domingo, 12 de octubre de 2025

El proyecto Lázaro.- Aleksandar Hemon (1964)

 

  «Recordé aquella anécdota de Rora en la sórdida sala del Centro de Negocios, incapaz de volver a conciliar el sueño por culpa de los litros de café vienés que había ingerido, y lo convertí todo en un sueño para poder olvidarlo. Rora, huelga decirlo, dormía a pierna suelta, inmune a los efectos del café y a las transiciones de los recuerdos a sueños. Estuve haciendo zapping durante un rato; me detuve brevemente en una peli porno en la que todo el mundo se lamía con frenesí, luego en la enésima noticia de la CNN sobre el enésimo ataque suicida en Bagdad y, por último, en el Campeonato Mundial de Póquer. Debo confesar que me excitó el desangelado cunnilingus de la pantalla, así como la utópica injusticia que se desprendía del relato de Rora: la simple y llana posibilidad de que el mundo acabara gobernado por el perverso triunvirato del poder, el instinto de supervivencia y la codicia. Rora había visitado, y quizás incluso habitado, semejante mundo, lo que significaba que yo había estado a un paso de conocerlo. De existir, ésa sí sería la auténtica tierra de los libres. En semejante país podría hacer lo que se me antojara; no habría matrimonio que valiera, no le debería nada a nadie, podría despilfarrar la beca de Susie, todas las becas del mundo, en lo que me diera la gana. En semejante mundo, podría dejar de preocuparme por lo que he prometido, por lo que me he comprometido a hacer, porque sencillamente me daría igual quién soy y me convertiría en otras personas a mi antojo. Y podría hacerlo siempre que me apeteciera. Podría dedicarme a ser el único significado de mi vida.
 Un heraldo de aquella tierra utópica llamó a mi puerta. Oí que alguien golpeaba tímidamente y cuando me levanté a abrir, ocultando mi erección tras la puerta, me encontré con la prostituta de rostro agraciado. Tenía unos ojos bastante llamativos y largas pestañas a todas luces falsas; se elevaba sobre unos vertiginosos tacones de plataforma que la obligaban a proyectar su generoso escote en mi dirección. Se estiró el top hacia abajo, dejando a la vista dos pechos periformes con los pezones erectos, y dijo en inglés:
 -Amor.
 Por un momento, pensé "aquí está", y luego "¿por qué no?". Pero acabé meneando la cabeza en señal de negación y cerrando la puerta.
 Seguía siendo demasiado débil para obtener placer a costa de otros, y más aún a costa de Mary o de aquella desdichada puta que seguramente se ganaría una buena hostia de su chulo por no haberse tirado a un americano caído del cielo. Tampoco era lo bastante altruista para no sentirme tentado de lanzarme con desenfreno a la búsqueda del placer. Atrapado para siempre en la mediocridad moral, no podía permitirme a mí mismo ni la superioridad ética ni una existencia orgásmica. Ése era uno de los motivos (que no me atrevía a confesarle a Mary, ni a nadie) por los que necesitaba desesperadamente escribir el libro sobre Lázaro. El libro me convertiría en otra persona, para bien o para mal: podía ganarme el derecho al egoísmo orgásmico (y el dinero necesario para ejercerlo) o bien adquirir un seguro moral sometiéndome a los honrados procesos de la duda y la realización personales.
 Mary había sido testigo de mis devaneos morales. Desde el pedestal de su decencia quirúrgicamente americana me veía debatiéndome en eterna confusión. Quería que saliera del hoyo, que subiera en la escala moral, pero yo seguía resbalando en cada nuevo y resbaladizo peldaño. Mary se tomaba con paciencia el que me negara a enseñarle nada de lo que escribía o a levantarme pronto para buscar un trabajo munífico. Había encontrado cookies de páginas porno en mi disco duro y había reaccionado con la debida indignación, pero no creía de veras que fuera a tener una aventura o contratar a una acompañante experimental. Toleraba mi repugnancia hacia todo lo espiritual, del mismo modo que aguantaba mi nulo interés por los niños y la decoración del hogar. Pero lo que de veras le molestaba era que me mostrara incapaz de comprender que el proyecto de nuestro matrimonio consistía en la búsqueda de un estado perfecto, la transición del matrimonio de los cuerpos al matrimonio de las almas. Yo no ponía toda la carne en el asador (y eso que, según la báscula, mis carnes iban en aumento), pero ella seguía mostrándose estoicamente tolerante. No es que no aspirara a ser un esposo perfecto, ni que no quisiera a Mary, que se manchaba las manos de sangre cada día por amor, pero nunca dejé de ser consciente de las posibilidades que existían más allá de los límites de nuestro matrimonio, de la libertad para buscar el placer en lugar de la perfección.
 Lázaro e Isador habían acudido a un burdel juntos. La madre de Lázaro le había mandado algo de dinero e Isador lo había convencido para invertirlo en desvirgarse. Se fueron a ver a Madame Madonskaya, que les pellizcó las mejillas. Las chicas los recibieron con risitas mal disimuladas y ambos se ruborizaron. Isador escogió a la que tenía los pechos más grandes y se fue arriba, dejando a Lázaro rodeado por un grupo de putas, hasta que una de ellas lo cogió de la mano y lo condujo hasta su habitación. Estaba tan asustado que no podía articular palabra. La chica dijo llamarse Lola; tenía un perro en la habitación, un diminuto chucho medio ciego que le ladró con furia. Mientras se desvestía, el perro le olisqueó las espinillas y Lázaro rompió a llorar.
 Apagué la tele y oí la respiración de Rora, que me recordaba al romper de las olas. Fuera, un hombre y una mujer hablaban entre risas, tropezaban con algo. Un perro ladró y luego se puso a gañir; después oí un estruendo de cristales rotos. Rora no se inmutó. La voz de la mujer vibraba de regocijo. El perro empezó a chillar y aullar entre el ruido de cristales rotos, y sus desesperados gañidos se dejaron oír durante un buen rato, hasta que se fueron convirtiendo en un débil gimoteo. La pareja había arrojado al animal al contenedor lleno de botellas rotas y luego -imagino- se habría quedado a ver cómo se retorcía y se mutilaba a sí mismo intentando escapar.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2011, en traducción de Rita da Costa, pp. 167-171. ISBN: 978-84-08-10687-6.]

