I.-El asombro (1954)
«En la primavera de 1952, la Clínica
Waldau fue seleccionada por un laboratorio farmacéutico que trabajaba en el
desarrollo de la clorpromazina, un medicamento descubierto hacía sólo unos meses.
El primer neuroléptico de la Historia fue recibido con desconfianza por los psiquiatras
más prestigiosos de mi hospital, que no acertaron a intuir la magnitud de la
revolución que estaba a punto de desatar. Su conservadurismo me dio la
oportunidad de dirigir un ensayo clínico que cambiaría la vida de algunos de
mis pacientes, y mi propia vida.
Me gustaba ser
psiquiatra, pero mi trabajo nunca había llegado a emocionarme. Casi todos los
días me sentía igual que un entomólogo que clavara insectos en un corcho, para
observar durante cuánto tiempo eran capaces de seguir moviendo las patas y
anotar cuidadosamente los resultados, pero aquella experiencia me convirtió en
un médico de verdad. La nueva medicación no sólo funcionaba mucho mejor que los
electrochoques, los comas insulínicos, los baños en agua helada y otras torturas
terapéuticas. La clorpromazina curaba o, al menos, suprimía los síntomas de
enfermedades que habíamos creído no poder derrotar jamás. Por eso, para
contarlo, fui a Viena en septiembre de 1953.
El día que firmé la
primera autorización para que pasara una semana con su familia, Walter Friedli
estaba a punto de cumplir cuarenta y ocho años. Había ingresado en la Clínica
Waldau a los diecinueve. Cuando lo conocí, a media mañana de un día de enero de
1947, apenas me miró. Levantó un instante hacia mí sus ojos claros, aguados,
hundidos en las cuencas, y volvió a fijarlos en sus manos. No le interesaba yo,
no le interesaba nada, no le interesaba nadie. Dormía muchas horas. No le dirigía
la palabra al personal de la clínica ni al resto de los internos. Pasaba la
mayor parte del día sumido en una apatía casi absoluta, sólo interrumpida por
la energía con la que negaba de vez en cuando con la cabeza, pero por las
tardes sufría enormemente.
A la hora de la
merienda, se sentaba en el alféizar de una ventana de la galería. Siempre la
misma ventana, a la misma hora, en la misma postura. Entonces sí hablaba, al
principio en un murmullo, aunque el volumen de su voz se iba incrementando en
proporción al tormento que le causaban las voces que escuchaba. Walter Friedli
era esquizofrénico y tenía alucinaciones acústicas. Todas las tardes se peleaba
con su madre, que había fallecido de un ataque cardíaco antes de que él
cumpliera tres años, pero le culpaba de haberla asesinado. Recibía otras
visitas, de personas a las que había conocido, de otras que jamás habían
existido, y todas le perseguían con la misma saña, todas le acosaban, le
insultaban, le exigían que hiciese cosas que no podía hacer. No puedo, gritaba,
no puedo hacer eso, no puedo salir de aquí, sabes que no puedo... Durante un
par de horas argumentaba, gritaba, desafiaba a sus enemigos, luchaba con ellos
y, al fin, se rendía. Luego se echaba a llorar, cubriéndose la cabeza con los brazos
para protegerse de los ataques del aire, que le dolían más que los golpes
auténticos.
En la hora más
triste de cada día, el señor Friedli se deshacía en sollozos como un animalillo
inerme acosado por una manada de fieras. Así era exactamente como se sentía. Si
el cielo estaba nublado, era difícil distinguir
el color de las nubes del color de su rostro. Si llovía, el llanto manso,
impotente, de su rendición parecía una prolongación natural del agua que
empapaba los cristales. El crepúsculo y él se convertían entonces en una sola
cosa, siempre la lluvia, la oscuridad, un cielo de nubes negras con forma
humana. Ni siquiera los intensos contrastes de las puestas de sol del verano
impedían que él siguiera lloviendo por dentro, porque el infierno donde vivía
era insensible al clima, a las estaciones, a la luz. Sólo respetaba, con una
puntualidad escrupulosa, la hora de su cita con los monstruos. Así vivía el ser
más desamparado que yo había conocido, un hombre que estaba sano, que era
fuerte, que tenía una hermana mayor que le quería.
