10.-Los museos y las
multitudes sedientas
«A causa de las cuestiones que suscita, me parece que la exposición
Culture in Action fue un hito. Cristalizó muchos de los asuntos que nos dividen
hasta hoy en distintos bandos, por lo que espero que se discutan hasta que se
resuelvan. Algunos de ellos involucran inevitablemente al museo, y es sobre eso
que quisiera hacer algunos comentarios. Hay temas en los que yo me he visto
involucrado de varias maneras, y hablo en parte desde mi propia experiencia.
1.-Arte público. Siempre hubo
cierto tipo de arte público en Estados Unidos, en particular, la erección de
monumentos conmemorativos. Pero en tiempos bastante recientes el espíritu de
Verver se enfrenta al hecho de que el público no iría a los museos,
pretendiendo que los museos vayan al público, poniendo “no monumentos” en
espacios públicos para que el público respondiera de la misma manera
—estéticamente— en que respondería a las obras en el museo. Esta estrategia fue
sutilmente arquitectónica, en tanto que creaba un museo sin paredes para
colonizar espacios en nombre del museo, a beneficio evidente del público. El
mismo público no tuvo participación en la elección del arte, que fue
determinado por lo que denominé el comisariado
—expertos en arte que sabían, que podían evaluar lo que el público en general
no conocía, lo que era bueno y lo que no—. No hay duda de que esto se puede
leer como un juego de poder de los comisarios, y apareció como tal en uno de
los mayores dramas artísticos de nuestro tiempo, el conflicto en torno al Tilted Arc de Richard Serra en la Plaza
federal de Nueva York.
Francamente, me enorgullece haber argumentado en mi columna de The Nation a favor del cambio de lugar
de esa escultura —una posición que pienso que no fue tenida en cuenta por
ninguna otra publicación en Estados Unidos—. Recuerdo que el editor de ArtForum, Tony Korner, decía que muchos
estarían de acuerdo conmigo, aunque la revista no pudiera decir más que eso.
Mientras se discutía sobre el tema, el mundo del arte hizo oídos sordos, pero
no tuvo efecto: la pieza fue removida, y la vacía fealdad de la Plaza federal
fue restituida al público para sus propios usos cotidianos. Según mi opinión
esta controversia influyó más que cualquier otro evento concreto en la
revelación del poder que tiene la realidad del museo sobre el público en
general. Si bien los templos fueron siempre emblemas de poder, lo eran en una
forma enmascarada por la espiritualidad de sus prácticas y revindicaciones. En tanto
que los museos fueron presentados como templos de la verdad a través de la
belleza, las realidades del poder fueron, a su vez, invisibles.
2.-El arte del público.
Habría dos modos de encarar esta problemática. Uno de ellos consiste en dar al
público mayor posibilidad de expresión acerca del arte con el que va a vivir en
espacios que no pertenecen al museo. Esto no debería presentar dificultades
extraordinarias: verdaderamente, podría ser uno de los lugares donde la
democracia participativa debería poder tener una oportunidad. El público al que
involucra esa obra de arte debería poder participar en las decisiones que
afectarán estéticamente su vida. Christo compromete todo el tiempo a un público
específico, el proceso de decidir y hacer forma parte de la obra, y ella es en
gran medida efímera —las generaciones posteriores no están conectadas con
ella—. Sin embargo, esta decisión está basada aún en la idea del museo como
lugar del arte en cuestión: los espacios extramuseísticos son, por el tiempo
que dura esa obra, recintos cerrados separados del museo, las respuestas son
respuestas de museo, y el público debe tener una información primaria como si
se tratara de un cuerpo consultivo —en efecto, como un cuerpo de expertos en
sus propios deseos, preferencias y anhelos—. La respuesta de algunos de los
dueños de tierras de California ante el Running
Fence de Christo —que fue hecho con el permiso que autorizó su consecución—
se puede comparar en poesía e intensidad, por aquellos que lo vieron en la
película de los hermanos Meisel, a la respuesta de Ruskin ante Veronese. Más
adelante volveré a la idea de la estética participativa.
