II.-Los indígenas de las islas Trobriand
II.-Posición social de las mujeres
«Otro rasgo sociológico que a la fuerza llama la atención del visitante
es la posición social de las mujeres. Su comportamiento, tras la fría reserva
de las mujeres dobueses y el trato tan poco acogedor que el extranjero recibe
de las mujeres de las Amphlett, resulta chocante por su amistosa familiaridad.
Naturalmente, como pasaba con los hombres, los modales de las mujeres de rango
son muy distintos de los vulgares de la clase baja. Pero en conjunto, tanto las
de clase alta como las de clase baja, aunque en ningún sentido reservadas, son
de trato agradable y cordial, y muchas de ellas de muy buen ver. Su vestuario
también es distinto de los otros que hemos venido observando. Todas las mujeres
melanesias de Nueva Guinea llevan una especie de enagua hecha de fibras. Entre
las massim meridionales esta enagua es larga, llega a las rodillas o más abajo,
mientras que la de las trobriandesas es más corta y tupida, compuesta de varios
volantes alrededor del cuerpo, como unas gorgueras (compárense las mujeres del
Massim del Sur). El gran electo ornamental de este vestido se realza con
dibujos muy trabajados, a tres colores, sobre los volantes que forman la parte
superior de la falda. En general sienta muy bien a las jóvenes bonitas y da a
las niñas delicadas un aspecto gracioso y travieso.
La castidad es una virtud desconocida entre
estos indígenas. A una edad increíblemente temprana son iniciados en la vida
sexual y muchos de los juegos aparentemente inocentes de la infancia no son tan
inicuos como pudieran parecer. A medida que crecen viven en la promiscuidad del
amor libre, que, poco a poco, va creando relaciones más duraderas, una de las
cuales acaba en matrimonio. Pero antes del matrimonio, se presupone que las
muchachas solteras son absolutamente libres de hacer lo que les plazca. Incluso
existen determinadas ceremonias en las que todas las muchachas de un pueblo se
trasladan en bloque a otra localidad; allí se alinean a la vista del público,
para ser inspeccionadas y cada una escogida por un joven de la localidad, con
el que pasa la noche. A esto se le llama katuyausi.
Del mismo modo, cuando llega un grupo de visitantes de otro distrito, las
jóvenes solteras los proveen de comida y también deben satisfacer sus
necesidades sexuales. En las grandes vigilias mortuorias alrededor del cuerpo
del recién fallecido, los habitantes de las aldeas vecinas concurren en grandes
grupos para tomar parte en las lamentaciones y cantos. Es costumbre que las
muchachas de los grupos forasteros consuelen a los muchachos de la aldea en
duelo, lo que atormenta bastante a sus amantes oficiales. Existe otra llamativa
fórmula de licencia ceremonial en la cual las mujeres toman abiertamente la
iniciativa. Durante la temporada en que se trabajan los huertos, en el tiempo
de la escarda, las mujeres trabajan de forma comunal y cualquier extranjero que
se aventure a pasar por el distrito corre un riesgo considerable, pues las
mujeres le persiguen hasta apoderarse de él, le arrancan la hoja que le cubre
el pubis y, en sus orgías, lo maltratan de la forma más ignominiosa. Junto a
estas formas ceremoniales de licencia, en el curso de la vida cotidiana se producen
constantes intrigas privadas, más numerosas durante los períodos de fiestas y
menos visibles cuando el trabajo de los huertos, las expediciones comerciales o
la cosecha acaparan las energías y la atención de la tribu.
El matrimonio apenas tiene nada que ver con
una ceremonia o rito, ni público ni privado. Simplemente, la mujer se va a casa
de su marido y sólo más tarde hay una serie de intercambios de regalos, que de
ninguna manera deben interpretarse como compra de la esposa. En realidad, el
rasgo más importante del matrimonio trobriandés es que la familia de la esposa
está obligada a contribuir de forma sustancial a la nueva economía doméstica y
también a proporcionar al marido toda clase de servicios. En la vida marital,
se presupone que la mujer debe de permanecer fiel al marido, pero esta norma no
es muy estricta y, por lo tanto, se observa poco. En todos los demás sentidos,
la mujer mantiene un gran margen de independencia y su marido debe tratarla
bien y con consideración. Si no lo hace así, la mujer sencillamente lo deja y
se vuelve a la casa de su familia; y como en general es el marido quien sale
perdiendo económicamente, es él quien se esfuerza por hacerla volver, lo que
hace por medio de regalos y razonamientos. Pero, si ella lo prefiere, siempre
puede dejarlo por las buenas y ya encontrará algún otro con quien casarse.
