"El recuerdo y la fama de Nínive se grabó en la conciencia de los hombres por las monstruosidades cometidas: asesinatos, pillajes, sumisión de pueblos y opresión de los débiles. La guerra y el terror fueron las únicas normas para conservar el trono que conocieron sus reyes, los cuales raras veces llegaron al fin de sus días de muerte natural y siempre eran sucedidos por príncipes aún más sanguinarios. Senaquerib fue el primero de aquellos césares medio dementes que ocupó el trono de la primera gran metrópoli civilizadora, como mucho más tarde lo fue Nerón en el trono de Roma. Nínive es, en efecto, la Roma asiria, la urbe poderosa, la capital, la metrópoli, la ciudad de los gigantescos palacios, enormes plazas, carreteras sorprendentes, la ciudad que supo resolver problemas técnicos inauditos. Sede de una clase muy reducida de señores que debían su rango y su supremacía sobre los demás a la raza, sangre, nobleza, dinero, violencia o refinada mezcla de todo ello. Esta minoría gobernaba omnímodamente sobre una masa anónima, oprimida, sin derechos, reducida a las condiciones más duras de trabajo, a la esclavitud, a pesar de que más de una vez se les reconociera la libertad. En ampulosos documentos de estilo muy parecidos a los de hoy, se pregonaba el trabajo por el bien común, hacer la guerra en favor del pueblo y sacrificarse por el país, pero éste, siempre fluctuante y oscilando entre la revuelta social y la servidumbre voluptuosa, era una masa ciega, crédula y dispuesta al sacrificio como las reses que se hallaban en los grandes patios de aquellas ciudades; ciudades que ya no son de un dios sino de muchos, traídos a menudo de lejanas tierras, desprovistos de su antiguo vigor generador, ciudades de mentira y de lo que hoy llamaríamos propaganda: política convertida en oficio al servicio permanente de la mentira.
Así era Nínive.
[...] Senaquerib inició su reinado adaptando a su modo su genealogía.
Renegó de su padre, Sargón, y se hizo descendiente directo de los reyes anteriores al Diluvio, de los semidioses como Adapta y Gilgamés. En ello se da un paralelismo histórico que sería erróneo considerar como hecho casual: los césares romanos se coronaron a sí mismos como dioses, ordenando que en todas las provincias se les erigieran estatuas. ¿Y no han pretendido también algunos dictadores occidentales de tiempos más recientes la cualidad de dioses, pretendiendo poseer el don de la infalibilidad, lo que en sus ciudades les confirmó un pueblo descontento, pero obediente?
[...]
El relato de sus propias hazañas es exagerado; y las cifras, pura invención. Por su énfasis, corresponden exactamente a las alocuciones habituales en los dictadores modernos dirigidas a mantener la moral de su pueblo y de sus tropas, a conciencia de que la mayoría de la gente creerá tales mentiras. Es un consuelo para nosotros, hombres del siglo veinte, saber que uno de nuestros arqueólogos halló una placa de arcilla, en las ruinas de Babilonia, con la siguiente inscripción lapidaria:
"Mira para donde quieras, y hallarás que los hombres son estúpidos".
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