viernes, 4 de agosto de 2017

"La jungla".- Upton Sinclair (1878-1968)


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Capítulo XXIII

«-Estoy buscando hombres para un trabajo duro. Se trata de excavar túneles para los cables de teléfono, todo bajo tierra. Es posible que no sea lo que anda buscando.
 -No hay inconveniente, señor. Cualquier trabajo es bueno para mí. ¿Cuánto es la paga?
 -Quince centavos por hora.
 -De acuerdo, señor.
 -Perfectamente. Vuelva a la entrada y que inscriban su nombre.
Y así, antes de que transcurriera media hora Jurgis se encontraba ya trabajando a buena profundidad bajo las calles de Chicago. Para tratarse de un conducto destinado a conexiones telefónicas, el túnel, con sus tres metros de anchura y un alto casi equivalente, no podía ser más singular: una verdadera tela de araña con brazos y bifurcaciones que se extendían en todos los sentidos. Jurgis caminó más de un kilómetro con el resto del equipo antes de alcanzar el lugar donde habían de iniciar el trabajo. El túnel, cosa todavía más extraña, estaba dotado de luz eléctrica y tenía un doble tendido de raíles para ferrocarril de vía estrecha. Pero, no siendo su misión la de hacer preguntas, Jurgis hizo caso omiso de todo ello y ni siquiera volvió a parar mientes en lo observado. Hubo de pasar un año antes de que llegase a comprender lo que aquel tinglado ocultaba.
 Discretamente y casi con sigilo, el Consistorio municipal había aprobado un pequeño e inocuo proyecto por el que se autorizaba a cierta compañía la construcción de una red de conductos subterráneos destinada a la instalación de cables telefónicos. Amparándose en dicha autorización, un gran grupo de empresas había perforado todo el subsuelo urbano creando un trazado de líneas subterráneas para trenes de mercancías con el que los más importantes patronos de la ciudad -cuya fuerza conjunta representaba un capital de cientos de millones de dólares- se proponía escapar al azote del sindicato de transportes, que era, de todos, el que más les hostigaba. Cuando quedase ultimada la red de túneles, que comunicaba a todas las grandes factorías y almacenes con los depósitos ferroviarios, los patronos tendrían al enojoso sindicato en el puño. Los rumores y especulaciones que habían llegado alguna que otra vez al Consejo lograron que se instruyesen investigaciones al respecto, pero, a cada intento del comité investigador, la aparición de crecidas sumas de dinero había echado tierra sobre el asunto y, cuando la ciudad quiso darse cuenta del asunto, se encontró ante un hecho consumado. El hecho, a buen seguro, dio lugar a un escándalo formidable que puso al descubierto una serie de delitos, entre ellos la falsificación de las actas municipales, lo cual llevó a la picota -en sentido figurado, naturalmente- a varias personalidades ciudadanas, ilustres por sus caudales.Y, a pesar de que las obras tenían su entrada principal en las traseras de una taberna propiedad de uno de los miembros del Consistorio, éstos alegaron no haber tenido conocimiento de lo que estaba ocurriendo.
 Jurgis tenía su lugar de trabajo en una de las perforaciones de reciente apertura, lo cual le garantizaba la ocupación para todo el invierno. Tanto fue su júbilo al descubrirlo que aquella noche se fue de parranda. Luego, con el dinero que le restaba, se aseguró hospedaje en una casa de huéspedes donde podía, por un dólar semanal, compartir con otros tres hombres un gran colchón de paja de hechura casera. Otros cuatro dólares le proporcionaron pensión alimenticia para toda la semana en una casa vecina a su trabajo. Esto le dejaba un remanente semanal de cuatro dólares, una cantidad nunca soñada por Jurgis, si bien al principio hubo de costearse las herramientas y un par de botas recias, por cuanto las suyas, de puro viejas, se le caían de los pies. Algo parecido ocurría con su única camisa, que un verano de uso había convertido en un harapo, por lo cual hubo de sustituirla por otra de franela. Y, finalmente, estaba el abrigo. Toda una semana se pasó Jurgis reflexionando si debía o no adquirir el que su patrona ofrecía de ocasión, propiedad de un buhonero judío que no había dejado, a su muerte, otra cosa con que liquidarle los atrasos. Jurgis, sin embargo, acabó por resolverse en contra de la compra en vista de que las horas del día las pasaba bajo tierra y, las de la noche, en la cama.
 Nunca pudo errar más que tomando aquella decisión, la más propicia para empujarle a las tabernas. Su horario de trabajo, que le ocupaba desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, no le concedía más asueto que la media hora destinada al almuerzo, con lo cual los días laborables no llegaba Jurgis a ver la luz del sol. Y luego, caída la noche, no tenía adónde ir, como no fuesen los cafetines: único lugar que, además de luz y calor, podía proporcionarle la oportunidad de escuchar un poco de música o de charlar un rato en compañía de algún camarada. Sin un hogar donde cobijarse, huérfano de todo afecto en este mundo, no le restaba en verdad otro amparo que el que procede de lo que, burlescamente, ha dado en llamarse el compañerismo del vicio. Cierto que los domingos podía uno acudir a la iglesia, mas ¿dónde encontrar una en la que un obrero apestoso, cubierto de parásitos que se le asomaban al cuello, pudiese sentarse en un banco sin advertir cómo la gente se apartaba de él con aire de disgusto? Cierto, también, que le quedaba su cuarto de la casa de hospedaje o, al menos, una esquina de él: un espacio cerrado y sin caldeo, con un ventanuco abierto sobre una tapia desnuda que se levantaba a dos pies de distancia; y, cómo no, estaban, por último, las calles desiertas, barridas por el viento huracanado del invierno. Aparte de estas cosas, sin embargo, Jurgis no tenía más que las tabernas y, para permanecer en ellas, veíase, por supuesto, obligado a beber. Un trago de vez en cuando le daba derecho a acomodarse a su antojo, a jugar a los dados o echar, con una baraja grasienta, sentado a una mesa de raído tapete, una partida de cartas; también podía hojear las páginas color de rosa de un periódico "deportivo", donde abundaban las manchas de cerveza y las fotografías de asesinos y de mujeres medio desnudas. En tales diversiones gastaba Jurgis su dinero y así transcurrió su vida a lo largo de las seis semanas y media que estuvo a sueldo de los magnates de Chicago, trabajando con denuedo a fin de que aquéllos pudieran salirse de las garras de su sindicato de transportes.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1986, en traducción de Antonio Samons, pp. 61-63. ISBN: 84-7634-122-9.]
 

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