Igualmente la vida tribal, el status de las mujeres es muy elevado. En
general no participan en los consejos de los hombres, pero tienen sus propias
reuniones para muchos asuntos y controlan determinados aspectos de la vida
tribal. Así, por ejemplo, parte del trabajo hortícola está bajo su control, y
esto más bien se considera un privilegio que un deber; también se cuidan de
ciertas secuencias de las grandes reparticiones ceremoniales de alimentos,
relacionadas con el ritual funerario de los boyowas, muy largo y complejo.
Determinadas formas de magia —las que recaen en los niños primogénitos, la
magia de la belleza que forma parte de las ceremonias tribales, diversas clases
de hechicería— también son de monopolio femenino. La mayoría de las mujeres de
rango tienen derechos a los privilegios propios de su condición y los hombres
de castas bajas deben inclinarse ante ellas y observar todas las formalidades y
tabús que se deben a los jefes. Una mujer con rango de jefe que se casa con un
hombre común, conserva su status incluso respecto a su marido y tiene que ser
tratada de acuerdo con él.
Los trobriandeses son matrilineales, es decir,
establecen la descendencia y la herencia por línea materna. Un niño pertenece
al clan y a la comunidad de aldea de su madre y ni la fortuna ni la posición
social se transmiten de padres a hijos, sino de tíos maternos a sobrinos. Esta
norma cuenta con excepciones llamativas e interesantes, que ya sacaremos a
colación a lo largo de este estudio.
[…]
IV.-Magia y trabajo
Los indígenas dedican la mitad del tiempo laboral al cultivo de los
huertos, y quizá más de la mitad de sus intereses y ambiciones se centren en
torno a esta actividad. De modo que conviene hacer una pausa y tratar de
comprender su actitud a este respecto, ya que responde a su típica forma de
actuar en todos los trabajos. Si persistimos en la falacia de ver al indígena
como un hijo de la Naturaleza, perezoso y despreocupado, que rehúye tanto como
puede todo trabajo y esfuerzo, y espera que el fruto madure por mor de la
generosidad de la fecunda naturaleza tropical y le caiga en la boca, no
lograremos entender lo más mínimo los fines y motivos que le mueven a realizar
las expediciones kula ni ninguna otra empresa. Por el contrario, la verdad es
que los indígenas son capaces de trabajar, y en ocasiones lo hacen con ahínco y
de forma sistemática, con persistencia y voluntad, sin esperar para ello a que
las necesidades inmediatas les apremien.
En los huertos, por ejemplo, los indígenas
producen mucho más de lo que realmente necesitan, de forma que cualquier año
normal cosechan como el doble de lo que pueden consumir. Hoy en día, los
europeos exportan el excedente y lo dedican a alimentar la mano de obra de
otras plantaciones de Nueva Guinea; en otros tiempos, simplemente, se dejaba
pudrir. Por otro lado, este excedente lo consiguen al precio de mucho más
trabajo del necesario para obtener la cosecha. Buena parte del tiempo y del
trabajo responden a propósitos estéticos: mantener los huertos limpios,
ordenados y sin ninguna clase de desperdicios, construir vallas sólidas y
bonitas, proveerse de estacas especialmente grandes y fuertes para el ñame.
Todas estas cosas, hasta cierto punto, son indispensables para el crecimiento
de las plantas; pero, sin duda, los indígenas llevan su celo profesional mucho
más lejos de lo puramente necesario. El elemento no utilitario de los trabajos
de huerta es aún más perceptible en las diversas tareas que realizan con
finalidad puramente ornamental, de acuerdo con los ceremoniales mágicos y las
costumbres de la tribu. Así es como, una vez que el terreno ha sido
escrupulosamente desembarazado y está listo para la siembra, los indígenas
dividen cada parcela de huerto en pequeños cuadros de pocas yardas de lado; y
esto no se hace sino por fidelidad a las costumbres y para que los huertos
tengan buen aspecto. Ningún hombre que se respete osaría transgredir esta
obligación. Además, en los huertos especialmente bien cuidados, hay unos palos
horizontales, sujetos a los soportes del ñame, con objeto de embellecerlos.
