domingo, 12 de marzo de 2023

La madre de Frankenstein.- Almudena Grandes (1960-2021)


Almudena Grandes | Planeta de Libros
I.-El asombro (1954)


   «En la primavera de 1952, la Clínica Waldau fue seleccionada por un laboratorio farmacéutico que trabajaba en el desarrollo de la clorpromazina, un medicamento descubierto hacía sólo unos meses. El primer neuroléptico de la Historia fue recibido con desconfianza por los psiquiatras más prestigiosos de mi hospital, que no acertaron a intuir la magnitud de la revolución que estaba a punto de desatar. Su conservadurismo me dio la oportunidad de dirigir un ensayo clínico que cambiaría la vida de algunos de mis pacientes, y mi propia vida.
 Me gustaba ser psiquiatra, pero mi trabajo nunca había llegado a emocionarme. Casi todos los días me sentía igual que un entomólogo que clavara insectos en un corcho, para observar durante cuánto tiempo eran capaces de seguir moviendo las patas y anotar cuidadosamente los resultados, pero aquella experiencia me convirtió en un médico de verdad. La nueva medicación no sólo funcionaba mucho mejor que los electrochoques, los comas insulínicos, los baños en agua helada y otras torturas terapéuticas. La clorpromazina curaba o, al menos, suprimía los síntomas de enfermedades que habíamos creído no poder derrotar jamás. Por eso, para contarlo, fui a Viena en septiembre de 1953.
 El día que firmé la primera autorización para que pasara una semana con su familia, Walter Friedli estaba a punto de cumplir cuarenta y ocho años. Había ingresado en la Clínica Waldau a los diecinueve. Cuando lo conocí, a media mañana de un día de enero de 1947, apenas me miró. Levantó un instante hacia mí sus ojos claros, aguados, hundidos en las cuencas, y volvió a fijarlos en sus manos. No le interesaba yo, no le interesaba nada, no le interesaba nadie. Dormía muchas horas. No le dirigía la palabra al personal de la clínica ni al resto de los internos. Pasaba la mayor parte del día sumido en una apatía casi absoluta, sólo interrumpida por la energía con la que negaba de vez en cuando con la cabeza, pero por las tardes sufría enormemente.
 A la hora de la merienda, se sentaba en el alféizar de una ventana de la galería. Siempre la misma ventana, a la misma hora, en la misma postura. Entonces sí hablaba, al principio en un murmullo, aunque el volumen de su voz se iba incrementando en proporción al tormento que le causaban las voces que escuchaba. Walter Friedli era esquizofrénico y tenía alucinaciones acústicas. Todas las tardes se peleaba con su madre, que había fallecido de un ataque cardíaco antes de que él cumpliera tres años, pero le culpaba de haberla asesinado. Recibía otras visitas, de personas a las que había conocido, de otras que jamás habían existido, y todas le perseguían con la misma saña, todas le acosaban, le insultaban, le exigían que hiciese cosas que no podía hacer. No puedo, gritaba, no puedo hacer eso, no puedo salir de aquí, sabes que no puedo... Durante un par de horas argumentaba, gritaba, desafiaba a sus enemigos, luchaba con ellos y, al fin, se rendía. Luego se echaba a llorar, cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse de los ataques del aire, que le dolían más que los golpes auténticos.
 En la hora más triste de cada día, el señor Friedli se deshacía en sollozos como un animalillo inerme acosado por una manada de fieras. Así era exactamente como se sentía. Si el cielo estaba nublado, era difícil  distinguir el color de las nubes del color de su rostro. Si llovía, el llanto manso, impotente, de su rendición parecía una prolongación natural del agua que empapaba los cristales. El crepúsculo y él se convertían entonces en una sola cosa, siempre la lluvia, la oscuridad, un cielo de nubes negras con forma humana. Ni siquiera los intensos contrastes de las puestas de sol del verano impedían que él siguiera lloviendo por dentro, porque el infierno donde vivía era insensible al clima, a las estaciones, a la luz. Sólo respetaba, con una puntualidad escrupulosa, la hora de su cita con los monstruos. Así vivía el ser más desamparado que yo había conocido, un hombre que estaba sano, que era fuerte, que tenía una hermana mayor que le quería.
