domingo, 19 de marzo de 2023

La experiencia de leer.- Clive Staples Lewis (1898-1963)


Biografía de C.S Lewis    «Ahora será oportuno hacer el siguiente resumen de la tesis que estoy tratando de exponer:
  1. Toda obra de arte puede ser “recibida” o “usada”. En el primer caso, la forma creada por el artista determina el comportamiento de nuestra sensibilidad, de nuestra imaginación y de otra serie de facultades. En el segundo, esa forma es un mero auxiliar para el ejercicio de nuestras propias actividades. Podríamos decir —usando una imagen anticuada— que lo primero es como hacer una excursión en bicicleta guiados por alguien que conoce caminos que nosotros aún no hemos explorado. Lo segundo, en cambio, es como añadir un pequeño motor a nuestra propia bicicleta para después recorrer uno de nuestros trayectos conocidos. En sí mismos, éstos pueden ser buenos, malos o indiferentes. Los “usos” que la mayoría hace del arte no son necesariamente vulgares, perversos o morbosos. Ésa es sólo una posibilidad. “Usar” las obras de arte es inferior a “recibirlas” porque al “usarlo” el arte no añade nada a nuestra vida y sólo se limita a proporcionarle brillo, asistencia, apoyo o alivio.
  2. Cuando se trata de la literatura, surge una complicación, porque «recibir» un texto siempre entraña, en cierto sentido, “usar” las palabras que lo integran, atravesarlas para llegar a algo imaginario que no es verbal. En este caso, por tanto, la distinción adopta una forma un poco diferente. Llamemos contenido a ese “algo imaginario”. El que “usa” la obra quiere usar ese contenido: como pasatiempo para los momentos de tedio o angustia, como mero ejercicio mental, como guía para construir castillos en el aire, o, quizá, como fuente de la que extraer “filosofías de vida”. En cambio, el que la “recibe” quiere detenerse en ese contenido, porque, al menos durante cierto tiempo, lo considera un fin en sí mismo. En este sentido, su relación con la obra podría compararse (hacia arriba) con la contemplación religiosa o (hacia abajo) con el juego.
  3. Sin embargo, paradójicamente, el que “usa” la obra nunca hace un uso pleno de las palabras, y, de hecho, prefiere las palabras que excluyen esa posibilidad. Le basta con captar el contenido en forma rápida y aproximativa, porque sólo le interesa usarlo para sus necesidades del momento. Si hay en las palabras elementos que invitan a considerarlas con mayor detenimiento, este tipo de lector los deja de lado; si, para entenderlas, es imprescindible detenerse a considerar esos elementos, simplemente es incapaz de seguir leyendo. Para él, las palabras son meros índices o postes indicadores. En cambio, cuando se lee correctamente un buen libro, las palabras, que, sin duda, indican, hacen algo mucho más sutil que lo que sugiere el término “indicar”: ejercen una coacción muy especial sobre las mentes deseosas, y capaces, de someterse a tan exquisita y fina exigencia. Por eso, cuando decimos que un estilo es “mágico” o “evocador” usamos una metáfora que no es sólo emotiva sino también idónea. Y por la misma razón tendemos a decir que las palabras poseen un “color”, un “sabor”, una “textura”, una “fragancia” o un “aroma”. Por eso, también, las grandes obras literarias parecen maltratadas cuando se les aplica la —inevitable— distinción entre palabras y contenido. Quisiéramos rechazar esa abstracción alegando que las palabras no son sólo el ropaje, ni del contenido siquiera la encarnación. Y no nos equivocamos. Es lo mismo que si intentásemos separar la forma y el color de una naranja. Sin embargo, a veces es necesario que hagamos esa separación con fines meramente analíticos.
  4. Como las “buenas” palabras son capaces de imponernos su voluntad y de guiarnos hacia los ámbitos más recónditos de la mente de un personaje —o de hacernos palpar la singularidad del Infierno de Dante, o la imagen de una isla para el ojo de los dioses— leer bien no es un mero placer adicional —si bien también puede serlo—, sino un aspecto del poder que las palabras ejercen sobre nosotros, y, por tanto, un aspecto de su significado.
