miércoles, 2 de agosto de 2017

"Carreteras secundarias".- Ignacio Martínez de Pisón (1960)


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«-Guisantes, espárragos, mayonesa, tres latas de aceitunas rellenas -anunciaba Paquita, abarcando con un contenido de la cabeza el contenido de aquellas bolsas.
 Mi padre al principio protestaba, aunque está claro que lo hacía más por cortesía que por otra cosa, como cuando un invitado se presenta en una cosa con un ramo de flores o una botella de vino y el anfitrión le dice: "Pero, ¿por qué te has molestado?".
 -¡Mira que eres antiguo! -le replicaba Paquita-. Cuando se roba para comer no es delito.
 Desde luego, todos los escrúpulos de mi padre se esfumaban en cuanto extendíamos todos aquellos botes y aquellas latas sobre la mesa de la cocina. Esos alimentos podían ser robados, pero yo puedo aseguraros que los escrúpulos no quitan el apetito. Mi padre entonces zampaba como el que más.
 -¡Están buenos estos guisantes! -exclamaba con la boca llena de guisantes robados. 
Paquita tuvo bastante que ver con ese cambio del que ya os he hablado, el cambio experimentado por mi padre, y yo creo que, si no hubiera sido por su influencia, tal vez no se habría decidido a dar el paso que entonces dio. Fue en Almacellas donde empezamos a vivir de nuestro teléfono. Tal como suena: de nuestro teléfono. Eso, aunque yo no lo supe hasta varios meses después, tiene un nombre, y el nombre es locutorio clandestino.
 Nosotros teníamos montado en casa un locutorio clandestino, pero no penséis que eso era una cosa del otro mundo. Era sólo un teléfono, como el que hay en todas las casas. En la nuestra estaba en el pasillo, y lo único que ocurría era que la gente venía, hacía un par de llamadas y luego nos las pagaba. Pagaban, naturalmente, menos de lo que les habrían cobrado en un teléfono público y con ese dinero mi padre y yo teníamos para vivir. Al cabo de un tiempo nos llegaría la factura, que por supuesto no podríamos pagar, y entonces nos cortarían la línea y ya veríamos lo que haríamos, si quedarnos allí hasta que se nos acabara el dinero o buscarnos otro apartamento con teléfono. Sencillo, ¿verdad? Tan sencillo que no sé por qué no hace lo mismo todo el mundo, quiero decir, todos los que estén como nosotros entonces, sin un duro.
 Aquello, por supuesto, no era como para hacerse rico, pero para ir tirando no estaba nada mal y algunos días conseguíamos hasta ochocientas o novecientas pesetas, lo que a mí me parecía una fortuna. Vosotros diréis: qué estupidez, nadie llamaría desde un sitio así sólo por ahorrarse unas pesetillas. Cierto, pero lo que no sabéis es que aquella zona era eminentemente agrícola y que aquel pueblo, en verano, se llenaba de temporeros del campo venidos del sur. ¿Lo entendéis o no? Nadie venía a nuestro piso para llamar a Lérida, eso está claro. Pero lo de aquellos hombres era otra cosa: ¿verdad que, si tuvierais que pasar tres o cuatro meses lejos de vuestras casas y vuestras familias, llamaríais con frecuencia? ¿Verdad que de vez en cuando os apetecería oír la voz de vuestros hijos y vuestras mujeres? ¿Y verdad que también vosotros procuraríais ahorrar algo de dinero en esas llamadas? Pues eso.
 No me preguntéis cómo surgió la idea, ni si se le ocurrió a Paquita o a mi padre. Bueno, yo supongo que algo tendría que ver la cuenta del teléfono dejada por Estrella. En el fondo, lo que ahora hacíamos no era otra cosa que cumplir las amenazas formuladas aquel día: las amenazas de llamar a Filipinas y a no sé cuántos países lejanos antes de que nos cortaran la línea. No me preguntéis tampoco en qué momento me di cuenta del asunto que mi padre se traía entre manos. El teléfono estaba ahí, en mitad del pasillo, y aquellos hombres venían a casa y llamaban, y a mí me daba la impresión de que eso podía haber sido siempre así, de que podíamos llevar meses o incluso años en ese pueblo viviendo del dinero de las llamadas. Era, por tanto, algo normal, y daba lo mismo que mi padre y yo nunca habláramos de eso: yo lo sabía todo y mi padre sabía que yo lo sabía todo, y las explicaciones sobraban como cuando nos comíamos  los guisantes y los espárragos que Paquita robaba en la tienda de su tía.
 Los temporeros llegaban en un par de furgonetas, esperaban pacientemente en el pasillo o el cuarto de estar, y luego llamaban a su pueblo y se iban por donde habían venido. Eso solía ser a la caída de la tarde, y os podéis imaginar lo extraño que resultaba ver cómo de repente la casa se llenaba de hombres como aquéllos, hombres oscuros y recios que suspiraban como en un velatorio y luego hablaban a gritos por teléfono. Si alguna tarde llegaba alguno nuevo, preguntaba casi siempre por Paquita: debía de ser ella la que se encargaba de captar clientes. Pero Paquita no solía estar en casa a esas horas  y era mi padre el que normalmente atendía a esos hombres, el que les acompañaba hasta el teléfono, calculaba la duración de la llamada y fijaba el precio.
 Creo recordar que las conferencias las cobrábamos a diez pesetas el minuto. Digo cobrábamos porque, cuando mi padre no estaba en casa o estaba ocupado en otro asunto, los temporeros se asomaban al cuarto de estar y me decían:
 -Toma, chico, los veinte duros de mi llamada.
 Me pagaban a mí como si eso fuera un bar y yo fuera el hijo del dueño o uno de los camareros, y yo dejaba el dinero sobre la mesa para que mi padre lo cogiera. Mi padre, por supuesto, lo cogía sin hacer comentarios. Ya he dicho que yo lo sabía todo y que mi padre sabía que yo lo sabía.»
 

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