Otro ejemplo, y quizás el más interesante, de trabajo no utilitario son las
grandes pilas de forma piramidal, llamadas kamkokola
que sirven para fines ornamentales y mágicos, pero no tienen nada que ver con
el cultivo de las plantas.
De las fuerzas y creencias que sustentan y
regulan el trabajo de los huertos quizá sea la magia la más importante.
Constituye una actividad independiente, y el mago de los huertos, después del
jefe y el hechicero, es el personaje más importante de la aldea. Esta situación
es hereditaria y en cada aldea se transmite, por línea femenina, de una en otra
generación, como un sistema especial de magia. He dicho un sistema, porque el mago tiene que realizar una serie de ritos y
pronunciar una serie de fórmulas sobre el huerto que van sincronizadas con el
trabajo y que, de hecho, inician las etapas de cada labor y de cada nuevo
desarrollo del ciclo de las plantas. Y además, antes de iniciarse las tareas
del cultivo, el mago debe consagrar el emplazamiento con un gran acto
ceremonial. Esta ceremonia inicia oficialmente la temporada de cultivo y sólo
después del acto comienzan los indígenas a podar la maleza de las parcelas.
Luego, a lo largo de una serie de ritos, el mago inaugura una tras otra las
distintas fases que se suceden: la quema de la broza, la limpieza del terreno,
la siembra, la escarda y la recolección. Mediante otra serie de ritos y
formulaciones mágicas, el mago asiste también a la planta en la germinación, en
la floración, en el nacimiento de las hojas, en el ascenso por la estaca
auxiliar, en la formación de las exuberantes coronas de follaje y en la
producción de los tubérculos comestibles.
El mago de los huertos controla, pues, según
la creencia indígena, el trabajo del hombre y las fuerzas de la naturaleza.
También actúa directamente como supervisor del cultivo y vigila que la gente no
escatime el trabajo ni se demore demasiado en hacerlo. De este modo, la magia
cumple una función reguladora y sistematizadora del trabajo hortícola. El mago,
celebrando los ritos, marca el ritmo, constriñe a la gente para que se dedique
a las tareas adecuadas y cuida de que las cumplan bien y a tiempo. De forma
marginal, la magia también impone a la tribu buena cantidad de trabajo
suplementario, en apariencia inútil, y sus normas y tabús operan como elementos
incordiantes. A la larga, sin embargo, no cabe duda de que la magia, por su
función de ordenar, sistematizar y regular el trabajo, tiene un valor económico
incalculable para los indígenas.
Otro concepto que se debe refutar, de una vez
por todas, es el Hombre Económico Primitivo que encontramos en algunos manuales
recientes de Economía. Este ser caprichoso y amorfo, que ha hecho estragos en
la literatura económica de divulgación y pseudocientífica, cuyo fantasma obceca
todavía las mentes de antropólogos competentes y adultera sus puntos de vista
con ideas preconcebidas, es un hombre —o salvaje — primitivo imaginario,
inspirado en todas sus acciones por una concepción racionalista del beneficio
personal, que logra directamente sus propósitos con el mínimo esfuerzo. Un solo caso bien escogido bastaría para
demostrar hasta qué punto es absurda la idea de que el hombre, en especial el
hombre de bajo nivel cultural, actúa por motivos puramente económicos y de
beneficio racionalista. El primitivo trobriandés nos proporciona el ejemplo
idóneo para contradecir tan falaz teoría. Trabaja movido por motivaciones bien
complejas, de orden social y tradicional, y persigue fines que no van
encaminados a satisfacer las necesidades inmediatas ni a lograr propósitos
utilitarios. En efecto, hemos visto en primer lugar que el trabajo no se
realiza bajo el principio del mínimo esfuerzo. Por el contrario, mucho tiempo y
energías se dedican a esfuerzos del todo innecesarios —entiéndase bien, desde
un punto de vista utilitario. Dicho de otra forma, trabajo y esfuerzo, en vez
de representar simples medios encaminados a un fin, constituyen un fin en sí
mismos. Un buen hortelano trobriandés gana prestigio, directamente, según la
cantidad de trabajo que puede hacer y el tamaño del huerto que es capaz de
cultivar. El título de tokwaybagula,
que significa “hortelano eficiente” o “bueno”, se otorga de forma discriminada
y se exhibe con orgullo. Varios de mis amigos reconocidos como tokwaybagula se vanagloriaban ante mí de
lo mucho que habían trabajado y de la cantidad de tierra que habían cultivado,
comparando su esfuerzo con el de otros hombres menos eficientes. Cuando se
entra de lleno en la labor, parte de la cual se hace en forma comunitaria, nace
una verdadera competición. Los hombres rivalizan entre sí en rapidez, en esmero
y en los pesos que pueden levantar cuando transportan las grandes estacas al
huerto o cuando retiran el ñame cosechado.