domingo, 5 de octubre de 2025

14 de julio.- Éric Vuillard (1968)

 

La multitud

  «Hay que escribir lo que se ignora. En puridad, se desconoce lo que ocurrió el 14 de Julio. Los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito. Debemos deducirlo del número, de lo que sabemos de la tasca y de la calle, del fondo de los bolsillos y de la jerga de las cosas, mondas deformadas, mendrugos de pan. El parqué se agrieta. Se divisa al grandísimo gentío mudo, masa afásica. Están allí, en la Bastilla, cada vez hay más personas en las calles de alrededor. Los que no disponen de fusiles van armados con palos, con dañinas puntas herradas, mazas, sacacorchos, ¡tanto da! Desde el Arsenal hasta Saint-Antoine, los muelles y las calles están atestados de gente. Los pordioseros, los limpiabotas, los cocheros, todos los campesinos llegados a París para buscar pitanza están allí. Los estudiantes arrancan las empalizadas, las patas de los taburetes, los brazos de las carretas. Saltan, gritan. Pesadas nube se desplazan por el cielo. Mean delante de las puertas.

 ¿Qué es una multitud? Nadie quiere decirlo. Una mala lista, redactada más adelante, permite ya afirmar lo siguiente: ese día, en la Bastilla, está Adam, nacido en Côte-d'Or; está Aumassip, vendedor de ganado, nacido en Saint-Front-de-Périgueux; está Béchamp, zapatero; Bersin, trabajador del tabaco; Bertheliez, jornalero, originario del Jura; Bezou, de quien no se sabe nada; Bizot, carpintero de obra; Mammès Blanchot, de quien tampoco se sabe nada aparte del bonito nombre que tiene y que parece una mezcla de Egipto y de estiércol. Está también Boehler, carretero; Bouin, zurrador; Branchon, de quien no se sabe nada en absoluto; Bravo, carpintero; Buisson, tonelero; Cassard, tapicero; Delâtre, recaudador; Defruit, herrero; Devauchelle, aguador; Drolin, cerrajero; Duffau, zapatero; Dumoulin, labrador; Duret, panadero; Estienne, desconocido; Évrard, pasamanero; Feillu, trabajador de la lana; Génard, empleado; Girard, profesor de música; Grandchamp, dorador de metales; Grenot, techador y Grofillet y Guérin y Guigon. ¡Vaya!, ya tenemos un buen puñado de mamíferos, hombrecillos de Brueghel.
 Están también Guindor, baulero; Hamet, frutero; Havard, portero; Héric, desconocido; Heulin, jornalero; Jacob, del Marne; Jary, peón caminero; Jacquier, desconocido; Javau, bombero ¡y Joseph, carpintero! Son extraños los nombres, nos da la sensación de tocar a alguien. Y así, incluso cuando ya no queda nada, cuando sólo sabemos un nombre, una fecha, un oficio, un simple lugar de nacimiento, creemos adivinar, rozar. Parece que podamos entrever un rostro, un aire, una silueta. Y, entre las mandíbulas del tiempo, creemos a veces oír voces, la de Jouteau, calderero; la de Julien, camarero; la de Klug, candelero; de Kabers, el prusiano; de Kopp, el belga; de Lamouroux, el mecánico; de Lamy, trabajador portuario; de Lamboley, el bracero; de Lang, el zapatero; de Lavenne, el albañil; del hojalatero Lecomte e incluso la de Lecoq, que nos dejó más rastros que una mosca. Hay miles de tipos con delantal, con sus picas, sus hachas o sus navajas. Están Peignet, cuya madre se llama Anne Secret, cosa sublime; Richard, que acabará ciego, en los Inválidos. Sagault, que morirá dentro de una hora. Julien Bilion, que conversa, más allá, con unos compañeros. Están Poulain, bracero; Vachette, jornalero; Jonnas d'Annonay, Jacob del Bajo Rin, Secrettain de Boissy-la-Rivière y Raison y Cimetière y Conscience y Soudain y Rivière y Rivage.
