«Años atrás oí contar una historia relacionada con Pere Pagell -exactamente, la historia de la cajita de libras esterlinas-, y a la hora de tomar café le pido si puede darnos alguna información sobre el hecho, suponiendo que el hecho sea cierto.
-¡Es absolutamente seguro que la cosa sucedió!... -dice el pescador, con aspecto de estar un poco avergonzado.
Pagell es un hombre que tiene la piel llena de pecas rojizas, el bigote y la barba entrecanos, de mediana edad, de estatura media, algo encorvado, no muy corpulento; parece ser un trabajador infatigable, muy pobre, muy resignado, de una infinita bondad.
-Imagínese -dice- que con otros dos hombres de Begur, que ya murieron, pescábamos langostas en la parte más exterior de los Llims.
Una mañana, mientras levábamos las nasas, vimos que sobre el mar flotaba una cajita. La recogimos y, una vez terminado el trabajo, la descerrajamos. La cajita era de muy buena madera, estaba muy bien construida y, aunque llevaba mucho tiempo en el mar, no había entrado en ella ni una gota de agua. Dentro de la cajita había un montón de papeles. Los leímos, pero no sacamos nada en claro. Se trataba de unos papeles blancos con letras muy bien hechas. Todos los que andábamos embarcados supusimos que no valían nada. Así pues, los fuimos echando al agua como si fueran recortes de periódico. Lo que nos gustó fue la cajita. Creíamos que en Begur nos darían por ella por lo menos un par de duros. Todos los papeles fueron a parar al mar, menos dos o tres que quedaron olvidados en la sentina.
Al llegar a Sa Tuna se acercó a la barca el señor Nap, para ver qué traíamos y comprar algún pescado.
Mientras regateábamos le mostramos la cajita y le contamos lo de los papeles.
-Eran papeles como éste... -dije, enseñándole uno, mojado, que recogí bajo el banco de popa.
Nap observó atentamente el papel. Lo miró por delante y por detrás y luego a contraluz. Era un hombre que entendía en cosas de comercio. Llevaba los libros de la cooperativa. Dijo, por fin:
-¿Eran como éste todos los billetes que habéis tirado?
-Yo diría que sí. Mejor dicho, eran exactamente como éste.
Nap nos miró con un aire de tristeza y curiosidad vivísimas: una mirada que no le había conocido antes.
-¿Qué clase de papel es éste, señor Nap? -le pregunté.
-Es un billete de cinco libras esterlinas...
Hermós, que ha estado escuchando la historia con un enorme interés, no puede contenerse:
-Yo le llamo a eso un hatajo de imbéciles...
-Tenéis razón, Hermós, tenéis razón... -dice la mujer de Pagell, maquinalmente, como si hablara del tiempo.
Cuando acaba de contar la historia, Pagell está azorado como el día en que Nap le descubrió la verdad. Su figura parece literalmente angélica, al decir poco después:
-De todos modos, igual tenemos que morir... Por la cajita nos dieron tres duros...
-¡Tres burros! -exclama Hermós con la gorra en el cogote, frenético.
Se produce un penoso silencio. Todo el mundo mira a Pagell, que se ha quedado con la mirada fija en el fondo de un vaso de vino vacío. Para terminar de una vez, le pregunto:
-¿Y vos, Pere, qué pensasteis entonces? ¿Qué pensáis ahora?
-¿Qué quiere usted que piense, pobre de mí? Aquel dinero... había mucho dinero... no era nuestro. Era de un barco hundido o de alguien que lo perdió. ¡Vaya usted a saber!
-¿Y nada más?
-También he pensado, a veces, que ser pobre no tiene mucho mérito, francamente. Todo el mundo, en cuanto se distraiga un poco, puede serlo...
Después de pasar la tarde con esta buena gente, hemos cenado también juntos. Al llegar el momento de dormir, nos ofrecen un rincón junto al fuego. Hermós no acepta.
-En Sa Tuna, Pagell, hay demasiadas ratas, demasiadas ratas para dormir en el suelo... -dice.
-Cierto que hay alguna, Hermós, cierto que hay alguna... -dice la pobre mujer del pescador, resignada, respetuosa, maquinalmente.»
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