 Cada domingo, Marie Augustine Bauer, nacida Friedli, se arreglaba el pelo, se pintaba los labios, se ponía su mejor ropa para venir a visitar a Walter. Era una mujer encantadora, siempre amable, sonriente incluso en el instante en el que se sentaba en el alféizar, a su lado, e intentaba cogerle de la mano. Él a veces se dejaba. Otras no. A veces, Marie Augustine le hablaba de la madre de ambos. Le contaba que había sido una mujer muy buena, cariñosa, que le había querido mucho antes de morir durmiendo, sin la intervención de nadie. Walter hablaba con sus propias voces, como si no escuchara la de su hermana, aunque algunos domingos, después de un rato, guardaba silencio y parecía interesarse en lo que oía. Entonces era peor. Entonces la pegaba, la empujaba, la tiraba al suelo, pero Marie Augustine jamás se enfadaba con él. Se levantaba, se arreglaba la ropa, iba un momento al baño y volvía a su lado. Cuando se despedía de nosotros, sonreía una vez más y nos daba las gracias por cuidar de su hermano.
 Por ella, más que por él, elegí a Walter. Cuando la clorpromazina empezó a dar resultados en los pacientes agudos, los que habían ingresado con brotes psicóticos o estados de ansiedad profunda, cuando empezaron a mejorar tan deprisa que ellos mismos me contaban cómo habían evolucionado sus síntomas, y comprendían lo mal que habían estado, y decidían que ya estaban en condiciones de volver a casa y hacer una vida normal, empecé a medicar al señor Friedli. Era un caso previsto en el protocolo. Aunque, en principio, lo que se esperaba de la clorpromazina era que mejorara las condiciones de vida de los agudos, el ensayo contemplaba la valoración de su efecto en los enfermos crónicos. Antes de explicar cómo había cambiado la vida de Walter, hice una pausa y miré hacia los asientos centrales de la octava fila.
 En septiembre de 1953, en el simposio de neuropsiquiatría de Viena, intervine en una sesión dedicada íntegramente a los ensayos clínicos de la clorpromazina, junto con cinco psiquiatras de otras tantas clínicas europeas con los que había estado en contacto a lo largo del proceso. No teníamos límite de tiempo. La organización había reservado para nosotros una mañana entera, y ya habían transcurrido casi tres horas cuando tomé la palabra en penúltimo lugar. Sólo en ese momento, una señora rubia y muy alta, como una giganta de formas más obesas que opulentas, empezó a cuchichear en el oído del individuo sentado a su lado. Él era moreno de piel, más menudo, con la frente estrecha tan común en los europeos meridionales y el pelo fuerte, ondulado, muy oscuro aún pese a las canas, más amarillentas que blancas, que lo salpicaban. Al principio, pensé que sería italiano, pero me di cuenta a tiempo de que durante la intervención de mi colega milanés, la segunda de la mañana, había estado callada. Aquella valquiria madura sólo se interesó por Walter, sólo me molestó a mí. Así me di cuenta de que el destinatario de su traducción era español.
La madre de Frankenstein - Almudena Grandes | Planeta de Libros La Asociación Europea de Psiquiatría no había invitado a ningún psiquiatra del que jamás dejaría de ser mi país. Su exclusión no sólo representaba una toma de postura contra la dictadura de Franco. Era también una denuncia expresa de las doctrinas eugenésicas patrocinadas por el Estado franquista, y de la férrea aplicación de la moral ultracatólica que, al interferir continuamente con la práctica psiquiátrica, había provocado un dramático retroceso a épocas muy oscuras. Sin embargo, aquella mañana, dos especialistas muy célebres, uno belga, otro alemán, estaban sentados entre el público, pese a que la organización les había invitado a marcharse antes de que empezara el simposio en el que pretendían inscribirse. Aunque todo el mundo sabía que, antes de la derrota de Hitler, ambos habían pedido a los directores de algunos campos de concentración nazis que les enviaran cerebros de personas gaseadas para su estudio, las sesiones de Viena eran públicas y nadie les había impedido entrar a escucharnos. Pero si seguí hablando de Walter Friedli, si traté de transmitir al auditorio la euforia que me invadió cuando empezó a hablar conmigo, cuando me dijo que hacía algunos días que no escuchaba la voz de su madre, que había estado pensando que Marie Augustine tenía razón, que ella no podía acusarle de haberla asesinado, no fue por eso, ni porque la mujer rubia no se diera por aludida cuando dejé de hablar y la miré. Si seguí hablando fue porque el hombre sentado a su lado aprovechó mi pausa para sonreírme, y movió la mano en el aire como si estuviera seguro de que yo le devolvería el saludo.
