Capítulo III
La política es lo primero
«-En el verano de 1944, por fin aparece el
enemigo. Un colega de bachillerato, Misu Ionescu, hijo de un oficial que está
en el frente, un tipo atlético con una fuerza colosal, rugbista. Me habla de su
“misión especial”. Sabe quién fue mi padre, un comunista fallecido en la sede
de la Seguridad del Estado; tiene confianza en mí. Me propone colaborar como
“técnico”. Nos encontramos en una de las calles con nombre de aviadores: Tetrat,
Serban Petrescu, en la zona de Dorobanti. Me entrega un sobre. Otras veces
tengo que aprender de memoria un mensaje cifrado, como el de Radio Londres. Voy
a los barrios de Domenii, de Vatra Luminoasa, transmito órdenes secretas a unas
gentes con cara de plomo. No sé de qué se trata, sólo que “nosotros” estamos en
contra de los alemanes, en contra de la guerra.
Después del veintitrés de agosto comprendo: he
sido utilizado por el Partido Comunista; he sido “ilegalista”.
Aquí interviene –continúa Vasilíu- un rasgo de
mi carácter que habrá observado. Nunca, me dice una voz interior, un pequeño daimon, nunca utilices en tu provecho un
hecho dictado por una necesidad íntima. Ganas, injustamente dos veces –subraya
Vasilíu con voz trémula-. Primero, logras ensalzarte a tus propios ojos.
Segundo, ganas un beneficio material, subes de grado. No… Se trata del orgullo,
orgullo loco. Esperas que la gente acuda para agradecerte y rogarte de rodillas
que aceptes… agradecimientos, privilegios. Algo que nunca ocurre. El reconocimiento
es aún más escaso que el agradecimiento –dice Vasilíu.
Idealismo, ingenuidad, sentido de la justicia…
estos son los ingredientes de Ioil García. A los cuales, la vuelta del fantasma
de Leonard, mi verdadero padre redescubierto, no derribó, al contrario,
fortaleció; un héroe es idealista, desinteresado. Siempre Don Quijote. ¿Qué le
ocurre al Caballero de La Mancha? ¡Se enfrenta a carreteros, a vagabundos que
se burlan de él, lo apalean! ¿Recuerdas al chico de la calle Mosilor? ¿El que
alcanzaba a escupir lejos y que me decía que era un “bolchevique” porque
llevaba una chaqueta roja, como en Epsom? Que sepas –dice Vasilíu (viejo,
asqueado, con cierta serenidad que me produce malestar)-, que el encuentro con
el chico, cuyos dedos ennegrecidos se salían de las sandalias, no me ha
abandonado nunca. He vivido en el Bulevar, cerca de la esquina con Mosilor. Caí
aquí en paracaídas, hace cinco minutos. Siempre hace cinco minutos. Parezco
idiota. Un individuo ridículo, inadecuado a las circunstancias. Es lo que fui.
La gente se reía de mí, con justa razón.
Pero muy hábil para mentirme. Inventé un
sinfín de pretextos para no adaptarme.
“Adaptación, igual a desvergüenza” era una de
mis ecuaciones. Al mismo tiempo se despertó en mí la ambición. ¿Cómo tener
éxito sin adaptarse? Empecé a canalizar toda mi energía para solucionar este
problema. Perdí mucho tiempo, mucha energía en ello. Puse mis talentos al
servicio de la “causa”. Una manera de tomarse a sí mismo el pelo.
Por ejemplo, hacia 1946, mucha gente vislumbra
el “mundo del mañana”. Se vaticina un gran cambio, “un tipo de socialismo”. La
gente se niega a ver el cataclismo, el hundimiento de la sociedad… A mí se me
podría considerar lúcido por vaticinar la catástrofe que no iba a tardar en
producirse. Soy joven, sin embargo no me hago ilusiones como tantos otros en
aquel tiempo: no percibían el peligro mayor que les iba a destrozar. Llego a
ser un apóstol de la violencia. Un filosoviético excitado. Me parece que voy
más lejos que los otros. ¡Estupendo movimiento! Soy ofensivo, devoro a los
burgueses a grandes bocados. Bueno, hasta aquí soy un oportunista enérgico…
Pero si no me reúno con los que tendrían que ser mis aliados, los que atisban
el cambio para aprovecharse y tener una silla en primera fila ¿de qué sirve?
Soy un luchador solitario por una causa colectiva. Por eso nadie me toma en
serio en ninguno de los dos bandos. Alguien dice de mí: “Es un individualista
feroz”. Desgraciadamente, no tengo los colmillos a medida de mi deseo de
morder.
[…]
Es mi momento de poder. Pensé entonces que
había iniciado el camino del éxito, que nada iba a interrumpir mi ascensión. El
ímpetu parece invencible. Animado por las “hadas madres”, colmado por las
energías de lo soñado y de mis savias, no mi imagino qué podría detenerme.