Sin embargo, lo más importante es destacar que
todo o casi todo el fruto del trabajo personal, y por supuesto el excedente que
haya podido obtenerse con el esfuerzo suplementario, no se destina al propio
individuo, sino a sus parientes políticos. Sin entrar en detalles sobre el
sistema de distribución de la cosecha —cuya sociología, bastante compleja,
requiere un estudio preliminar sobre el sistema trobriandés de parentesco y las
concepciones que entraña— se puede decir que cerca de tres cuartas partes de la
cosecha de un individuo se destinan, de una parte, al jefe como tributo y, de
otra, al marido y la familia de la hermana (o de la madre) por obligación.
Aunque en la práctica no se obtenga ningún
beneficio personal —en el sentido utilitario— de la propia cosecha, el
hortelano recibe muchas alabanzas y prestigio por la cantidad y calidad de su
producción, y ello de forma directa y expresa. En efecto, una vez recogida la
cosecha, ésta se exhibe en los huertos durante algún tiempo, apilada en
montones cónicos bien formados, bajo pequeñas cubiertas hechas con los mismos
tallos del ñame. Así, cada cual en su propia parcela, expone su cosecha a la
crítica de los grupos indígenas que se van paseando de un huerto a otro,
admirando, comparando y alabando los mejores logros. Podemos calibrar la
importancia de esta exhibición de alimentos considerando que, en otros tiempos,
cuando el poder del jefe era mucho más considerable que hoy, resultaba
peligroso para un hombre que no fuese de alto rango y no trabajara para ningún
personaje importante exponer una cosecha que pudiera compararse, demasiado
favorablemente, con la del jefe.
Los años que se prevé una recolección
abundante, el jefe proclama una cosecha kayasa,
es decir, una exposición ceremonial y competitiva de alimentos, así que el
esfuerzo por obtener buenos resultados y el interés que ponen en la tarea
alcanza, si cabe, niveles aún más altos. Más adelante trataremos de empresas
ceremoniales del tipo kayasa y comprobaremos que desempeñan un papel importante
en el Kula. Todo esto demuestra cuán grande es la diferencia entre el verdadero
indígena de carne y hueso y el fantasmal Hombre Económico Primitivo, en cuyo
comportamiento imaginario se han basado muchas de las deducciones escolásticas
de economía abstracta.29 En buena medida, el trobriandés trabaja de forma
indirecta por el trabajo en sí mismo y pone gran esfuerzo en el acabado
estético y la buena apariencia general de su parcela. No actúa fundamentalmente
guiado por el deseo de satisfacer sus apetencias, sino movido por un conjunto
de fuerzas, deberes y obligaciones tradicionales, creencias mágicas, ambiciones
y vanidades sociales. Pretende, si es un hombre, ganar prestigio social como
buen hortelano y buen trabajador en general.
Me he extendido tanto sobre las cuestiones que
conciernen a los móviles y objetivos laborales de los trobriandeses en los
huertos porque, en los siguientes capítulos, estudiaremos las actividades
económicas y el lector comprenderá mejor la actitud de los indígenas si cuenta
con diversos ejemplos que se la ilustren. Todo lo que sobre este tema hemos
dicho a propósito de los trobriandeses se aplica igualmente a las tribus
vecinas.»
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