1. Toda obra de arte puede ser “recibida” o “usada”. En el primer caso,
la forma creada por el artista determina el comportamiento de nuestra
sensibilidad, de nuestra imaginación y de otra serie de facultades. En el
segundo, esa forma es un mero auxiliar para el ejercicio de nuestras propias
actividades. Podríamos decir —usando una imagen anticuada— que lo primero es
como hacer una excursión en bicicleta guiados por alguien que conoce caminos
que nosotros aún no hemos explorado. Lo segundo, en cambio, es como añadir un
pequeño motor a nuestra propia bicicleta para después recorrer uno de nuestros
trayectos conocidos. En sí mismos, éstos pueden ser buenos, malos o
indiferentes. Los “usos” que la mayoría hace del arte no son necesariamente
vulgares, perversos o morbosos. Ésa es sólo una posibilidad. “Usar” las obras
de arte es inferior a “recibirlas” porque al “usarlo” el arte no añade nada a
nuestra vida y sólo se limita a proporcionarle brillo, asistencia, apoyo o
alivio.
2. Cuando se trata de la literatura, surge una complicación, porque
«recibir» un texto siempre entraña, en cierto sentido, “usar” las palabras que
lo integran, atravesarlas para llegar a algo imaginario que no es verbal. En
este caso, por tanto, la distinción adopta una forma un poco diferente.
Llamemos contenido a ese “algo imaginario”. El que “usa” la obra quiere usar
ese contenido: como pasatiempo para los momentos de tedio o angustia, como mero
ejercicio mental, como guía para construir castillos en el aire, o, quizá, como
fuente de la que extraer “filosofías de vida”. En cambio, el que la “recibe”
quiere detenerse en ese contenido, porque, al menos durante cierto tiempo, lo
considera un fin en sí mismo. En este sentido, su relación con la obra podría
compararse (hacia arriba) con la contemplación religiosa o (hacia abajo) con el
juego.
3. Sin embargo, paradójicamente, el que “usa” la obra nunca hace un uso
pleno de las palabras, y, de hecho, prefiere las palabras que excluyen esa
posibilidad. Le basta con captar el contenido en forma rápida y aproximativa,
porque sólo le interesa usarlo para sus necesidades del momento. Si hay en las
palabras elementos que invitan a considerarlas con mayor detenimiento, este
tipo de lector los deja de lado; si, para entenderlas, es imprescindible
detenerse a considerar esos elementos, simplemente es incapaz de seguir
leyendo. Para él, las palabras son meros índices o postes indicadores. En
cambio, cuando se lee correctamente un buen libro, las palabras, que, sin duda,
indican, hacen algo mucho más sutil que lo que sugiere el término “indicar”:
ejercen una coacción muy especial sobre las mentes deseosas, y capaces, de
someterse a tan exquisita y fina exigencia. Por eso, cuando decimos que un
estilo es “mágico” o “evocador” usamos una metáfora que no es sólo emotiva sino
también idónea. Y por la misma razón tendemos a decir que las palabras poseen
un “color”, un “sabor”, una “textura”, una “fragancia” o un “aroma”. Por eso,
también, las grandes obras literarias parecen maltratadas cuando se les aplica
la —inevitable— distinción entre palabras y contenido. Quisiéramos rechazar esa
abstracción alegando que las palabras no son sólo el ropaje, ni del contenido
siquiera la encarnación. Y no nos equivocamos. Es lo mismo que si intentásemos
separar la forma y el color de una naranja. Sin embargo, a veces es necesario
que hagamos esa separación con fines meramente analíticos.
4. Como las “buenas” palabras son capaces de imponernos su voluntad y de
guiarnos hacia los ámbitos más recónditos de la mente de un personaje —o de
hacernos palpar la singularidad del Infierno de Dante, o la imagen de una isla
para el ojo de los dioses— leer bien no es un mero placer adicional —si bien
también puede serlo—, sino un aspecto del poder que las palabras ejercen sobre
nosotros, y, por tanto, un aspecto de su significado.