Cada domingo, Marie
Augustine Bauer, nacida Friedli, se arreglaba el pelo, se pintaba los labios,
se ponía su mejor ropa para venir a visitar a Walter. Era una mujer
encantadora, siempre amable, sonriente incluso en el instante en el que se sentaba
en el alféizar, a su lado, e intentaba cogerle de la mano. Él a veces se
dejaba. Otras no. A veces, Marie Augustine le hablaba de la madre de ambos. Le
contaba que había sido una mujer muy buena, cariñosa, que le había querido
mucho antes de morir durmiendo, sin la intervención de nadie. Walter hablaba
con sus propias voces, como si no escuchara la de su hermana, aunque algunos
domingos, después de un rato, guardaba silencio y parecía interesarse en lo que
oía. Entonces era peor. Entonces la pegaba, la empujaba, la tiraba al suelo,
pero Marie Augustine jamás se enfadaba con él. Se levantaba, se arreglaba la
ropa, iba un momento al baño y volvía a su lado. Cuando se despedía de
nosotros, sonreía una vez más y nos daba las gracias por cuidar de su hermano.
Por ella, más que
por él, elegí a Walter. Cuando la clorpromazina empezó a dar resultados en los
pacientes agudos, los que habían ingresado con brotes psicóticos o estados de
ansiedad profunda, cuando empezaron a mejorar tan deprisa que ellos mismos me
contaban cómo habían evolucionado sus síntomas, y comprendían lo mal que habían
estado, y decidían que ya estaban en condiciones de volver a casa y hacer una
vida normal, empecé a medicar al señor Friedli. Era un caso previsto en el protocolo.
Aunque, en principio, lo que se esperaba de la clorpromazina era que mejorara
las condiciones de vida de los agudos, el ensayo contemplaba la valoración de
su efecto en los enfermos crónicos. Antes de explicar cómo había cambiado la
vida de Walter, hice una pausa y miré hacia los asientos centrales de la octava
fila.
En septiembre de
1953, en el simposio de neuropsiquiatría de Viena, intervine en una sesión
dedicada íntegramente a los ensayos clínicos de la clorpromazina, junto con
cinco psiquiatras de otras tantas clínicas europeas con los que había estado en
contacto a lo largo del proceso. No teníamos límite de tiempo. La organización
había reservado para nosotros una mañana entera, y ya habían transcurrido casi
tres horas cuando tomé la palabra en penúltimo lugar. Sólo en ese momento, una
señora rubia y muy alta, como una giganta de formas más obesas que opulentas,
empezó a cuchichear en el oído del individuo sentado a su lado. Él era moreno
de piel, más menudo, con la frente estrecha tan común en los europeos meridionales
y el pelo fuerte, ondulado, muy oscuro aún pese a las canas, más amarillentas
que blancas, que lo salpicaban. Al principio, pensé que sería italiano, pero me
di cuenta a tiempo de que durante la intervención de mi colega milanés, la
segunda de la mañana, había estado callada. Aquella valquiria madura sólo se
interesó por Walter, sólo me molestó a mí. Así me di cuenta de que el
destinatario de su traducción era español.
La Asociación
Europea de Psiquiatría no había invitado a ningún psiquiatra del que jamás
dejaría de ser mi país. Su exclusión no sólo representaba una toma de postura
contra la dictadura de Franco. Era también una denuncia expresa de las
doctrinas eugenésicas patrocinadas por el Estado franquista, y de la férrea
aplicación de la moral ultracatólica que, al interferir continuamente con la
práctica psiquiátrica, había provocado un dramático retroceso a épocas muy
oscuras. Sin embargo, aquella mañana, dos especialistas muy célebres, uno
belga, otro alemán, estaban sentados entre el público, pese a que la
organización les había invitado a marcharse antes de que empezara el simposio
en el que pretendían inscribirse. Aunque todo el mundo sabía que, antes de la derrota
de Hitler, ambos habían pedido a los directores de algunos campos de concentración nazis que les enviaran cerebros de
personas gaseadas para su estudio, las sesiones de Viena eran públicas y nadie
les había impedido entrar a escucharnos. Pero si seguí hablando de Walter
Friedli, si traté de transmitir al auditorio la euforia que me invadió cuando
empezó a hablar conmigo, cuando me dijo que hacía algunos días que no escuchaba
la voz de su madre, que había estado pensando que Marie Augustine tenía razón,
que ella no podía acusarle de haberla asesinado, no fue por eso, ni porque la mujer
rubia no se diera por aludida cuando dejé de hablar y la miré. Si seguí
hablando fue porque el hombre sentado a su lado aprovechó mi pausa para
sonreírme, y movió la mano en el aire como si estuviera seguro de que yo le
devolvería el saludo.
