misma sensación que una enfermera que, al hacer la ronda, descubre que sus pacientes han huido durante la noche. ¿Qué vida salvará ahora? ¿La suya?
  No podía dormir recordando cómo el azar nos había unido —dos veces— y calculando, igual que la mujer que está a punto de empeñar una reliquia familiar, qué podía reportarme aquello, cuál era su valor, a qué iba a renunciar. No se trataba sólo de nuestro matrimonio sino también de lo que nos había conducido a él, aquella historia secreta. Nuestra historia de amor, podría llamarse. Era una historia de la guerra normal y corriente, pero no la versión que yo contaba a amigos y conocidos. La verdadera me la callaba. Creía que ya habíamos dejado atrás todo aquello, que ya estaba sumergido para siempre, pero ahora afloraba, como un cadáver que emerge.
 Era el verano de 1943, aún no habíamos cumplido los veinte. Una tarde, mientras estábamos en el porche de su casa escuchando la radio, la madre de Holland le había dado la tarjeta de reclutamiento.
  —Vaya, mira esto —había dicho él.
Historia de un matrimonio (Narrativa): Amazon.es: Greer, Andrew ...  Era un chico reservado, así que no era fácil adivinar qué pensaba de la muerte. Tanto podía resultarle extraña como aterrorizarlo; pero su madre, una viuda flaca y enérgica, la conocía bien.
  —Escucha, hijo, no firmes. No es nuestra guerra. No quiero perderte —declaró con firmeza.
  Holland me miró levantando su hermosa cara angulosa, bebió un sorbo de té y entonces oímos tintinear el hielo en el vaso que sostenía con mano trémula. Pobres muchachos asustados, llamados a luchar. Igual que la gente ve cómo va aproximándose un ciclón, lo sentíamos llegar: era el fin de la juventud.
  —¿Qué dices tú, Pearlie? —me preguntó, pasándose un pañuelo por la frente, oscurecida por el sol del verano. En el pelo le brillaban gotitas de sudor.
  Holland, ¿recuerdas mi silencio, mi espanto? ¿Sentada en aquella mecedora, sin hablar? Una abeja atrapada en la lámpara zumbaba como la alarma de un banco. Nos mecíamos al compás de la radio, oyendo Good As I Been to You, una canción de lo más triste. Al fin tuve el valor de mirarte. Tu cara hermosa, tu mano asustada. Sabía lo que quería, pero ignoraba si tenía derecho a quererlo, y no sabía cómo decir que no fueras, que te necesitaba. ¿Qué sería mi vida sin ti? Sólo dije “¡Oh!”. Y entonces me miraste fijamente, como si comprendieras, y eso fue cuanto hablamos sobre el asunto.
  Holland optó por no hacer nada. Ese es un lujo que los hombres pueden permitirse a veces. Pasó el plazo de alistamiento y el formulario marrón, clavado con una tachuela oxidada a la cabecera de la cama, amarilleó al sol. Su madre, que sabía lo que suponía dejar pasar el tiempo, había entrado una mañana en la habitación y, tras bajar la persiana, había arrancado el formulario. Cuando iba hacia la puerta, Holland se levantó en la penumbra y le preguntó qué estaba haciendo.
  —Voy a tirarlo —respondió la madre.
  —Pero es que pienso enviarlo.
  De pie en el pasillo, ella se secó las manos con su gran delantal de flores. Era viuda de un granjero, acostumbrada a preservar lo que el mundo trataba de arrebatarle.
  —Ya no puedes enviarlo.
  —Voy a hacerlo.
  —Ya he dicho a los vecinos que te fuiste el lunes. Deja echada la persiana y quédate aquí arriba. ¿Has oído? Está decidido.
 Y, sin más, la madre bajó la escalera mientras él permanecía en el dormitorio, sin otra luz que la que se filtraba por un agujero de la persiana, un rayo de sol polvoriento que iluminaba una baraja. Holland se había quedado mirando la persiana un momento. Luego había cerrado la puerta.
  ¿Cómo lograste sobrevivir? Tu mundo era tan reducido como el de un marinero: un dormitorio oscuro, un orinal y el metro de pasillo que no se divisaba desde la calle. No podías salir a la calle, ni asomarte a una ventana, ni cantar, ni lanzar una pelota contra la pared; en resumen: no podías ser un muchacho. Eras como un monje, con tu silencio y los libros que yo te llevaba, enclaustrado para protegerte de los peligros del mundo exterior. ¿Cómo no te desmoronaste, sabiendo que, si te veía algún vecino, antes del anochecer tendrías allí a todo el pueblo haciendo sonar las cacerolas, para dar un baño de pintura amarilla a aquel negrata holgazán y cobarde? Sé que estabas al tanto de cada batalla de aquella guerra, de cada buque cargado de soldados negros que volaba por los aires en el Pacífico. Llevabas la cuenta de las bajas del mismo modo que otros chicos aprenden las estadísticas del béisbol, y sé que lo hacías para entrar en contacto con el mundo real de vez en cuando, para exponerte al dolor, para sentirte vivo. Habitabas al otro lado del espejo, en el tronco hueco de un árbol, en un mundo sin muerte que unas mujeres habían creado para ti.
  Visitaba aquella cárcel con las paredes cubiertas de papel de periódico varias veces a la semana, cuando llegaba con la carpeta de música debajo del brazo, para dar mi supuesta clase. La madre se quedaba en la planta baja, sentada al destartalado piano, tocando Rock of Ages una y otra vez, mientras yo subía a ver al hijo. Le llevaba libros escondidos entre las partituras; debí de sacar en préstamo todos los volúmenes de la biblioteca del pueblo. Y leíamos juntos, en silencio o susurros, hasta que llegaba la hora en que debía volver a la extraña luz de un día que tú no veías.
  Memoricé cada rincón de tu habitación. Por supuesto, estaba enamorada.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Salamandra, 2010, en traducción de Ana Mª de la Fuente, pp. 44-47. ISBN: 978-84-9838-247-1.]

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