  Esto vale, incluso, para la buena prosa, para la prosa eficaz. A pesar de su tono superficial y jactancioso, un prólogo de Bernard Shaw transmite una vitalidad tan jovial, tan atractiva y tan segura de sí misma que su lectura nos colma de placer; y ese sentimiento procede sobre todo del ritmo. Leer a Gibbon nos resulta tan estimulante por esa sensación de triunfo que, después de haber ordenado tantas miserias y grandezas, le permite contemplarlas con olímpica serenidad. Pues bien: son los períodos que escanden su prosa los que nos transmiten ese sentimiento. Son como viaductos que atravesamos a velocidad moderada y constante contemplando sin sobresaltos los valles risueños o impresionantes que se abren ante nosotros.
  Todas las actitudes típicas del mal lector podemos encontrarlas también en el bueno. Sin duda, también éste se emociona y siente curiosidad. Y lo mismo sucede con la dicha que también él es capaz de experimentar a través de los personajes. Desde luego, el buen lector nunca lee movido por ese único interés, pero, si la felicidad es un ingrediente legítimo de la historia, tampoco deja de compartirla. Cuando espera un final feliz no lo hace porque desee obtener ese placer, sino porque considera que, por diferentes razones, la obra misma lo requiere. (Las muertes y los desastres pueden ser tan notoriamente “artificiales” y disonantes como unas campanadas de boda).
  En cambio, el buen lector no persistirá demasiado en la fantasía egoísta. Sin embargo, sospecho que, sobre todo en la juventud o en otros períodos infelices, puede ser ella la que lo mueva a leer determinado libro. Se ha dicho que la atracción que Trollope o, incluso, Jane Austen ejercen sobre muchos lectores se debe a la riqueza con que supieron pintar el ocio de que gozaban por entonces los miembros de su clase —o de la clase que identifican con la suya—, a la sazón protegidos por una posición más próspera y estable. Quizá, a veces, suceda lo mismo con los libros de Henry James. En algunas de sus novelas, la vida que llevan los protagonistas resulta tan inaccesible para la mayoría de nosotros como la de las hadas o las mariposas; para ellos no existen obligaciones religiosas ni laborales, preocupaciones económicas, exigencias familiares o compromisos sociales. Sin embargo, eso sólo puede atraer al lector en un primer momento. Por importante e, incluso, obstinado que sea su propósito de valerse de autores como Trollope, Jane Austen o James para alimentar sus fantasías egoístas, el lector no tardará mucho en desalentarse.
  Al caracterizar estas dos maneras de leer he evitado deliberadamente el término “entretenimiento”. Aunque a veces aparezca reforzado con el adjetivo “mero”, sigue siendo demasiado ambiguo. Si designa el placer ligero y juguetón, entonces creo que eso es precisamente lo que nos proporcionan ciertas obras literarias como, por ejemplo, algunas frivolidades de Prior o de Marcial. Si se refiere a las cosas que “atrapan” al lector de novelas populares —el suspense, la emoción, etc.—, entonces yo diría que todo libro debería ser entretenido. Un buen libro será más entretenido, nunca menos. En este sentido, la capacidad de entretener al lector constituye una especie de prueba de calidad. Si una obra literaria no es capaz siquiera de brindar entretenimiento, no necesitamos seguir examinando sus méritos de mayor rango. Pero, desde luego, lo que “atrapa” a un lector puede no atrapar a otro. Allí donde el lector inteligente suspende la respiración, el corto de alcances podrá quejarse de que no sucede nada. De todos modos, espero que la mayoría de las connotaciones negativas que suele entrañar el término “entretenimiento” hayan quedado recogidas en mi clasificación.