Al terminar la
sesión, me esperaba en el vestíbulo con una sonrisa aún más radiante. Avanzó
hacia mí, abrió los brazos y me llamó por un nombre que sólo recordaba haber
escuchado antes en otra voz.
—¡Piloto! —era mi
padre quien me llamaba así, porque de pequeño quería ser aviador—. ¡Qué alegría
volver a verte! Dame un abrazo.
Me dejé abrazar por
él sin saber quién era, pero cuando sus brazos me soltaron, la expresión de su
rostro, en especial la leve ironía que la curva de sus cejas imprimía sobre un
gesto sorprendido y risueño a partes iguales, me resultó dolorosamente
familiar.
—Claro —y le hablé
en español, sin pararme a calcular cuánto tiempo hacía que no hablaba en mi
lengua salvo conmigo mismo—. Claro, usted era... —hice una pausa para volver a
mirarle y estuve ya seguro—. Usted era alumno de mi padre, ¿verdad?
—¡Justo! Pero no me
llames de usted, hombre. Cuando levantabas esto del suelo —extendió el brazo
con la mano en posición horizontal, para marcar la estatura de un niño de cinco
o seis años— me llamabas Pepe Luis, así que...
Aquel diminutivo
hizo todo el trabajo. Gracias a él, recuperé la imagen de un chico muy joven,
delgado pero atlético, con cierto atractivo agitanado. Tenía los brazos largos,
fuertes, y el pecho imberbe en contraste con la sombra perpetua de una barba
negra, que se resistía al afeitado con tanta tenacidad como si no adivinara que
su espesura sucumbiría al paso del tiempo. Todo eso rescaté de mi memoria pero,
antes que nada, recordé que me caía mal.
Entre todos los
discípulos de mi padre que solían venir a casa a cenar o a tomar una copa, él
era el único que se comía a mi madre, su melena clara, sus costillas mullidas,
sus caderas redondas, con los ojos. Volví a verle mirándola, siguiendo sus
pasos por el salón con la misma devota fascinación con la que un niño habría
mirado el mar por primera vez. Recordé la velocidad a la que se levantaba para
ayudarla a recoger los vasos, las risas de ambos resonando desde la cocina, la
mueca burlona de mi padre mientras negaba con la cabeza y los celos salvajes,
terribles, que me inspiraba su inofensivo galanteo. Cuando se marchaba, mi
madre se sentaba al lado de su marido y se quejaba sin dejar de sonreír, joder,
qué pesado es Pepe Luis, deberías dejar de invitarle. Él respondía tomándole el
pelo, anda, tonta, no te quejes, que en el fondo te gusta... Eso debería haber bastado
para serenarme, y sin embargo, nunca desperdicié la ocasión de ser desagradable
con él. Deja en paz a mi mamá, le decía. Te odio. Le voy a decir a papá que te
suspenda. Mamá ha dicho que no quiere que vuelvas por aquí nunca más... Él se
echaba a reír y levantaba los puños en el aire como si me invitara a boxear, o
me cogía por la cintura para ponerme boca abajo. Entonces le odiaba todavía
más. A punto de cumplir treinta y tres años, en el vestíbulo de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Viena, aquella hostilidad me inspiró tanta
vergüenza que acepté sin titubeos su invitación a cenar.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Tusquets Editores, 2020, pp. 17-21. ISBN: 978-84-9066-792-7.]
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