Esto vale, incluso, para la buena prosa, para la prosa eficaz. A pesar
de su tono superficial y jactancioso, un prólogo de Bernard Shaw transmite una
vitalidad tan jovial, tan atractiva y tan segura de sí misma que su lectura nos
colma de placer; y ese sentimiento procede sobre todo del ritmo. Leer a Gibbon
nos resulta tan estimulante por esa sensación de triunfo que, después de haber
ordenado tantas miserias y grandezas, le permite contemplarlas con olímpica
serenidad. Pues bien: son los períodos que escanden su prosa los que nos
transmiten ese sentimiento. Son como viaductos que atravesamos a velocidad
moderada y constante contemplando sin sobresaltos los valles risueños o
impresionantes que se abren ante nosotros.
Todas las actitudes típicas del mal lector podemos encontrarlas también
en el bueno. Sin duda, también éste se emociona y siente curiosidad. Y lo mismo
sucede con la dicha que también él es capaz de experimentar a través de los
personajes. Desde luego, el buen lector nunca lee movido por ese único interés,
pero, si la felicidad es un ingrediente legítimo de la historia, tampoco deja
de compartirla. Cuando espera un final feliz no lo hace porque desee obtener
ese placer, sino porque considera que, por diferentes razones, la obra misma lo
requiere. (Las muertes y los desastres pueden ser tan notoriamente “artificiales”
y disonantes como unas campanadas de boda).
En cambio, el buen lector no persistirá demasiado en la fantasía
egoísta. Sin embargo, sospecho que, sobre todo en la juventud o en otros
períodos infelices, puede ser ella la que lo mueva a leer determinado libro. Se
ha dicho que la atracción que Trollope o, incluso, Jane Austen ejercen sobre
muchos lectores se debe a la riqueza con que supieron pintar el ocio de que
gozaban por entonces los miembros de su clase —o de la clase que identifican
con la suya—, a la sazón protegidos por una posición más próspera y estable.
Quizá, a veces, suceda lo mismo con los libros de Henry James. En algunas de
sus novelas, la vida que llevan los protagonistas resulta tan inaccesible para
la mayoría de nosotros como la de las hadas o las mariposas; para ellos no
existen obligaciones religiosas ni laborales, preocupaciones económicas,
exigencias familiares o compromisos sociales. Sin embargo, eso sólo puede
atraer al lector en un primer momento. Por importante e, incluso, obstinado que
sea su propósito de valerse de autores como Trollope, Jane Austen o James para
alimentar sus fantasías egoístas, el lector no tardará mucho en desalentarse.
Al caracterizar estas dos maneras de leer he evitado deliberadamente el
término “entretenimiento”. Aunque a veces aparezca reforzado con el adjetivo
“mero”, sigue siendo demasiado ambiguo. Si designa el placer ligero y juguetón,
entonces creo que eso es precisamente lo que nos proporcionan ciertas obras
literarias como, por ejemplo, algunas frivolidades de Prior o de Marcial. Si se
refiere a las cosas que “atrapan” al lector de novelas populares —el suspense,
la emoción, etc.—, entonces yo diría que todo libro debería ser entretenido. Un
buen libro será más entretenido, nunca menos. En este sentido, la capacidad de
entretener al lector constituye una especie de prueba de calidad. Si una obra
literaria no es capaz siquiera de brindar entretenimiento, no necesitamos
seguir examinando sus méritos de mayor rango. Pero, desde luego, lo que “atrapa”
a un lector puede no atrapar a otro. Allí donde el lector inteligente suspende
la respiración, el corto de alcances podrá quejarse de que no sucede nada. De
todos modos, espero que la mayoría de las connotaciones negativas que suele
entrañar el término “entretenimiento” hayan quedado recogidas en mi
clasificación.