Para hacer mi entrada en la vida elegí la
medicina. Deseo arrojarme a la acción. Simbolizada por la unión voluptuosa
acaecida en el sueño. Pensar en el niño que nacerá de mi unión con Galatea.
¿Por qué no se cumple mi programa? No logro
desprenderme de la parte cursi de mi niñez. Pienso un poco. Mi genealogía, con
aquel abuelo que nunca conocí, un individuo lleno de secretos, de emociones
turbias; mi padre que muere misteriosamente… Huérfano a los cinco años, educado
por una madre que interpretaba a Chopin, que me adoraba incestuosamente, que me
idealizaba como a un gentlman… El
amante de mi madre, músico ingenuo… todos los ingredientes del melodrama. El
único que me da una educación viril, filosófico-viril, es mi tío Rudra. Me
ayuda a vencer el sentimentalismo. Me abre perspectivas hacia el mundo áspero
de las ideas… Pero en la misma ampolla hay también veneno, negación, la nada. Existimos
como ilusiones, idola, suma de
fuerzas que se cruzan, se unen durante un tiempo limitado. Las partes que nos
componen se descompondrán perdidas, volverán a componer otros cuerpos, otras
vidas, igual de pasajeros. El velo del sufrimiento universal está tejido por el
sufrimiento… también ilusorio.
La doctrina de Rudra me está desmoralizando.
He salido de la cuna de lágrimas donde crecí al lado de mi madre, de la utopía
cándida de Ioil, para entrar en el universo ácido del filósofo. Un mundo en el
cual los amores son pasajeros; segura, definitiva, es únicamente la soledad
helada.
Mi inteligencia se desarrolla en un sentido
negativo, nihilista. Ser constructivo me resulta imposible, hay demasiadas
ruinas en mi entorno, en mi interior.
Toda la vida he ido recordando la noche de
Valea Murei: el anhelo del nacimiento de un hijo –fruto de la unión entre un
hombre y una mujer-. Mi obra. Mis ilusiones no pasarán de ser espectros,
iguales que los fantasmas reunidos que me rodearon aquella noche de verano.
Tampoco nacerá un hijo, mis uniones de más tarde se quedaron estériles.
Vuelvo a Bucarest –reanuda Vasilíu, tras observar
que mi atención se había relajado por un momento-. Tengo la cabeza llena de
proyectos. No me doy cuenta de las dificultades que me esperan. Estoy lleno de
energía revolucionaria. Para algunos lo que está pasando es una catástrofe, a
mí me parece que es un principio de otra era, un amanecer. La Revolución llama
a la puerta. Me hago miembro del Partido. Bramo en las reuniones en contra de
los burgueses. Estoy al lado de los poderosos, los débiles que se larguen
adonde quieran. Los obreros, los campesinos y los intelectuales: yo
pertenezco a la nueva Trinidad. Una sola
palabra para todo lo que está pasando: entusiasmo.
(Delante de mí está un hombre viejo, enfermo.
Parece que aguanta peor la vuelta al pasado que la enfermedad y la usura
física. La voz le titubea. Su mirada es borrosa, el ojo opaco, de muerto
reciente).
No le hablaré de la terrible angustia de
aquellos tiempos. Busque en los libros de historia –me dice casi
agresivamente-. Le hablo de mí –retoma encarnizado, a pesar de que yo no le
contradigo-. ¿Cómo pude yo, que difícilmente me sustraje al drama burgués,
llegar a ser un niño de la revolución? ¡A pesar de la muerte de mi padre en los
calabozos de la Seguridad del Estado y de las enseñanzas de Ioil! Intentaré
aclarárselo.
Le hablé de Misu Ionescu, el que me reclutó en
la red de mensajeros del partido en 1944. Aquel tipo grandullón, musculoso,
despiadado. ¿Y a quién encuentro en la sala de las autopsias de la Facultad de
Medicina como colega? A Misu. Ya no tiene espinillas en la cara. Se acuerda de
nuestra amistad. Es de los pocos que me demuestran simpatía. Los “burgueses” me
evitan; para los proletarios soy alguien extraño, difícil de comprender. Misu
sabe por dónde cogerme, tiene un recuerdo preciso de aquellas misiones ilegales
que llevé a cabo concienzuda, valientemente. Una mañana estamos los dos en las
clases prácticas. Estamos disecando el cadáver de un varón. Sumergidos en el
formol, inertes, los órganos han perdido la apariencia de la vida. Los
músculos, los tendones, son como sogas torcidas. El cuerpo, despojado de las
vísceras, es una jaula vacía. El rostro es una máscara, en el cual han puesto su
impronta experiencias que ya no pueden ser descifradas. A través de estos
cuerpos intentamos reconstruir al ser humano. Se parecen a unos muñecos
grandes, desmontados impúdicamente; imaginamos su nombre, su historia y este
final sin tumba “en provecho de la ciencia”. Fantasmas: el hombre que disecamos
es un ricachón arruinado por nuestra revolución. La familia no pagó su
entierro, llegó a la sala de disección.»
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