Sentado en el sofá del salón delante del
televisor apagado, miraba la pantalla frente a mí y me preguntaba qué estarían
dando en ese momento. Una de las características de la televisión, cuando no se
la mira, es hacernos creer que algo podría pasar si la pusiéramos, que algo
podría ocurrir más fuerte y más inesperado de lo que de ordinario nos ocurre en
la vida. Pero esta confianza es vana y, claro está, se ve perpetuamente
decepcionada, pues no pasa nunca nada en la televisión, y el menor
acontecimiento de nuestra vida personal nos afecta siempre más que todos los
acontecimientos catastróficos o afortunados que podemos presenciar en la
televisión. Nunca se produce el menor contacto entre nuestra mente y las
imágenes de la televisión, la menor proyección de nosotros mismos hacia el
mundo que ofrece, lo que hace que, sin el concurso de nuestro corazón, privados
de nuestra sensibilidad y de nuestra reflexión, las imágenes de la televisión
no remitan nunca a ningún sueño, ni a ningún horror, a ninguna pesadilla, ni a
ninguna dicha, no susciten ningún impulso, ningún vuelo, y se limiten,
favoreciendo nuestra somnolencia y engordando nuestras grasas, a
tranquilizarnos.
[…]
Hace algún tiempo, hice un extraño experimento
viendo la televisión. Cuando uno ve la televisión está obligado a construir
constantemente su propia imagen mental a partir de tres millones de puntos
luminosos de intensidad variada que nos ofrece permanentemente la imagen
televisada, completando así sucesivamente nuestra psique el proceso de
configuración siempre progresiva de las imágenes que se nos presentan (lo cual
parece bastante complicado a primera vista; pero, tranquilícense, el más
modesto estudio de medición de audiencia tendería a demostrar que está al
alcance de cualquiera). Aquella tarde, pues, haría una o dos semanas, había
visto el telediario del segundo canal de la televisión alemana sentado en el
sofá con una bandeja de comida como para ver la tele (tiempos dichosos que ya
no volverán), descalzo y con la mano en el arco del triunfo, comiendo
tranquilamente un muslo de pollo con mayonesa. Luego, con objeto de completar
mi experimento con todo el rigor que me caracteriza, dejé el hueso del muslo en
la mesita del salón, me limpié los dedos con una servilleta pequeña y, sin
apartar la vista de la pantalla, concentrada la mente y alerta los ojos, me dio
por contar una veintena de puntos luminosos en la pantalla, aunque, para ser
más exactos, tengo que reconocer que no identifiqué ninguno, pero como, a pesar
de todo, la imagen de un presentador seguía llegando a mi cerebro, deduje que,
a partir de aquella veintena de puntos que debí de haber percibido en la
pantalla, mi mente había podido reconstruir la totalidad de la citada imagen
completándola lógicamente a partir de los elementos que se le suministraban, y
llenando así línea por línea los puntos que faltaban para obtener la imagen
completa y coherente de la cara con gafas de Jürgen Klaus, que presentaba el
telediario del segundo canal de la televisión alemana aquella tarde, y después
mientras seguía descomponiendo aquel rostro grave e impostado constituido por
tres millones de puntos luminosos que, a razón de seiscientas veinticinco
líneas por imagen y de cincuenta tramas por segundo, seguía presentando el
telediario, me dije que no era Jürgen Klaus aquel presentador con gafas, sino
Claus Seibel, los confundo un poco a todos esos presentadores de televisión, a
pesar de los tres millones de puntitos de todos los colores que los
caracterizan.
[…]
John no tenía televisor, de todos modos. Lo
que no le impedía, me explicó durante la cena, consultar regularmente los
programas de la televisión en los periódicos, y hasta ver los que le
interesaban, pidiendo prestado un televisor. Además, había observado que la
gente era bastante reticente a prestar el televisor, los libros vale, tanto
como se quiera, los discos, los vídeos, la ropa, ¿por qué no?, pero no el
televisor. Era sagrado, y cada vez que le habían prestado uno, me explicó
sonriendo, había advertido la angustia de los dueños en el momento en que se
disponía a salir con el aparato; los niños, casi llorando en el salón bajo el
ala consoladora del brazo de su padre, miraban a John desenchufando el aparato
y los diferentes cables de la antena y del vídeo, y lo seguían tristemente por
el pasillo cabizbajos, mientras John, con paso lento debido al peso del aparato
que llevaba en vilo, salía al rellano y empezaba a bajar la escalera
volviéndose para dar las gracias y prometer que devolvería el aparato tan
pronto como hubiera visto el programa. Al llegar al patio de la casa, dejaba un
instante el aparato en el suelo para recobrar el aliento antes de regresar
andando a su casa si los amigos que le habían prestado el televisor no vivían
demasiado lejos, o de lo contrario, lo cargaba cuidadosamente en un pequeño
remolque enganchado a su bicicleta. Después de sujetar el aparato en el
remolque con todo un juego de cuerdas y pulpos, se subía en la bicicleta y se
alejaba pedaleando tranquilamente por la calle o por el carril bici, con el
voluminoso aparato de televisión bien sujeto detrás de él en el remolque
protegido por periódicos viejos y trapos, hasta tal punto que alguien que viera
pasar semejante convoy por la calle y no conociera a John, lo tomaría
seguramente por un chamarilero, cuando no se trataba, en definitiva, sino de un
espectador.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1999, en traducción de Josep Escué, pp. 81-82, 89-91
y 101-102. ISBN: 84-339-0896-0.]
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