 Por supuesto, un nombre no es gran cosa. Una profesión, una fecha, un lugar, modesto estado civil, una etiqueta. Son las sílabas de la verdad. Legrand, que era portero; Legros, capitán; Legriou, montador de péndolas; Lesselin, peón; Masson, el vendedor de clavos; Mercier, el tintorero; Minier, el sastre; Saunier, el trabajador de la seda; Térière, el aserrador; Mique, el cerrajero; Miclet, el Juan Lanas, los hermanos Moreau, Juan Lanas también, Motiron, el fabricante de cordones; Navizet, el dorador, Nuss y Oblisque, los ná de ná, todos han nacido y han currado y zampado y bebido y caminado de acá para allá por París, y por supuesto ese día estaban en carne y hueso en la Bastilla. Sí, estaban Pinon, el botero; Paul, el médico y Pinson, y Potron y Pitelle, sí, estaban todos allí, tras su barba de tres días y la verja oxidada del alma, farfullando, al pie de las murallas de piedra.
 Sí, abajo del todo, entre los árboles del jardín del Arsenal y las callejas del barrio de Saint-Antoine, sabemos que estaban un Plessier y un Ramelet, vendedor de tintorro, que seguramente se despepitó todo lo que pudo, ¡y un Pyot del Jura, un Raulot de ningún sitio, un Ravé de no sé dónde, un Quantin, sin señas, un Quenot! Estaban incluso un Poulet, al parecer, y un Quignon, un Rebard, un Robert, un Rogé, un Richard. Los había para todos los gustos, los había para el listín entero. Estaban un Roland con una sola ele y un Rolland con dos, estaban un Roseleur y un Rotival. ¡Ah!, qué entrañables son los nombres propios; el listín de la Bastilla es mejor que el de los dioses de Hesíodo, se nos parece más, nos refresca el cerebro. Así que, adelante, no nos detengamos, nombremos, nombremos, nombremos, recordemos a los famélicos, a los melenudos, a los napias, a los bizcos, a los tipos legales, a todo el mundo. Recordemos un instante a ese Saint-Éloy que, por una feliz casualidad de los nombres, vive en Saint-Éloi, y que se dedica al hermoso trabajo de encargado de una casa de baños; recordemos a Saveuse, el gendarme; a Sassard, el gilipollas; a Scribot, el destripaterrones; a Servant, el subalterno; a Serusier, el verdulero y a los dos Simonin, uno de Ludres, el otro de Bayona, y a Thurot, de Tournus, y al gran Athanase Tessier, a quien no conoce nadie, procedente de Gisors, solo sin duda, y que a los veintitrés años está allí, en medio de la multitud, feliz. Porque son rematadamente jóvenes los que están delante de los fosos de la Bastilla. Taboureux tiene veinte años, Thierry tiene veintiséis y el otro Thierry diecinueve, y el tercer Thierry, cuya edad desconocemos, no será mucho mayor; Tissard tiene veintitrés años, Touverey veintiuno, Tramont veinte, Tronchon veintiuno, Valin veintidós. No hay nada tan maravilloso como la juventud. Pero están también los nombres sin fecha, sin oficio, sin nada, más entrañables acaso, los Verneau, los Vichot, los Viverge, ¿quién da más? Está Perdue, alias Parfait; Paul, alias Saint-Paul; Vattier, alias Picard; Bouy, alias Valois. Bulit, alias Milor. Cadet, alias Labrié. Cholet, alias Bien-aimé. Están los padres y los hijos, los hermanos. Guillepain I y Guillepain II. Tignard I y Tignard II. Están Voisin I y Voisin II. Los dos Caqué. Los dos Camaille. Cuatro Baron. Están Berger y Bergère. Están Goutte y los dos Goutard. Están Petit, está Lenain. Está Villard, alias Commissaire. Está Becasson. Está Boulo, está Bourbier [...]
 La mayoría son extranjeros. Han venido a buscar trabajo y se arraciman en los suburbios. La región de donde proceden habla el bearnés, el vasco, el berrichón, el champañés, el borgoñón, el picardo, o el poitevino, y aun el sous-patois, el maraîchin, el mâconnais, el trégorrois y así hasta el infinito.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2019, en traducción de Javier Albiñana Serain, pp. 84-88. ISBN: 978-84-9066-642-5.]