También me he abstenido de utilizar la expresión «lectura crítica» para
describir el tipo de lectura que considero correcta. Salvo cuando se la utiliza
elípticamente, esa expresión me parece muy engañosa. En un capítulo anterior he
dicho que sólo podemos juzgar la pertinencia de una oración, e incluso de una
palabra, por la función que cumple o deja de cumplir. El efecto siempre debe
preceder al acto que lo juzga. Lo mismo vale para todo el libro. En el caso
ideal, primero deberíamos leerlo, y después valorarlo. Lamentablemente, cuanto
más tiempo llevamos ejerciendo una profesión literaria, o frecuentando los
círculos literarios, menos respetamos esa norma. Quienes sí lo hacen,
excelentemente, son los jóvenes. Cuando leen por primera vez una gran obra se
sienten «aplastados». ¿Acaso la critican? ¡Por Dios, no! Lo que hacen es volver
a leerla. Pueden demorarse mucho en formular el juicio: “Ésta debe de ser una
gran obra”. Pero en etapas ulteriores no podemos dejar de juzgar a medida que
leemos; esto se convierte en un hábito. No logramos crear el silencio interior,
el vacío mental que requiere la recepción plena de la obra. Y mucho menos lo
logramos cuando, al leer, sabemos que estamos obligados a formular un juicio;
como cuando leemos un libro para escribir una reseña o cuando un amigo nos pasa
un manuscrito porque quiere que le aconsejemos. Entonces el lápiz se pone a
trabajar en el margen y las frases de censura o aprobación se forman por sí
solas en nuestra mente.
Por eso, dudo mucho de que la crítica sea un ejercicio adecuado para los
lectores jóvenes. La reacción del alumno inteligente ante determinada obra se
expresará de una manera mucho más natural a través de la parodia o la imitación.
Si la condición necesaria de toda buena lectura consiste en «saber apartarnos
del camino», es muy poco probable que logremos facilitar esa disposición en los
jóvenes obligándolos a expresar continuamente sus opiniones. En este sentido,
una de las cosas más perniciosas que puede hacer el profesor es incitarlos a
abordar toda obra literaria con desconfianza. Sin duda, esa actitud será muy
justificada. En un mundo lleno de sofistería y propaganda, queremos proteger a
la nueva generación evitándole decepciones y precaviéndola contra el tipo de
falsos sentimientos y de ideas confusas que con tanta frecuencia suele
proponerle la palabra impresa. Pero, lamentablemente, el mismo hábito que le
impide exponerse a la mala literatura puede impedirle todo contacto con la
buena. El campesino “sagaz”, que llega a la ciudad demasiado aleccionado contra
los cazadores de ingenuos, no siempre lo pasa precisamente bien; en realidad,
después de haber rechazado muchas amistades genuinas, de haber desperdiciado
muchas oportunidades reales y de haberse granjeado no poca antipatía, lo más
probable es que caiga en las redes de algún pícaro que sepa alabar su
«astucia». Lo mismo sucede en este caso. Ningún poema librará su secreto a un
lector que penetre en él pensando que el poeta probablemente haya querido
engañarle pero que en su caso no lo conseguirá. Si queremos obtener algo del
poema, debemos correr ese riesgo. La mejor defensa contra la mala literatura es
una experiencia plena de la buena; así como para protegerse de los bribones es
mucho más eficaz intimar realmente con personas honradas que desconfiar en
principio de todo el mundo.
Desde luego, los muchachos sometidos a este entrenamiento capaz de
atrofiar su sensibilidad, no acusan sus efectos condenando sin más todos los poemas
que sus maestros les presentan. Determinada combinación de imágenes, rebelde a
toda lógica e imposible de imaginar visualmente, merecerá sus elogios si la
encuentran en Shakespeare, y su “denuncia” triunfal si la encuentran en
Shelley. Pero esto se debe a que saben muy bien lo que se espera de ellos.
Saben, por otro tipo de razones, que hay que elogiar a Shakespeare y condenar a
Shelley. No responden correctamente porque su método les haya permitido
descubrir la respuesta correcta, sino porque la conocían de antemano. No
siempre es así; entonces, su respuesta reveladora puede encender en el maestro
una tímida duda acerca de la eficacia del método.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Alba Editorial, 2000, en traducción de Ricardo Pochtar, pp. 69-73. ISBN: 978-8484280378.]
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