La experiencia de leer (Trayectos Lecturas): Amazon.es: Lewis, C S ...  También me he abstenido de utilizar la expresión «lectura crítica» para describir el tipo de lectura que considero correcta. Salvo cuando se la utiliza elípticamente, esa expresión me parece muy engañosa. En un capítulo anterior he dicho que sólo podemos juzgar la pertinencia de una oración, e incluso de una palabra, por la función que cumple o deja de cumplir. El efecto siempre debe preceder al acto que lo juzga. Lo mismo vale para todo el libro. En el caso ideal, primero deberíamos leerlo, y después valorarlo. Lamentablemente, cuanto más tiempo llevamos ejerciendo una profesión literaria, o frecuentando los círculos literarios, menos respetamos esa norma. Quienes sí lo hacen, excelentemente, son los jóvenes. Cuando leen por primera vez una gran obra se sienten «aplastados». ¿Acaso la critican? ¡Por Dios, no! Lo que hacen es volver a leerla. Pueden demorarse mucho en formular el juicio: “Ésta debe de ser una gran obra”. Pero en etapas ulteriores no podemos dejar de juzgar a medida que leemos; esto se convierte en un hábito. No logramos crear el silencio interior, el vacío mental que requiere la recepción plena de la obra. Y mucho menos lo logramos cuando, al leer, sabemos que estamos obligados a formular un juicio; como cuando leemos un libro para escribir una reseña o cuando un amigo nos pasa un manuscrito porque quiere que le aconsejemos. Entonces el lápiz se pone a trabajar en el margen y las frases de censura o aprobación se forman por sí solas en nuestra mente.
  Por eso, dudo mucho de que la crítica sea un ejercicio adecuado para los lectores jóvenes. La reacción del alumno inteligente ante determinada obra se expresará de una manera mucho más natural a través de la parodia o la imitación. Si la condición necesaria de toda buena lectura consiste en «saber apartarnos del camino», es muy poco probable que logremos facilitar esa disposición en los jóvenes obligándolos a expresar continuamente sus opiniones. En este sentido, una de las cosas más perniciosas que puede hacer el profesor es incitarlos a abordar toda obra literaria con desconfianza. Sin duda, esa actitud será muy justificada. En un mundo lleno de sofistería y propaganda, queremos proteger a la nueva generación evitándole decepciones y precaviéndola contra el tipo de falsos sentimientos y de ideas confusas que con tanta frecuencia suele proponerle la palabra impresa. Pero, lamentablemente, el mismo hábito que le impide exponerse a la mala literatura puede impedirle todo contacto con la buena. El campesino “sagaz”, que llega a la ciudad demasiado aleccionado contra los cazadores de ingenuos, no siempre lo pasa precisamente bien; en realidad, después de haber rechazado muchas amistades genuinas, de haber desperdiciado muchas oportunidades reales y de haberse granjeado no poca antipatía, lo más probable es que caiga en las redes de algún pícaro que sepa alabar su «astucia». Lo mismo sucede en este caso. Ningún poema librará su secreto a un lector que penetre en él pensando que el poeta probablemente haya querido engañarle pero que en su caso no lo conseguirá. Si queremos obtener algo del poema, debemos correr ese riesgo. La mejor defensa contra la mala literatura es una experiencia plena de la buena; así como para protegerse de los bribones es mucho más eficaz intimar realmente con personas honradas que desconfiar en principio de todo el mundo.
  Desde luego, los muchachos sometidos a este entrenamiento capaz de atrofiar su sensibilidad, no acusan sus efectos condenando sin más todos los poemas que sus maestros les presentan. Determinada combinación de imágenes, rebelde a toda lógica e imposible de imaginar visualmente, merecerá sus elogios si la encuentran en Shakespeare, y su “denuncia” triunfal si la encuentran en Shelley. Pero esto se debe a que saben muy bien lo que se espera de ellos. Saben, por otro tipo de razones, que hay que elogiar a Shakespeare y condenar a Shelley. No responden correctamente porque su método les haya permitido descubrir la respuesta correcta, sino porque la conocían de antemano. No siempre es así; entonces, su respuesta reveladora puede encender en el maestro una tímida duda acerca de la eficacia del método.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2000, en traducción de Ricardo Pochtar, pp. 69-73. ISBN: 978-8484280378.]

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