Antes de pasar a considerar la otra alternativa —crear arte no
museístico transformando al público mismo en artista—, uno debe reconocer que,
una vez que se permita al público tomar decisiones del museo, ambos —el museo y
el público— podrán determinar dónde, si es que se encuentra en alguna parte,
dibujar una línea entre lo que se puede y lo que no se puede exhibir. En
Estados Unidos nuestro público está muy habituado a las consecuencias de la
censura de un arte con contenido sexual. Pero, recientemente, en Canadá se dio
un tremendo alboroto por la adquisición de obras que fueron muy criticadas —Voice of Fire de Barnett Newman y Number 16 de Mark Rothko—. Una
ventaja evidente de tribalizar el museo —de decir que el museo es para su propio arte para “ellos”— es que ahora
pertenece a “ellos” determinar cuál debería ser “su” arte, y no es asunto del
público que continúa fuera del museo. Excepto que la carga impositiva caiga por
igual sobre todos “ellos”, esto puede llevar a un callejón sin salida la
cuestión de la censura y otras similares. Nada de esto habría sido un problema
para el museo de museos, al cual los Verver de la comunidad pueden mantener con
sus enormes bolsillos. Tendrían que luchar con sus conciencias para colocar sus
dólares en el arte más que en otras cosas buenas. Por otro lado, no se podrían
hacer exposiciones como Culture in Action
sin considerar los impuestos, que involucran a otros grupos —además de los
autorizados por los fondos— para producir un arte para ellos mismos. Hubo un
gran apoyo del National Endowment for the Arts, sin mencionar una larga lista
de organizaciones exoneradas de impuestos. El programa no nos dice qué
presupuesto exigió la operación completa, por eso no tengo idea de cuánto costó
a los contribuyentes producir las golosinas We
Got It! Con todo el esfuerzo que se hizo para venderlas a la población de
Chicago, no deben haber dado mucho dinero; la gente no tenía más apetito por
tratarse de un objeto artístico. Por otra parte, la golosina no pudo ser
considerada como arte si la fábrica que la produjo no estuviera en un lugar en
que sus fabricantes pudiesen obtener otros beneficios mientras producían We Got It! Aunque es evidente que
Richard Serra no se vio obligado a erigir una planta laminadora de acero para
obtener las enormes planchas de acero envejecido que requirió Tilted Arc. Esto
es sólo un modo de decirlo.
Ahora, el arte contemporáneo tiene un rasgo que lo distingue de todo el
arte hecho desde 1400, y es que sus principales ambiciones no son estéticas. Se
trata de un modo primario de relación que no es el del clásico observador, sino
de otros aspectos de las personas a las cuales se dirige ese arte; de ahí que
el dominio primario de todo ese arte no sea el museo mismo, y tampoco
ciertamente los espacios públicos constituidos en museo en virtud de haber sido
ocupados por obras de arte que son estéticas en principio y las que, en su
esencia, se dirigen a las personas como si fueran meros observadores. Escribí
lo siguiente en un ensayo de 1992 en ArtForum:
“Lo que vemos hoy día es un arte que busca un contacto más inmediato con la
gente de lo que permite el museo… y el museo a su vez se esfuerza por acomodarse
a las inmensas presiones que se le imponen desde dentro y fuera del arte.
Entonces, tal como lo veo, nosotros somos testigos de una triple transformación
—en el hacer arte, en las instituciones del arte y en el público del arte—“.No
me sorprendió ver este pasaje citado a modo de justificación en Culture in Action. En parte, no me
sorprendió, porque mi pensamiento estaba en cierta medida inspirado por el
esfuerzo previo de Mary Jane Jacob, la principal promotora de la exhibición,
una comisaria independiente de inmensa energía y visión social, cuya exhibición
de arte concebido para un entorno específico, en Spoleto-USA, consideré
notable.