 Al terminar la sesión, me esperaba en el vestíbulo con una sonrisa aún más radiante. Avanzó hacia mí, abrió los brazos y me llamó por un nombre que sólo recordaba haber escuchado antes en otra voz.
 —¡Piloto! —era mi padre quien me llamaba así, porque de pequeño quería ser aviador—. ¡Qué alegría volver a verte! Dame un abrazo.
 Me dejé abrazar por él sin saber quién era, pero cuando sus brazos me soltaron, la expresión de su rostro, en especial la leve ironía que la curva de sus cejas imprimía sobre un gesto sorprendido y risueño a partes iguales, me resultó dolorosamente familiar.
 —Claro —y le hablé en español, sin pararme a calcular cuánto tiempo hacía que no hablaba en mi lengua salvo conmigo mismo—. Claro, usted era... —hice una pausa para volver a mirarle y estuve ya seguro—. Usted era alumno de mi padre, ¿verdad?
 —¡Justo! Pero no me llames de usted, hombre. Cuando levantabas esto del suelo —extendió el brazo con la mano en posición horizontal, para marcar la estatura de un niño de cinco o seis años— me llamabas Pepe Luis, así que...
 Aquel diminutivo hizo todo el trabajo. Gracias a él, recuperé la imagen de un chico muy joven, delgado pero atlético, con cierto atractivo agitanado. Tenía los brazos largos, fuertes, y el pecho imberbe en contraste con la sombra perpetua de una barba negra, que se resistía al afeitado con tanta tenacidad como si no adivinara que su espesura sucumbiría al paso del tiempo. Todo eso rescaté de mi memoria pero, antes que nada, recordé que me caía mal.
 Entre todos los discípulos de mi padre que solían venir a casa a cenar o a tomar una copa, él era el único que se comía a mi madre, su melena clara, sus costillas mullidas, sus caderas redondas, con los ojos. Volví a verle mirándola, siguiendo sus pasos por el salón con la misma devota fascinación con la que un niño habría mirado el mar por primera vez. Recordé la velocidad a la que se levantaba para ayudarla a recoger los vasos, las risas de ambos resonando desde la cocina, la mueca burlona de mi padre mientras negaba con la cabeza y los celos salvajes, terribles, que me inspiraba su inofensivo galanteo. Cuando se marchaba, mi madre se sentaba al lado de su marido y se quejaba sin dejar de sonreír, joder, qué pesado es Pepe Luis, deberías dejar de invitarle. Él respondía tomándole el pelo, anda, tonta, no te quejes, que en el fondo te gusta... Eso debería haber bastado para serenarme, y sin embargo, nunca desperdicié la ocasión de ser desagradable con él. Deja en paz a mi mamá, le decía. Te odio. Le voy a decir a papá que te suspenda. Mamá ha dicho que no quiere que vuelvas por aquí nunca más... Él se echaba a reír y levantaba los puños en el aire como si me invitara a boxear, o me cogía por la cintura para ponerme boca abajo. Entonces le odiaba todavía más. A punto de cumplir treinta y tres años, en el vestíbulo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena, aquella hostilidad me inspiró tanta vergüenza que acepté sin titubeos su invitación a cenar.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2020, pp. 17-21. ISBN: 978-84-9066-792-7.]

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