El arte extramuseístico abarca ciertos géneros no fácilmente
considerados pertenecientes a los museos: el arte performativo, o el arte
directo —We Got It! es un ejemplo
significativo—, dirigido a una comunidad particular definida según pautas
raciales, económicas, religiosas, sexuales, étnicas o nacionales —o según
cualquier otra pauta que identifique comunidades—. La bienal Whitney de 1993
fue una antología de arte extramuseístico al que de repente se le dio un
espacio de exhibición, en un museo que reconoció así la tendencia a la que me
refiero. Me temo que detesté ver ese arte en un museo, aunque estaba muy predispuesto
a defenderlo. Pero esto sólo muestra mi naturaleza políticamente retrógrada. La
consecuencia natural de un arte propio es un museo propio: un museo de interés
especial, tipificado por el Museo Judío de Nueva York en su retorno al
tribalismo, o en el Museo Nacional de Mujeres en las Artes en Washington, donde
la experiencia de las artes está conectada con la forma en que los individuos
se relacionan con el arte de su comunidad, y que divide al público entre los
involucrados en ese arte y el resto.[168] (La afirmación de que «el» museo ya
está tribalizado descansa en la afirmación de que son justamente museos propios
para diferentes «ellos» —dividiendo a la audiencia entre los hombres blancos o
clase autorizada en un lado y los desautorizados o marginales en el otro).
3.- ¿Pero eso es arte? En
parte, lo que hace posible un arte basado en la comunidad, al menos del tipo
ejemplificado por We Got It!, son
ciertas teorías que realmente no fueron articuladas antes de principios de los
setenta, o a finales de los sesenta como muy temprano, aunque se argumente que
la base en que se apoyan dichas teorías fue puesta hacia 1915, cuando Marcel
Duchamp presentó sus primeros ready-mades.
La manifestación más radical de las teorías legitimadoras podría ser la de Joseph
Beuys, quien creía que no sólo cualquier cosa podía ser una obra de arte, sino
que, más radicalmente, cualquiera era un artista (lo que, por supuesto, es
diferente de la idea de que cualquiera pueda ser un artista). Ambas están
conectadas. Si el arte es estrechamente entendido en términos de pintura y
escultura, se podría decir, entonces, que la última tesis significa que
cualquiera es un pintor o un escultor, lo cual es visiblemente tan falso como
que cualquiera es un músico o un matemático. No hay duda de que cualquiera
puede hasta cierto punto aprender a dibujar o modelar, aunque habitualmente
hasta muy cerca del punto en el cual la escultura o la pintura comienzan a ser
arte. En mi opinión esto significa que en la legitimación de Beuys no hay
espacio para esas gradaciones individuales. Es arte si es arte, de otra manera
no es arte. Debe haber criterios especiales por medio de los cuales podamos
distinguir We Got It! De otras
golosinas, pero no se trata de los criterios con los cuales las golosinas se clasifican
en mejores o peores —por sabor, tamaño, valor nutritivo u otros—. We Got It! puede tener alguna de las
cualidades de las golosinas y seguir siendo arte aunque ellas sean sólo golosinas. Una golosina que sea una obra de arte no
necesita ser una golosina especialmente buena. Sólo debe ser producida con la
intención de ser arte. Uno puede incluso comérsela pues su propiedad de ser
comestible es coherente con sus atributos como obra de arte. Y es digno
observar que la primera de una serie de Beuys de lo que se llamaron «múltiples»
consiste en una tableta de chocolate montada en un trozo de papel. Valdría la
pena señalar las diferencias entre esta obra y We Got It! —y entre ambas y el inmenso bloque de chocolate que la
joven artista conceptual Janine Antoni incorporó a su obra Gnaw, de 1993—. Se puede establecer la diferencia entre la
subsistencia, el picoteo y la glotonería, y de aquí entre las condiciones
nutricionales de un soldado, un goloso y un bulímico. Mientras tanto, con
cierto uso irónico del sentido de la “calidad”, alguien nos podría advertir que
los chocolates de Beuys tienen una “calidad especialmente alta” resultado de la
pericia y del dinamismo del mercado secundario. Esto podría significar, entre
otras cosas, que sus esquinas son agudas y sus bordes nítidos. Se podría pensar
que esto no tiene nada que ver con el espíritu de lo múltiple como arte. Y
sería semejante a pagar un alto precio por la pala de nieve de Duchamp
basándose en que “ya no se hacen palas como ésa” —por ejemplo, por su manufactura
y la dureza de su metal—. No hay mucho que hacer con el orden de significado
del arte cuando las propias obras están hechas de chocolate.»
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